Temprano en la mañana me llamó el Jilguero y me dijo: “Mataron a tu padre en el Corredor”. Sentí un golpe en el pecho. Después lancé la Onda y pasó algo raro: no me llegó de vuelta que mi viejo ya no estuviera. Ni tampoco que estuviera. Hace mucho que me trasladé a Malvín Norte con mis cajones curativos y el gato, así que me iba a llevar un buen rato llegar al Corredor.
En la Guerra Última el ataque fue fulminante y completo. En pocas horas quedaron apenas 7000 y pico de sobrevivientes en Montevideo. Las bombas nuevas, que no tenían el efecto nuclear de radiación posterior pero desarrollaban un calor sin límites, liquidaron cientos de manzanas. En el tramo de la avenida 18 de julio desde Ejido hasta la plaza Independencia la abundancia de edificios altos con mucho material y 86 Muerte y resurrección de un padre de alturas parecidas hizo que se fundieran entre sí y quedara esa especie de tubo raro del Corredor.
Los efectos de la Guerra Última, tanto aquí como en el resto del mundo, fueron totales. Unos meses antes de empezar se había acabado la electricidad. Del todo. Nunca se supo bien por qué. Decían que era un súper pulso electromagnético, pero consulté hacia adentro y algo me contestó que se trataba de otra cosa.
Recorrí de a poco las muchas cuadras hasta el Corredor en la moto con sidecar. En el sidecar iba el Gato (que es negro). Mientras viajábamos me llegó un contacto. Era la Garza. Me dijo: “Grabaron la muerte de tu padre, anoche”. Hizo una pausa larga. “¿Lo querés ver o lo dejo?”, agregó al final. “Claro que lo quiero ver”, le dije, mientras seguía manejando la moto con cuidado. Me lo mandó en seguida, vía Shot. Así que a partir de ahí iba con un ojo mirando los cruces de las calles vacías, y con el otro viendo el video de la muerte de mi padre. El video me había llegado directo al casco y podía ir mirándolo mientras seguía, con el sistema nuevo de doble visión.
En cuanto apareció la silueta bien grabada, en HD, se me inundó el pecho de cansancio y alegría, como cada vez que lo veía. Mi padre no era alto, pero sí compacto. “Casi demasiado”, le dije una vez. Reí entre dientes. Se lo veía caminar con paso rápido por el gran canal de edificios fundidos y pegados, como si estuviera, digamos, en 1995, cuando había autos, gente y Municipio. “Terco y cabezón”, murmuré entre dientes. Habíamos dejado de vernos hacía muchos meses, porque teníamos una manera de pelear sin pelear que a mí me hacía mucho daño. Pero siempre estuve segura (y creo que él también) de que igual nos queríamos mucho.
Avanzaba mi padre en HD como si fuera un domingo de antes, y de golpe se abalanzaban sobre él cuatro Darnochanes. La banda de los Darnochanes era la menos abundante, pero muy conocida. Cuando caía la noche, el Corredor se convertía en una especie de cancha violenta, un campo de batalla, hasta la madrugada. Una banda tras otra se enredaba en peleas interminables, casi siempre fatales. Los hospitales habían muerto junto con la ciudad, hacía 15 años. Quedaban los cuerpos tirados sobre el pavimento poceado, bombardeado. Cuando salía el sol venían los Cuervos o los Buitres, las dos bandas limpiadoras, y se llevaban todo. Por suerte el Jilguero me había avisado todavía de noche. Aceleré un poco más, para que no me alcanzara la luz.
Se veían aparecer las pértigas con ganchos con las que atraparon a mi padre. También cómo rompía remolineando los brazos robustos las tres o cuatro primeras. Mi padre había tomado el Jugo y había pasado de jovato a longevo. Ahora que se lo habían dado, estaba ya casi en los 100 y si vivía le quedaban como 150. Se ve que el que había filmado estaba oculto, quieto. Se vieron pasar a dos Darnochanes volando. Si lo hubiera atrapado la banda de los Artodes ni me hubiera molestado en apurarme. Porque esos empiezan con la decapitación: puro impacto. En cambio los Darnochanes la demoran, la alargan, son nihilistas lentos, hasta quejosos. Así que hasta que no comprobara por qué la Onda no daba ni vivo ni muerto, no me quedaría tranquila.
Cuando llegué faltaba poco para el amanecer. Apagué el video: quedaba poco por ver. Me moví lenta, despacio, buscando entre los cuerpos. Me di cuenta cuál era el bulto de mi padre desde lejos. Otra vez me golpeó el pecho. En el sidecar, al lado del Gato, iba un par de mochilas, con material quirúrgico, pomadas, líquidos para ensartar. Dejé la moto enorme regulando, y me bajé, despacio, mirando. Al parecer se había acabado la diversión: no se veía a nadie.
Me agaché sobre el cuerpo de mi padre. Un solo vistazo me dijo que no había nada insalvable. No le habían quebrado brazos o piernas enteras. Sí en cambio los dedos de las manos, uno por uno. Saqué la Luz y lo iluminé. Tenía una mueca fija en la cara, mezcla de risa y tormento. Le habían aplastado un ojo, pero el otro parecía sano abajo del párpado. “Tranquilo, papá”, dije en voz baja. Le ensarté un par de enganches de jugos, un par de emplastos de calor automático. Le tomé la muñeca. No tenía pulso. Tenía que llevármelo, y trabajar en la Cueva. En el sidecar había puesto también un Karromat plegado. Lo desplegué. Cargué con bastante rapidez a mi padre, de espaldas, ciego y transido como una máscara.
Arranqué despacio. Seguí despacio. Me llevó un par de horas llegar hasta Malvín Norte, enfilar por la calle donde había instalado la Cueva donde venían a consultarme. No lo puedo evitar: siempre agradezco que quedaran sólo siete mil sobrevivientes, porque dispersos en la dispersión de siempre de la ciudad, casi no se notaban. La violencia extrema se concentraba en las noches del Corredor. En el resto de la ciudad, aparecía sólo de vez en cuando, por motivos puntuales, no programáticamente.
Bajé de la moto, desenganché el Karromat y lo fui metiendo con cuidado, tratando de no golpear nada que sacudiera el cuerpo de mi padre. Lo llevé a la pieza del fondo, donde acostumbraba hacer las operaciones. Trabajé duro en él: ahora le ensarté varios jugos más, le cambié los emplastos de calor y agregué programas de reconstrucción rápida. “Cabeza dura”, murmuré, sonriendo torcido. “¿Qué hacías en el Corredor, a esa hora?”. No me habría extrañado que se hubiera enganchado a lo loco con alguna mujer de la zona y tirara toda cautela por la ventana. Realmente un cabezón.
Cuando me aparté de él, había quedado envuelto en una maraña de cables y tubos diversos, como en un “cocoon” multicolor.
Me acosté (el Gato vino y ronroneó, le acaricié el cuello), y terminé de ver el video, por curiosidad. Antes de dormirme por fin, dejé conectada la Onda. Desperté varias horas más tarde. Seguía dando que mi padre estaba y a la vez no estaba. Me dejó intrigada. Me acerqué a él, que a esa altura era más un acertijo de colores que un hombre casi centenario, y le cambié varias cosas.
Cerca de mediodía empezaron a venir clientes. Repartí vegetales, tés, tisanas y arreglos de heridas con hilo y aguja. Se fueron yendo cuando bajó el sol. Quedé otra vez sola. Le tomé la muñeca a mi padre: seguía sin pulso. Me acosté con la Onda puesta. No pasó nada. Ni al otro día. Ni al otro.
Pero el jueves me despertó el pitido de aviso. Le transmití la mezcla de euforia e intriga al Gato, que corrió a mi lado hasta la pieza del fondo. Me acerqué en puntas de pie.
El ojo de mi padre estaba abierto, fijo, azul, moviéndose. De pronto enfocó, me miró.
—Qué tal, hija –dijo.
Me llenó de alegría.
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