Escribo este texto a las dos de la tarde, bajo un calor insoportable, en un patio de tierra que cada tanto se arremolina y obliga a limpiarse los ojos. Cuando levanto la vista, veo los fondos de una casa de madera. Son dos alas, separadas por una galería de macetas en las que florecen las begonias. El de los abuelos es el cuarto más cercano a la calle, el de los padres es el segundo, el de los hijos el tercero y así hasta llegar al patio del fondo, donde no hay nadie atado al castaño pero estoy yo, bajo un calor insoportable, pensando en la venerable locura de José Arcadio Buendía, en la fuerza indómita de Úrsula Iguarán y en los treinta y dos alzamientos urdidos y perdidos por Coronel Aureliano Buendía.
Aquí, entre cuartos de madera, galerías de begonias y fondos de polvo y árboles, Gabriel García Márquez escuchó buena parte de las historias que luego desplegó en Cien años de soledad y en casi todas sus novelas y cuentos.
Sucede que estoy en Aracataca, el pueblo natal de Gabo. En la que fue su casa, más precisamente. En el patio del fondo. No vine de turista, estoy trabajando. Hago de mentor de un grupo de veinte estudiantes de todo el mundo, seleccionados trabajosamente por la Universidad del Magdalena para participar de la Escuela Internacional del Realismo Mágico. Todos tienen un reto: inventar nuevas narrativas para contar a Macondo.
El trabajo me desafía doblemente, porque me han puesto al mando de un equipo que se propuso encontrar lugareños que demuestren que las historias de Gabo no nacieron solamente de su imaginación febril, sino que están basadas en la enorme capacidad de invención y exageración que se respira en cada esquina. Así que aquí andamos, cámara y celulares en mano, con el objetivo de contar en Instagram aquellas historias que Gabo no posteó.
Apenas uno llega a Aracataca, ya no le cabe duda de que esto sí es Macondo. Por ejemplo, desde la casa natal de Gabo no hace falta caminar más que unas pocas cuadras para estar en la estación del tren que llevaba o bien el banano de desperdicio hacia el mar, o bien tres mil cuerpos apilados uno sobre otro luego de la matanza en la que culmina, en Cien años de soledad, toda aquella vaina que se buscaron nomás por invitar un gringo a comer guineo. Tampoco hace falta haber leído su autobiografía Vivir para contarla para entender que el cuarto de los trastos que tengo a unos pocos pasos es el laboratorio de Melquíades, ni que desde el de platería saldrían los pescaditos de oro que millones de lectores en todo el planeta identificarían luego como el logotipo del realismo mágico.
Para nuestros celulares, los nativos ponen su mejor cara y nos cuentan historias de hombres que reencarnaron en vacas, de féretros usados más de siete veces hasta encontrar sepultura final y de perros que asisten a misa y que matan sin violencia a quien se atreva a patearlos. Para mí y para mis compañeros mentores Xavi Docampo y Luciano Cukar, ambos venidos de Barcelona, desentrañar la verdad de la ficción es casi imposible. Nos reímos y nos sorprendemos como niños. ¿Y cuál es, si no, la verdadera misión de una historia?
El rector de la Universidad del Magdalena se llama Pablo Vera Salazar y es una rara avis: un joven ingeniero que, en lugar de hablar de cálculos y resistencia de materiales, puede estar horas dando cátedra sobre García Márquez. Obsesionado con su obra, se enoja con pasión caribeña cuando los alumnos demuestran saber menos que él sobre los pergaminos de Gabo. De su inquietud y de la Hugo Pardo Kuklinski, investigador a cargo del proyecto Outliers School, surgió la idea de contar Macondo desde las nuevas tecnologías y problemáticas. Así, por ejemplo, un grupo tiene como reto hablar del feminismo en clave de Amaranta, Meme y Fernanda del Carpio, y otro se enfrenta a la necesidad de usar el realismo mágico para incentivar el turismo sustentable en la región.
Mientras tanto, los nativos de Aracataca, los cataqueños, siguen con sus vidas slow. En la mañana, cuando el infierno aún no se desató con toda su furia, caminan por el malecón de un río que en la seca es un hilo y en la época de lluvias, un aluvión; más aún cuando duran cuatro años, once meses y dos días. Al mediodía, siguen por la televisión bogotana el caso de una congresista que se escapó de una segura condena tirándose con una soga por la ventana del juzgado, mientras abajo la esperaba un motoquero de Rappi para cruzarla a la frontera con Venezuela. Cualquier coincidencia con la ascensión de Remedios la Bella no parece pura coincidencia y demuestra el postulado de nuestra investigación: que el realismo mágico no fue un invento de Gabo, sino un modo de documentar una manera de vivir.
De a poco cae el sol sobre Aracataca. En un rato iremos a veinte kilómetros de aquí, a la Fundación -Fundición en el argot local, por culpa del calor-, tras la huella de más locuras veraces. Termino estos párrafos frente a la mesa en la que Tranquilina Iguarán, la abuela de Gabo, organizaba los almuerzos multitudinarios que en la ficción serían tarea de la casi borgiana Úrsula, que se queda ciega y sin tiempo. Pienso en eso y pienso en lo extraño que es que la vida me haya puesto aquí.
Cruzo a comprar un helado a un niño que los vende aquí enfrente. Me sirve uno de ron con pasas y dulce de arequipa. Al rato, sin que yo se lo pida, se larga a contarme una historia de una mula de tres patas que se quedó así por defender a su dueño del ataque de un tigre. Pienso en sacar mi celular, en grabarla para el proyecto. Sin embargo, algo me frena. Elijo escucharla y recordarla. Quizás un día, de ese modo, pueda hacerla cuento.
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