María Elena, para grandes y chicos: ironía, ternura y talento en una obra musical inigualable

Llevó la cultura popular al punto más alto y su nombre es sinónimo de calidad, virtuosismo y reinvención constante. Sus letras siguen cobrando nuevos sentidos con el paso del tiempo y su cancionero atesora una increíble pluralidad de ritmos y formas que revelan el apetito cultural de su creadora

En el Teatro Regina, 1968 (Fundación María Elena Walsh)

Resulta difícil sustraerse a la tentación de imaginar qué canciones estaría escribiendo hoy María Elena Walsh. A diferencia de su labor estrictamente literaria – allí el punto final lo trajo esa sombría mezcla de novela y autobiografía titulada Fantasmas en el parque -, en materia de canciones el convite contrafáctico lleva más tiempo de maceración: ella se retiró de los escenarios en 1978, y sus últimas creaciones son las que figuran en el disco De puño y letra, de 1976 (A juzgar por la calidad de “La paciencia pobrecita”, Sábana y mantel” o “Mis ganas”, cabe desechar cualquier hipótesis de decadencia, si bien es cierto que por entonces tendía a recostarse en talentosos parceiros como Oscar Alem, Chico Novarro y Jairo).

(Fundación María Elena Walsh)

La presencia de María Elena Walsh en repertorios de cantantes argentinas y argentinos del siglo XXI es notoria y no parece haber decrecido en estos últimos años. Si antes fueron Mercedes Sosa o Susana Rinaldi, recientemente Paula Maffia grabó una atrayente versión de “Canción para bañar la luna”, y Las Magdalenas o Luis Pescetti no dejan de citarla e interpretarla en sus actuaciones para niños. Acaso a estas relecturas haya que situarlas en línea con aquel bellísimo abordaje que del ciclo infantil supieron hacer Liliana Vitale y Verónica Condomí.

A menudo, algunas de las canciones de la Walsh – especialmente las dirigidas a los adultos – se han resignificado de acuerdo a determinadas coyunturas. Por ejemplo, su adaptación del antiguo canto inglés “We shall overcome” (“Venceremos”) fue banda sonora de la campaña de Raúl Alfonsín, no sin antes haber sido himno de los derechos civiles en los EEUU de Martin Luther King. El caso de “Como la cigarra” es más notable aún. María Elena la compuso en 1973 pensando en los viejos actores y músicos que, ya merodeados por el olvido, se resistían a un retiro impiadoso. Sin embargo, hacia el final de la última dictadura la canción fue escuchada en clave sociopolítica. Unos meses atrás, el actual presidente Alberto Fernández cerró su participación en el debate televisivo citando aquello de “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí. Sin embargo, estoy aquí resucitando.” En definitiva, podría decirse que mientras “Cambalache” expresa el pesimismo de la razón, en “Como la cigarra” los argentinos solemos escuchar el optimismo de la voluntad.

María Elena Walsh y el saludo con el entonces presidente Raúl Alfonsín

Pero la vigencia de María Elena puede también medirse en términos de genealogía cultural. Si hoy reconocemos un mapa de cantautoras jóvenes un poco corridas de los géneros establecidos, cabe suponer que todas ellas – algunas más conscientemente que otras – se ubican en el campo que trazó la autora de “Réquiem de madre”. Sin ir más lejos, reparemos en la programación con la que el Centro Cultural Kirchner decidió iniciar su temporada 2020: un gran recital de homenaje a los 90 años del nacimiento de esa mujer a la que tantos le debemos tanto. En la grilla, Nadia Larcher, Sofía Viola, Lula Bertoldi y Georgina Hassan, entre otras. En el vivaz contexto de políticas de género, ellas han tomado la antorcha de nuestra juglaresa nacional.

Desde luego, la metabolización de aquella influencia ha ido más allá de los reclamos por cupos y desconstrucciones. Lo que tal vez podríamos llamar “género Walsh” significa considerar a la canción popular como una forma cultural en sí misma que alberga todos los géneros y estilos, pero ninguno de ellos en particular: un trato horizontal entre lo próximo y lo lejano; una búsqueda de equilibrio entre nacionalismo y cosmopolitismo. De hecho, el cancionero de María Elena – esa prosecución de la poesía por otros medios - atesora una increíble pluralidad de ritmos y formas que revelan el apetito cultural de su creadora. “Manuelita la tortuga” es una habanera. “Los ejecutivos”, un vals. “El 45” es un tango. “El reino del revés”, un bluegrass. “Canción del pescador” se basa en el son. “Canción de la vacuna” remite al viejo dixieland. “Los castillos” es una pavana. “Calle de París”, un vals musette. “Como la cigarra”, una milonga. “El buen modo”, una zamba. Y así podríamos seguir inventariando tantas canciones que, al decir de Fito Páez, evocan una perfección mozartiana.

De París a Humahuaca

La historia de la música popular argentina es pródiga en tránsitos de un arte a otro, pero habría que tomarse un sabático entero para encontrar un clivaje tan radical, y al mismo tiempo tan lógico, como el que produjo María Elena Walsh a mediados de los años 50, cuando decidió pasar de escritora a cantante. O, mejor dicho, cuando decidió empezar a ser otra sin dejar de ser la anterior.

María Elena Walsh con Juan Ramón Jiménez, en 1948 (Fundación María Elena Walsh)

Después de una adolescencia de cierta consagración en la poesía “culta” – su libro Otoño imperdonable recibió elogios de avezados lectores – y una estadía en Maryland junto al gran Juan Ramón Jiménez, María Elena conoció a Leda Valladares, y de su mano descubrió el folclore en su acepción etnográfica. Primero en París y luego en las provincias argentinas, el dúo Leda y María exploró coplas anónimas, algunas creaciones del paradigma clásico del folclore argentino y, yendo en reversa a través del tiempo, piezas del antiguo romancero español, como quedaría documentado en el disco Canciones del tiempo de Mariacastaña. En términos poéticos el pasaje de la escritura a la oralidad no era inusual en una época en la que predominaba la preocupación por rescatar lo anónimo y lo “popular” en su sentido más prístino. Eso hacían Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra. “Mientras los poetas retóricos que nos representan oficialmente han envejecido y caducado, la sabiduría popular permanece indemne a los avatares sociales y literarios”, escribiría la Walsh en 1960, en las páginas de la revista Sur.

Con Leda Valladares en los tiempos de "Leda y María". 1954 (Fundación María Elena Walsh)

La joven del cuarto propio que elaboraba rimas neorrománticas para El Hogar y La Nación saltó a los escenarios nocturnos. Compartió camarines con artistas de la chanson – así conoció al joven Jacques Brel, a la par que se acrecentaba su fascinación por George Brassens – y grabó discos con la misma naturalidad con la que antes publicaba textos y poemas. Luego, de regreso en la Argentina, Leda y María fatigaron la ruta de lo que Walsh llamaba con sorna “el canon de los cuatro gauchos bien machazos” y registraron un par de discos más. Finalmente se separaron, no sin antes dejar plantada la simiente de las canciones infantiles.

Amén del distanciamiento amoroso, Leda y María emprendieron caminos diferentes porque la segunda – diez años más joven que la folclorista – sintió que su trabajo de intérprete “pura” le estaba resultado aburrido. Fue entonces que aquellas letras y letrillas que había bosquejado en París devinieron en el libro Tutú Marambá, para luego, algo más hilvanadas con propósitos teatrales, subir a escena en espectáculos como Los sueños del rey Bombo, Doña Disparate y Bambuco y Canciones para mirar. Este último se convirtió en un disco exitosísimo, editado en 1963. Es verdad que la literatura infantil ya existía antes de la irrupción de libros como Zoo Loco, Cuentos de Gulubú o Dailan Kifki. En cambio, no había canciones para chicos, más allá de los temas de cuna de dominio público.

Creadora de las canciones infantiles de autor, la Walsh de los años 60 representó mejor que nadie el ethos moderno de aquel tiempo. Hasta su flequillo Beatle era signo de los tiempos. Pero su modernidad no implicaba solo ruptura. Como observó Alan Pauls, muchas de aquellas canciones estaban escritas en una especie de lunfardo de kindergarten. Pero nunca llevaban tan a fondo su programa como cuando decían “disparate” o “abatatarse”. Lúdicamente, entre guiños al pasado e intención libertaria, María Elena hizo del empleo de ciertas reliquias de la lengua una sutil política a favor de un léxico más rico y variado.

María Elena Walsh en el Maipo, con Oscar Valicelli y Jorge Porcel

Algunos padres, y desde luego los críticos, se preguntaron por la procedencia de esas letras. La mayoría estaba en los libros editados por Luis Fariña. Pero las fronteras entre poesía y música eran lábiles. Con voz hermosa, de cálida templanza y entonación precisa, María Elena fusionó de modo inextricable diversas influencias, empezando por las antiguas nursery rhymes que había descubierto en su niñez, de boca de su padre Enrique. Esos antiguos poemas infantiles ingleses corrían por tradición oral desde el siglo XVII, o tal vez desde antes. Algunos, como “Hey Diddle Diddle” y “To market, to market”, se codificaron a mediados del siglo XIX. Los personajes de algunas rhymes estaban inspirados, según se creía, en figuras históricas. Por ejemplo, “Humtpy Dumpty” era Ricardo III de Inglaterra. Esta función alusiva o metafórica potenciaba, en algunos casos, una cierta intención satírica o crítica. Las canciones de los niños podían entonces ser, en manos de los adultos, una forma de intervenir sobre las figuras del poder, o referir ingeniosamente a valores y características de un país determinado. (Trasladada al repertorio de la Walsh, esa operación se pone de manifiesto en “En el país de Nomeacuerdo”, “El último tranvía” e incluso en “Manuelita la Tortuga”, si pensamos en el tópico de las relaciones de las elites argentinas con París).

El autor de esta nota escribió "Como la cigarra", una biografía de María Elena Walsh

Otras fuentes en las que María Elena abrevó fueron los cuentos de los hermanos Grimm (“Caperucita Roja”, “Hansel y Gretel”), Hans Christian Andersen (Pulgarcito”, “El patito feo”), Carlo Collodi (“Las aventuras de Pinocchio”) y Charles Perrault (“El gato con Botas”), los brevísimos limericks, las coplas del Noroeste argentino descubiertas en su etapa con Leda, el inagotable romancero español y obviamente la lectura de Lewis Carroll. A simple vista, la “fantasía equivocada” y la “lógica del revés” con las que el autor de Alicia en el país de las maravillas venía provocando a la humanidad desde 1865 parecían reforzarse en las canciones de quién se presentaba como “la nieta” del escritor inglés. Ella escribió en la contratapa del disco Canciones para mí: “Quiero llevarte a Inglaterra para tomar un té como el del famoso Sombrero que invitaba a Alicia en su país de maravillas.” No caben dudas de que el bestiario carrolliano – La Oruga, el gato Cheshire, el conejo con chaqueta, etc – inspiró a su par argentino. Un tema en especial, “El reino del revés”, fue rápidamente asociado a ese mundo al que Alicia había ingresado por un agujero en el parque.

Juguemos en el mundo

"Juguemos en el mundo. Volumen II"

Si el ciclo de canciones presentado entre 1962 y 1967 la situó en un lugar absolutamente novedoso en la cultura argentina, la etapa “adulta” terminó de afirmarla en los escenarios. (¡Caramba, la gran feminista de la cultura popular argentina supo cantar en el Maipo!). Corría 1968, la dictadura de Onganía amenazaba con convertirse en régimen y el proceso de modernización cultural con epicentro en la ciudad de Buenos Aires tanteaba los límites de lo permitido. Ella podría haberse sumado a las experiencias del Di Tella. O podría haber retornado con toda gloria a su carrera estrictamente literaria. Prefirió en cambio ampliar los límites etarios de su público. Sus debuts en el teatro Regina con Show de los ejecutivos y en la discografía de la Nueva Canción Argentina con el LP Juguemos en el mundo volvieron a sorprender con efecto masivo: en la disputa entre integrados y apocalípticos de la cultura, ella estuvo siempre más cerca de los primeros, si bien resistiendo a la banalización. En ese sentido, su lucha quedó perfectamente expresada en el poema/manifiesto “Arte Caótica”: “No le des cátedra al pueblo/ ni a la calandria sermón./ Aprendé a parar la oreja./No es popular ni mejor/ el cantor más escuchado/sino el que más escuchó.”

Acompañada por el fantástico Oscar Cardozo Ocampo y dominando los códigos de aquel viejo varieté al que le dedicó una de sus mejores canciones, la nueva Walsh potenció esa combinación de sarcasmo y ternura ya probada con los niños. Sin que las letras perdieran protagonismo, se animó a ir más lejos en la forja de melodías que, como las de “Barco quieto” o “Serenata para la tierra de uno”, dialogan en igualdad de condiciones con clásicos del tango, el jazz y el bolero. Más nutrido que su repertorio infantil, el corpus adulto supo plantear tópicos muy arraigados en la sociedad. Desde los olvidos y pesares argentinos (“En el país de nomeacuerdo” y “Al divino botón”) a las inequidades sociales y de género (“La Juana” y “Orquesta de señoritas”); del tempus fugit de una modernidad impiadosa (“Las estatuas” y “Vidalita porteña”) a la protesta política certera (“Canción de cuna para gobernantes” y “Oración a la justicia”). Y las diademas escondidas en un cancionero más extenso de lo que se cree: hay que volver a escuchar “Endecha española” con su canto melismático, o “No mires fotografías” para reencontrar allí a la música empardando a la poeta. Y para repensar, una vez más, las mezclas y los cruces de los que está hecha la cultura argentina.

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