Murió a los 90 años el destacado crítico literario George Steiner

Uno de los intelectuales más prestigiosos del siglo XX, produjo obras destacadas como “Después de Babel”, “La poesía del pensamiento” y “La muerte de la tragedia”. The Economist, The New Yorker y The Guardian son algunos de los medios con los que colaboró

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George Steiner, quien se convirtió en uno de los principales intelectuales producto de su particular erudición, perspectiva multilingüe y las lecciones provocativas que extrajo de sus raíces judías y escape del holocausto, murió este lunes a los 90 años de edad. La noticia fue confirmada a The Associated Press por su hijo, David, quien explicó que su padre murió en su casa de Cambridge, en el Reino Unido. Steiner sufría problemas de salud.

Steiner, quien nació en Paris y huyó a los Estados Unidos en 1940 junto a su familia, cultivó su mente a lo largo de su vida. Calificado por el escritor A.S. Byatt como “un hombre del renacimiento triplemente tardío”, escribió cientos de ensayos, poemas, trabajos con longitud propia de libros y una novela “El traslado de A.H. a San Cristóbal”, que enfureció a algunos lectores con su descripción de Hitler, la cual justificó sus horrores y conectó con el renacimiento moderno de Israel.

En trabajos como “Después de Babel”, “La poesía del pensamiento” y “La muerte de la tragedia”, Steiner elaboró lo que definió como su “absoluta pasión por las escrituras y los clásicos, la poesía y la metafísica”. Celebró la diversidad de lenguajes e ideas e investigó temas que fueron desde las tragedias griegas a la lingüística del sexo. Pero también analizó el poder del arte para contribuir al progreso de la civilización y lo que llamó “la ruleta de la supervivencia”, especialmente en relación a la razón por la cual él logró escapar de los nazis pero muchos otros no. Steiner, quien no se consideraba un creyente, se veía a sí mismo como alguien que había ganado el juego a pesar de las pocas probabilidades con las que cada persona contaba.

Steiner chocó frecuentemente con otros judíos. Sus héroes no eran figuras religiosas, sino pensadores como Marcel Proust, Franz Kafka y Karl Marx. Calificó a Israel como un “milagro indispensable”, pero más allá de ello cuestionó el propósito de un estado judío. Aquellos judíos en el exilio, aseguró, estaban mejor sin el país. “En vez de protestar su estatus de visitante en tierras gentiles, o, más precisamente, en los campos militares de la diáspora, el judío debería sentirse cómo con ese escenario”.

Steiner colaboró con publicaciones como The New Yorker, el suplemento literario de The New York Times y The Guardian. Entre los halagos recibidos se contó el exponer a lectores anglófonos a escritores europeos como Walter Benjamin y Paul Celan. También ofició como profesor en distintas escuelas y fue parte del personal de la universidad de Ginebra por 20 años. Sus condecoraciones incluyeron la del Caballero de la Legión de Honor del gobierno francés, una membresía en la Academia Americana de Artes y Letras, y el Premio Truman Capote por sus logros en crítica literaria a lo largo de su carrera.

“Sus raíces judías y europeas influyeron en su perspectiva. A veces era poderosa, a veces desoladora, pero nunca pesimista”, graficó un pasaje del texto que se leyó previo a la entrega del premio Capote. “Tal vez su logro más distinguido es que, durante el proceso de escritura de estas críticas, ha rediseñado el rol tradicional y la identidad del crítico. A través de su prosa generosa, temeraria y desafiante, a observado los límites del lenguaje, lo mismo que sus poderes, y las decepciones del intelecto, lo mismo que sus descubrimientos”.

Steiner se casó con la historiadora Zara Shakow en 1955. Tuvieron dos hijos: David, quien es el titular del Instituto Johns Hopkins para Políticas Educativas, y Deborahm titular del departamento de Literatura Clásica en la universidad de Columbia.

Steiner recibió importantes halagos y críticas furibundas. Se lo calificó de pomposo, descuidado e irresponsable. Las críticas fueron particularmente enfáticas hacia “El traslado de A.H. a San Cristóbal”, publicado en 1981 La novela cuenta la historia de una cacería a Adolf Hitler que tiene lugar en la selva Amazónica. Hitler se defiende a sí mismo diciendo que los judíos fueron los primeros en llamarse a sí mismos “el pueblo elegido”.

“Los judíos, en otras palabras, le dieron a Hitler sus mejores ideas. A cambio, Hitler les dio Israel”, escribió John Leonard en The New York Times. Leonard indicó que Steiner “no solo niega el poder del arte de arreglar y trascender, sino que también me hace sentir náuseas".

Steiner creció en una familia judía de alta alcurnia que se había asentado en Francia para el momento de su nacimiento. Entre sus primeros recuerdos se cuentan turbas iracundas que proferían gritos como “muerte a los judíos” fuera de su departamento. Mientras su familia miraba desde dentro, contó, su padre le dijo: “Esto se llama historia y nunca debes temerle”.

“Para un niño de seis años, esas palabras fueron transformadoras”, explicó Steiner en una entrevista con Laure Adler para el libreo “Un largo sábado: conversaciones”, publicado en 2014. “Desde ese momento sé a que llamar historia. Si siento miedo, me avergüenzo. Y trato de no tener miedo”, agregó.

Steiner fue al colegio francés en Nueva York y estudió en la Universidad de Harvard y la Universidad de Chicago antes de mudarse a Londres para incorporarse al equipo de The Economist. Una de sus primeras tareas fue entrevistar a uno de los diseñadores de la bomba atómica, J. Robert Oppenheimer. El hombre le generó “un miedo que lo caló hasta los huesos”, pero también le simpatizó lo suficiente como para dejarse ser persuadido para sumarse al Instituto para Estudios Avanzados en Princeton.

El tiempo que Steiner pasó junto a Oppenheimer y otros científicos contribuyó a su ambivalencia respecto de la moralidad del arte y las humanidades. La ciencia se fundamentaba con la verdad, pero el arte era una invitación a “mentir”, porque aún la opinión menos informada (como, por ejemplo, asegurar que Mozart era un compositor mediocre) no podía ser refutada. La belleza del lenguaje, sus posibilidades infinitas, eran también su tragedia.

“El lenguaje permite todo”, le dijo a Adler. “Es una verdad alarmante en la cuál no pensamos seguido: podemos decir lo que sea, nada nos lo impide, no nos sorprendemos cuando alguien dice cosas horrendas. El lenguaje es infinitamente servil, y el lenguaje -este es el misterio-no conoce límites éticos”.

Con información de AP

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