"No elegís dónde nacés”. Es lo primero que se le escucha decir a una de las actrices principales de El arrebato, una obra teatral que con esa frase mete al espectador en el pasillo de la villa en el que nace, crece, se calza un fierro, rapea y se enamora Mateo, protagonista narrado del espectáculo.
Nadie encarna a Mateo: seis varones y dos mujeres, las ocho voces de El arrebato, cuentan su vida en un barrio de una ciudad que, dicen esas voces, “está rota”. Ropa urbana -camisetas de basquet, zapatillas de las grandotas, camperas de talles amplios, una paleta de colores que podría venir en aerosol para hacer graffitis- y micrófono en mano, los ocho actores son un coro que describen la vida de ese personaje al que todos ven pero nadie le conoce la cara. El arrebato acaba de estrenarse en el teatro El método Kairos, en Palermo, es una coproducción de esa sala junto con el FIBA y el programa Arte en Barrios y podrá verse ahí hasta que termine abril, los lunes.
La obra, dirigida por Juan Martín Delgado y con dramaturgia de Emilio Dionisi, se desprende de una idea de Angélica Villagómez, bailarina de breaking dance del Barrio 20. Esa idea surgió en el contexto del programa Arte en Barrios, que apunta a llevar distintos talleres y actividades culturales a las zonas más vulnerables de la Ciudad y que depende, entre otros organismos, del Ministerio de Cultura porteño. Esa cartera fue la que programó El arrebato dentro de la oferta del Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA), que se extiende hasta este sábado 1° de febrero.
“Esas zapatillas esconden lo que Mateo no tiene”, dice una de las voces. Habla de un calzado que no sea sólo de lona, el único que la mamá de Mateo -el padre está ausente- alcanza a proveerle. Esa tensión entre lo que ese protagonista sobre el que hablan y cantan los actores quiere, es, y se ve empujado a hacer para conseguirlo sostiene la obra. Por eso hay dos actores, uno parado delante de cada micrófono de pie, que cuentan las dos realidades que atraviesan a ese chico que corrió por los pasillos de la villa y que ya está en edad de, dice el guión, “ser alguien” a eso de los 12 ó 13 años. De hacerse respetar. De hacer correr a otros.
Uno de ellos le habla a Mateo de drogarse, de ganar en un día lo que los giles ganan en un mes, de comprarse ropa nueva, de hacer de campana, de entrar a desvalijar, de que agarre un arma y esté atento porque cuando crucen a ese auto que viene ahí tal vez le toque disparar.
El otro le muestra a Mateo una libretita en la que anota rimas mientras los dos venden estampitas. Le dice que pruebe, que se anime. Que se aprende improvisando. Que vaya a la hora en la que se juntan a rapear en la canchita de fútbol del barrio, que les cayó bien a los demás, que esta vez perdió la batalla pero la próxima puede ganar. Que hay una chica que lo está mirando, que eso que siente en el pecho se llama orgullo y es suyo.
Las ocho voces se mueven por el escenario, suben y bajan escaleras, y se tiran al piso y giran y agitan al público de El Método Kairos para que se metan en esa batalla que no es sólo lírica sino, sobre todo, vital. Dos vidas que conviven y que se empujan para ver cuál de las dos gana más terreno. Cuál de esas dos posibilidades que Mateo tiene servidas en el pasillo de su barrio o en la canchita de fútbol le determina la existencia.
El arrebato reivindica la posibilidad de expresarse a través del arte en cualquier circunstancia, en un rinconcito. Avisa que con una libretita alcanza para inventar un mundo. Pero no es inocente. Sabe que es difícil escaparse de algunos lugares y que nadie elige dónde nacer.
Fotos: Walter Sangroni/AFS
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