En el inicio de Judy, un hombre corpulento habla con una joven mientras caminan por un colorido estudio de cine. El hombre en cuestión le dice a la chica que el mundo se divide en personas comunes, y personas como ella, que han nacido para estar detrás de la pantalla gracias a un don especial, y que en su caso, ese don especial es la voz. Lo que podría parecer un discurso inspirador en el contexto histórico y biográfico de la película es otra cosa. Sucede que esa nena es Judy Garland y ese hombre es Louis B. Mayer. Mayer es, históricamente, quizás el hombre más poderoso de toda la era del Hollywood clásico. Jefe de la MGM, que fuera la productora más acaudalada de ese momento, y padre fundador de eso que se conocería como “star system”, algo que podría resumirse como un sistema que construye la imagen de determinados actores para volverlos marcas registradas de un tipo de cine.
Hollywood, y sobre todo aquel Hollywood de la era clásica, siempre tuvo una cara bifronte. Una, la que sabe ser hermosa en más de un sentido: porque generó películas extraordinarias y porque mostraba imágenes atractivas con hombres carismáticos y mujeres bellas y elegantes a los que el público veía como seres que se movían en un mundo feliz y artificial de glamour.
La otra cara, la aberrante, residía en un Hollywood que no en pocas ocasiones exigió a estas estrellas hasta enloquecerlas. Hay, de hecho, varias películas sobre este asunto, ejemplarmente esa carta de amor envenenada a Hollywood llamada Sunset Blvd (1950), en la cual el director Billy Wilder reflexionaba sobre este aspecto oscuro de una industria de la cual, al mismo tiempo, se sabía miembro.
Además de ser conocida como la madre de otra cantante legandaria como Liza Minnelli, Judy Garland es también, de todas las estrellas que tuvo Hollywood, aquella que más arquetípicamente reflejó esa ambigüedad de la industria. Pese a que era una notable actriz dramática y participó en melodramas importantes, su nombre se identifica más que nada con películas de espíritu inocente, y también con canciones alegres que interpretaría tanto en largometrajes como en su carrera como cantante solista. Pero, al mismo tiempo, Garland es un ejemplo perfecto de la irresponsabilidad de una industria a la hora de explotar a una joven y del hambre demencial por la fama.
Este último aspecto estuvo para Garland marcado desde el principio. Tenía treinta meses cuando participó por primera vez como actriz y cantante junto a sus hermanas en un teatro de su propio padre, Frank Gumm. Luego, fue junto a sus hermanas que Judy empezaría dando sus primeros pasos actorales hasta llegar a trabajar en Hollywood a sus 13. Si bien ya en esos primeros años Garland empezaba a aparecer en películas importantes, perfilándose como gran actriz y cantante (tenía en su haber varias películas con Mickey Rooney); también en esa época era obligada a consumir todo tipo de fármacos para tolerar una infinidad de sesiones de rodaje. Sin embargo, nadie duda de que su quiebre -tanto en su ascenso como estrella como en su descenso lento y progresivo al infierno de las adicciones- vendría a partir de la legendaria El mago de Oz (The Wizard of Oz-1939).
De este cuento de hadas deslumbrante se ha escrito y analizado largo y tendido: su ambigüedad en su posicionamiento sobre la fantasía; su reflexión sobre la infancia; hasta su relación con la historia estadounidense del momento y su recuperación económica. Junto con esto, una cantidad innumerable de anécdotas insólitas de producción (algunas graciosas, otras muy oscuras), que requerirían una nota aparte, y por supuesto, las presiones que sufría Garland.
Durante ese rodaje exigente y ambicioso, Judy no sólo fue obligada a consumir más fármacos que nunca, si no que se le hizo sentir el rigor de sus limitaciones físicas para ese papel. Como tenía 16 en ese tiempo y tenía que interpretar a una chica de 12, tuvo que trabajar durante toda la filmación con un corset que le apretaba el busto y le provocaba dolores durante todo el rodaje. Por otro lado, los productores no confiaban en que ella fuera ideal para el papel porque la consideraban poco agraciada para los exigentes parámetros de belleza de Hollywood. Si bien el tiempo probaría que esa apariencia “común” de Garland terminaría beneficiándola (muchos espectadores sentían simpatía por ver en la pantalla a una estrella que no era convencionalmente tan hermosa), la propia Garland se sentiría profundamente acomplejada durante toda su vida por su supuesta fealdad.
Curiosamente, para un film conocido por su uso virtuoso del color y sus escenarios espectaculares, la escena más recordada de Garland en esta película se ve en blanco y negro, y es cuando canta Over the Rainbow. Lo hace en un escenario despojado (es apenas una granja humilde) al lado de una pila de paja y teniendo como único espectador a su perro Toto. Hay algo en esa escena que ya mostraba a la perfección las enormes condiciones de Garland como estrella: su perfecto manejo de una voz dulce y fácilmente reconocible que sabía manejar los tonos y las intensidades de la voz con un virtuosismo admirable y también un estilo de actuación sobrio, muy natural, que contrastaba más de una vez en sus películas con el enorme artificio que rodeaba a la actriz.
De hecho, Judy Garland no se movía tanto en sus interpretaciones, ni siquiera cuando bailaba. La intensidad de sus emociones más bien se veía en sus enormes ojos negros y en una mirada extremadamente expresiva que Garland nunca usó para sobreactuar o impostar nada. Este tipo de actuación la aplicaba a las comedias musicales, pero también al drama. Basta con ver su actuación en El juicio de Nüremberg (Judgement at Nüremberg -1961). Esta película tiene una escena en la cual Garland (en ese momento ya una mujer adulta), debe atestiguar frente a un fiscal que comienza a atosigarla. Hay que observar superficialmente esa escena para darse cuenta de algo: mientras la mayoría de los actores se comporta allí con un registro actoral impostado y teatral, Garland sólo deja que la emoción fluya a partir de su mirada, unas pocas expresiones faciales, un leve movimiento de hombros, y sobre todo sus inflexiones de voz.
Lamentablemente, este tipo de interpretaciones no pudieron ser tan frecuentes como uno hubiera deseado. Debido a sus internaciones y pozos depresivos, Garland no pudo tener una carrera constante y sostenida durante varios años, y su vida profesional suele dividirse en períodos muy claros. Está su período dorado (al menos en términos de ganancias monetarias y fama, no así en términos personales) en la productora MGM, que abarca desde El mago de Oz hasta los melodramas y musicales que filmó allí hasta el ´47. Luego, tras una crisis nerviosa e intentos de suicidio, abandonó el cine y cualquier actividad artística hasta el ´51 cuando volvería como cantante.
Sólo en el ´54 volvería a actuar tanto en películas importantes por las que recibiría nominaciones al Oscar (como en la mentada El Juicio de Nüremberg y la extraordinaria Nace una estrella -1951, George Cukor), como en apariciones televisivas donde más de una vez gustaba de autoparodiarse. Finalmente, en el ´64 y en su última etapa de vida, se dedicaría plenamente al canto.
Cuesta creer de todos modos, cuando uno ve a esta actriz tan profesional y de rostro luminoso, que este tipo de interpretaciones podían venir de la mano de alguien con tantos problemas psicológicos y emocionales. En El Pirata (The Pirate-1948), de Vincente Minnelli, por ejemplo, Garland se pone en la piel de una mujer soñadora y vital en un film que habla permanentemente sobre el poder del artificio y la celebración de la actuación. Es durante el rodaje de esa misma película que Judy Garland entraría en una crisis nerviosa y tendría su primer intento de suicidio. Más aún, en Nace una estrella, Garland puede convencer perfectamente como una artista enérgica y en ascenso, mientras su mentor- James Mason- interpreta a una estrella sumida cada vez más en sus adicciones y depresión (una vida que, en una ironía terrible, terminaría pareciéndose mucho más a la de la propia Garland).
En su reciente biopic, hay una representación de esa capacidad de Garland para transformarse por completo en el escenario. Allí se muestra como, ya en su último año de vida, aún en momentos en que parecía estar completamente ida de la realidad, podía encabezar un espectáculo con total solvencia, cantando perfectamente y dominando con maestría la interacción con su público.
En algún punto, cuando uno conjuga la vida de Judy Garland con sus trabajos, siempre se tiene la sensación de que era alguien que parecía mutar cuando llegaba el momento de entrar a ejercer su oficio. Sin embargo, lal biopic Judy no evoca nunca esto como un rasgo luminoso de ella, sino más bien como un aspecto triste. En esta película, Garland parece una mujer que ha llegado a esa capacidad más por haber ejercido esa profesión durante décadas que por su propio talento artístico.
Cada biopic de Hollywood tiene, por supuesto, su forma de encarar un personaje. Por más basada que esté una película en hechos reales, sabemos que cualquier ficción es siempre una deformación de la realidad. Y en este caso, el problema de Judy es que el personaje es, la mayor parte del tiempo, una víctima, que es filmada, por un lado, en sus últimos años como estrella en caída libre y en sus primeros años de estrellato, como una figura permanentemente explotada.
La propuesta de la película es hacernos asistir a un conjunto de situaciones humillantes o tristes de un personaje que se la pasa sufriendo. Si la sufrida interpretación de Zellweger en el rol de Garland es excelente, es más que nada porque se ajusta constantemente a lo que la película busca.
El tema es que Judy Garland excede por mucho su propia tragedia, y es también una artista que dejó un legado enorme de actuaciones que entendían a la perfección el arte cinematográfico y la sutileza del gesto mínimo, y un conjunto de canciones que supieron ser memorables sobre todo gracias a sus habilidades como cantante.
En algún punto, recordar a Judy Garland solo como un ser sufriente sería caer en el mismo error que se cae cuando sólo se piensa a Marilyn Monroe como una sex-symbol víctima de las presiones del espectáculo. En los dos casos se trata de figuras icónicas que, si poseyeron ese don que llamamos “carisma”, es porque supieron construir una imagen personal, una manera particular de moverse, de hablar, de gesticular y de entonar una voz.
Descartar esa gran inteligencia que se escondía detrás de una vida muy atormentada no es precisamente la mejor manera de recordar a una artista excepcional que supo dejar una obra a su altura. Se trata de un tipo de razonamiento que antepone la oscuridad de un martirio a la luminosidad de su talento. Esta nota ha sido, entre otras cosas, un intento por rescatar todo lo que se pueda este último y maravilloso aspecto de una artista extraordinaria.
SIGA LEYENDO