“Heath Ledger”, un cuento de Olivia Gallo

Infobae Cultura reproduce un relato del libro “Las chicas no lloran", publicado por Tenemos las Máquinas en 2019. #CuentosEnInfobae

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(Shutterstock)
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Los payasos estaban por todas partes ese verano. Deambulaban sobre todo por las afueras de la ciudad, por rutas semidesiertas, barrios tranquilos o de noche, en las plazas. Pero nunca era uno mismo el que se los encontraba, siempre eran primos de amigos de amigos, cosas así. El resto nos conformábamos con ver los videos de avistamientos que pasaban en los noticieros, compilaciones filmadas con cámaras de celular. Una, por ejemplo, estaba filmada desde un auto parado a un costado de la ruta, de noche. Las luces amarillas iluminaban de frente, como en un teatro, a un payaso que se acercaba. Siempre imitaban el estilo del Guasón, el antipayaso. El Guasón desprolijo de Heath Ledger, no el de Jack Nicholson: el pelo verde despeinado y el maquillaje como si se hubiera pasado un trapo mojado por la cara después de aplicárselo. El traje, sin embargo, podía variar. El payaso de este video tenía puesto un overol rojo con grandes círculos blancos y, en los pies, unos Doctor Martens amarillos. En el video, caminaba despacio hacia el auto. El que filmó parecía poco más que adolescente, tenía voz de barba recién estrenada. Había más como él en el auto, que se hacían preguntas y se reían y hacían silencio, todos al mismo

tiempo, parecían orquestados. Cuando el payaso se puso muy cerca, el conductor empezó a dar marcha atrás. Se escuchaban gritos y se veía cómo el payaso corría hacia el auto.

Me mudé con Gonzalo a la casa grande de su abuela en Belgrano R ese mismo verano. La casa estaba bastante sucia y vacía. Tiramos un colchón en el living porque Gonzalo no quería mover la tele al cuarto principal, el que había sido de su abuela. Nos gastábamos la herencia que había recibido en alcohol, porro y comida china, y todo eso lo consumíamos en la cama, semidesnudos entre las sábanas plásticas.

No sé si era feliz, pero por algún tiempo creí que sí. Había terminado de cursar en la facultad y ese verano solo salía de la casa de Belgrano R para ir a algunas cenas obligadas en lo de mis viejos, a las que Gonzalo no me acompañaba aunque me lo ofrecía, desde la cama, cuando yo abría la puerta para salir. “No querés que te acompañe, ¿no?” Sabía que yo iba a decir que no.

Mis papás estaban preocupados por mí, pero no lo decían explícitamente. Mi mamá aprovechaba los momentos en los que yo me distraía para llenarme el plato de comida por segunda vez. Mi papá me preguntaba cómo iba todo con voz de falsa cotidianeidad.

Mis amigas me reclamaban por WhatsApp que nunca las veía, al principio, enojadas, después, preocupadas, hasta que dejaron de avisarme cuándo se juntaban. A mí, por primera vez en mi vida, no me importó quedar excluida.

Con Gonzalo teníamos una rutina bastante fija: nos despertábamos a eso de las dos de la tarde; él se bañaba primero, después yo, a veces juntos; desayunábamos unos cereales húmedos y vencidos con mate; mirábamos tele, salíamos a comprar cigarrillos y algo para almorzar (casi siempre fideos); almorzábamos mirando tele, cogíamos, nos quedábamos dormidos, nos despertábamos; Gonzalo salía a comprar vodka o cervezas, cenábamos los restos del almuerzo o pedíamos comida, tomábamos alcohol y, si había, fumábamos porro; mirábamos tele, cogíamos, y a eso de las tres o cuatro nos quedábamos dormidos.

Gonzalo se despertaba dos o tres veces por noche. Las pesadillas le hacían pegar patadas al aire sin darse cuenta. Las sábanas, que ya estaban húmedas, se mojaban todavía más. En algún momento se incorporaba y, sentado en la cama, apoyaba los codos sobre las rodillas dobladas y ponía la cabeza entre las manos. Se quedaba un rato así, como si le acabaran de dar una mala noticia. Yo le pasaba una mano por la espalda resbaladiza, o le daba un vaso de agua. Él se dormía después de un rato, a veces agarrado a mi cintura, a veces dándome la espalda.

Además de nosotros dos, la única persona que podía entrar a la casa de Belgrano R era Mateo. Había sido íntimo amigo del hermano de Gonzalo en el secundario y había encontrado su cadáver cuando se había tirado por el balcón. Estaban juntos en el departamento donde vivían Gonzalo y el hermano, un piso 17. Gonzalo no estaba y el hermano le había pedido a Mateo que fuera a comprarle la medicación. La farmacia estaba a una cuadra.

A veces me imaginaba a Mateo volviendo de la farmacia, con una mano en el bolsillo del jean y la otra balanceando la bolsa llena de cajas de blísteres, caminando hasta la esquina de República de la India y Seguí. Sabía que el cuerpo había caído del lado de la calle, sobre Seguí, por lo tanto, Mateo no hubiera podido verlo si hubiera estado caminando por República de la India. También pensaba en el nombre de esa calle, Seguí. Me lo imaginaba como un aviso para Mateo, un cartel en letras mayúsculas y fosforescentes como los que hay en las salidas de emergencia, que le advertía: “Seguí de largo, no pases por acá”.

¿Habrá visto primero la mirada de horror del portero del edificio de enfrente o algunas gotas de sangre salpicadas sobre el cordón? ¿Habrá entendido, antes de ver a su amigo muerto sobre el piso, lo que había pasado?

"Las chicas no lloran" de
"Las chicas no lloran" de Olivia Gallo, publicado por Tenemos las Máquinas en 2019

Me costaba acordarme de la cara del hermano de Gonzalo, a pesar de que lo debía haber visto tres o cuatro veces en mi vida. La primera vez había sido cuando estaba en tercer año del secundario, que también había sido la primera vez que había ido a esa casa. El departamento de República de la India y Seguí era un dúplex, y los cuartos de Gonzalo y su hermano estaban en el piso de arriba, separados por un baño. Cuando salí del cuarto para hacer pis, había escuchado que alguien me chistaba. La puerta del cuarto del hermano de Gonzalo estaba entreabierta, podía verlo sentado en el escritorio, la cara alumbrada por el azul robótico de la pantalla de la computadora que estaba frente a él, de la que también salía una música de videojuego. Sonreía. Me había hecho un gesto con la mano para que me acercara. Yo había abierto un poco más la puerta y había metido la mitad del cuerpo adentro, tratando de esconder la pollera azul del uniforme. Me había preguntado cómo me llamaba. Le había dicho mi nombre. Él había sonreído más.

Cuando Mateo y Gonzalo estaban juntos, parecían competir por quién estaba peor. Quién hablaba menos, quién suspiraba más veces, quién se quedaba mirando el vacío por más tiempo. Siempre que visitaba a Gonzalo, por lo general a la hora de la cena, me ofrecía cocinar para no tener que estar sentada con ellos dos.

La última vez que Mateo fue a la casa de Belgrano R, yo estaba en la cocina cuando lo escuché hablar de los payasos. Le contó a Gonzalo que un amigo suyo había visto uno, a la salida de un boliche, sobre las vías del paso a nivel de Sucre y Montañeses. Escuché que Mateo decía: “Están locos esos tipos. La barrera estaba baja, según mi amigo. Y el payaso estaba ahí, en medio de las vías. No se movía”. Gonzalo dijo algo que no pude escuchar, a lo que Mateo contestó que la mayoría de las personas creía que estaban haciendo propaganda para una película de terror con payasos como protagonistas que se estrenaría dentro de poco, pero que para él eran nada más que tipos que estaban al pedo. Cuando salí de la cocina, Gonzalo le preguntó qué había hecho su amigo. Mateo se prendió un cigarrillo antes de contestar. Después dijo: “Nada, lo que hacen todos. Corrió para el otro lado”.

Después de comer, me quedé sola con Mateo en el living mientras Gonzalo lavaba los platos. “No pueden estar acá encerrados. No le hace bien a él, no te hace bien a vos.” Hice una mueca poco precisa, una semisonrisa y un revoleo de ojos, algo así como “¿qué querés que haga?”. Terminó de fumar, apretó el cigarrillo contra el fondo del cenicero de vidrio y se acercó más a mí. “En serio. Tienen que salir”, me dijo.

Lo miré y le pregunté a dónde. Parecía una pregunta estúpida, pero por cómo se tiró hacia atrás, me di cuenta de que Mateo había entendido lo que le quería decir. No había ningún lugar, sobre todo para Gonzalo, por el cual valiera la pena dejar la casa. Mateo sacó de una billetera de cuero marrón dos entradas rectangulares con mandalas de colores. Las dejó sobre la mesa de madera que nos separaba. “Tomá —me dijo—; convencelo. Decile que a él antes le gustaban estas fiestas, que va a estar buena. Yo voy, los puedo llevar en el auto.”

Estaba bailando cuando Gonzalo me apoyó una mano en el hombro. Me di vuelta. No me dijo nada. Le pregunté si se quería ir. Asintió.

Afuera ya había sol. Era esa época del verano en la que amanece muy temprano, no debían ser más de las cinco. Gonzalo caminaba unos pasos más adelante. El sol le pegaba en la campera de cuero y la hacía brillar como la piel de un lagarto. Le pregunté si íbamos en taxi. Sin mirarme me dijo que Mateo le había prestado el auto. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y las sostuvo con una mano levantada.

No me acordaba de que manejara tan rápido. Entramos a Libertador esquivando autos a toda velocidad. Le pedí que fuera más despacio. Me miró y se pasó la lengua por los dientes con la boca cerrada, un gesto de molestia típico suyo. Le pregunté qué le pasaba. “Nada”, dijo, y siguió zigzagueando por Libertador, hasta que en un semáforo casi se llevó puesto el auto de adelante. Las ruedas aullaron como perros cuando frenó. El cinturón me salvó de no golpearme la cara contra la guantera. Pero Gonzalo pareció no darse cuenta, siguió manejando como si nada. Hicimos un par de cuadras más; yo lo miraba esperando algún tipo de reacción, una disculpa. Enfrente del ACA le dije que me bajaba. Me preguntó por qué, casi sin elevar el tono al final, como se hace cuando se pregunta. Me saqué el cinturón sin responder. Él sacó las manos del volante para mostrarme las palmas y después frenó en una esquina. “Como quieras”, dijo, y me bajé del auto dando un portazo.

No quería ir a la casa de Belgrano R ni a lo de mis viejos, así que entré al bar del ACA. Compré un café, me senté al lado de la ventana y ahí estaba, con un traje violeta con estrellas azules, sentado a pocas mesas de distancia, leyendo un diario.

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