Parasite se ha transformado en la gran estrella del cine asiático de los últimos meses. Ganadora de la Palma de Oro en la última edición del festival de Cannes, y el Globo de Oro a la mejor película extranjera (y eso por sólo nombrar los dos premios más resonantes en un largo listado de galardones), incluida en cuanta lista de mejores películas estrenadas en el año 2019 por los lugares en los que pasó y nominada al Oscar 2020 a la mejor película extranjera. Como si esto fuese poco, Parasite ha logrado cosechar, además de prestigio, mucha popularidad tanto dentro de su país de origen como por fuera de este. Algo que se debe, sobre todo, a sus méritos narrativos y a su impredecible manejo del suspenso.
Para aquellos que nunca vieron nada de su director Bong Joon Ho, una película como Parasite resultará probablemente algo totalmente sorprendente. Quienes, en cambio, conocen a este realizador, podrán apreciar en Parasite tonos y temáticas muy propias de uno de los directores más importantes del cine contemporáneo. Para ubicar a este director en toda su trayectoria, ha venido haciendo hasta ahora siete largometraje y pertenece a una generación de cineastas nuevos de Corea del Sur surgidos desde mediados de los 90.
Allí están, por decir algunos nombres destacables (sea por la calidad de sus películas, sea por la enorme popularidad que tuvieron algunos de sus largometrajes): Lee Chang Dong, Park Chan Wook, Kim Ki Duk, Hong Sang Soo, o Yeong Sang Ho. Algunos de ellos supieron hacer películas comerciales distintas a las habituales, que sabían releer géneros americanos trasladándolas a las calles de su país. Bong fue siempre un experto en este último arte. De hecho, sus películas suelen ser rabiosamente divertidas y poseen escenas impactantes. Una cualidad que llamó la atención de productores americanos que lo convocaron en dos ocasiones (la notable Snowpiecer y la fallida Okja, hecha para Netflix) a dirigir grandes producciones de acción y aventuras.
Su cine particularmente llamativo y lúcido, hizo también que su prestigio en los mundos de festivales y en un público cinéfilo apareció de inmediato. De hecho, luego de una primera película interesante pero fallida como Barking Dog Never Bites (Flandersui Gae-2000), realizó un policial llamado Memorias de un asesino (Salinui chueok-2003), acaso su primera obra maestra.
Allí Bong relataba la historia de un cruel asesino y violador serial que tenía como víctimas a chicas jóvenes. Lo que parece comenzar como un policial convencional donde hay que atrapar un homicida en un pueblo pequeño, termina derivando en un lugar completamente distinto. De a poco, sutilmente, lo que termina acaeciendo es la historia de dos detectives tratando desesperadamente de encontrar un criminal que está no sólo más allá de sus capacidades sino también más allá de una burocracia policial con tecnología precaria y una preparación en algunos casos prácticamente nula. Memorias de un asesino fue la primera película sorprendente de Bong que giraba en torno a dos cosas que a este director le obsesionan.
Por un lado, una idea cinematográfica: Bong ha sido muy consciente a lo largo de su filmografía de que hay determinados tipos de géneros que ya no pueden narrarse del mismo modo y que sólo pueden recuperarse transgrediéndose por completo. De esta forma, resignifica el policial en la mencionada Memorias de un asesino, pero también en Mother, un largometraje que Bong haría en el 2009 sobre una madre que intenta desesperadamente encontrar a un asesino antes de que su hijo sea condenado por un delito que no cometió. Mientras, en The Host (película del 2003 y acaso su mayor obra maestra a la fecha), resignifica el cine de monstruos enfrentando a un poderoso y enorme bicho acuático con una familia marginal de Corea del Sur que debe desafiar tanto al engendro de fantasía como a un aparato estatal coreano y a una sociedad paranoica. En Snowpiecer, Bong se centra en un universo distópico de acción y ciencia ficción en el que se vale de un furioso comentario político sobre la división de clases y la construcción de mentiras sistemáticas para el sometimiento poblacional.
En todos estos casos hay una fuerte impronta de cine político y social, un interés que en el caso de Bong Joo Ho se conecta hasta con su propio título académico (antes de dedicarse al cine se graduó de sociólogo). Dentro de estos intereses sociales, lo que más persiste es una mirada personal hacia las relaciones de poder. No sólo porque en su cine existen tensiones de clase o de autoridad (que la mayoría de las veces es la misma cosa), sino porque más de una vez ese poder se manifiesta de manera torpe y hasta inconsciente. Un ejemplo claro de esto está en The Host. Allí lo que llama la atención es que las fuerzas militares no sólo pueden ser crueles, sino que pueden carecer de todo sentido común y entregarse a la obediencia de un poder mayor (en este caso el de Estados Unidos) sin chistar. En Memorias de un asesino, por ejemplo, los policías del pequeño pueblo utilizan las confesiones vía tortura no sólo por un contexto de violencia generalizada (la película transcurre durante una dictadura de derecha que sufrió Corea del Sur en la década del 80), sino porque carecen de demasiada inteligencia, y hasta en Okja los villanos principales se presentan como un conjunto de personas grotescas que terminan siendo excedidos en astucia por una adolescente.
Por supuesto que tanto hincapié en la impericia o ignorancia de ciertos personajes redunda en más de una ocasión en que el cine de Bong use, y mucho, la sátira y el humor. Pero también es verdad que la estupidez o ignorancia de algunos de sus personajes no sólo es cómica sino también dañina y trágica. Y acá es donde entramos en una de las características más asombrosas de su cine: su impredecibilidad. Quien entra en el mundo de Bong Joon Ho, entra en un universo en el que pareciera que puede suceder cualquier cosa. Su cine es rico en vueltas de tuerca narrativas, y en cambios de registro bruscos que hacen que se pase rápidamente de lo cómico a lo terrible. No obstante, lo interesante de su cine es que estos cambios de registro si bien se ven bruscos en una primera mirada, se terminan revelando como lógicos cuando uno revisa la película o incluso termina de pensarla. O sea, el cine de Bong podrá ser impredecible, pero esta impredecibilidad nunca es gratuita. En el fondo, termina siendo una consecuencia esperable, a veces incluso lógica tanto sea por el entorno en el que viven sus personajes como por sus propias decisiones.
Parasite es un ejemplo perfecto de este último aspecto. Su trama gira en torno a un grupo familiar marginal de Corea del Sur que se vale de la estafa para ir habitando de a poco la casa de una familia adinerada. Su estrategia consistirá en que, progresivamente, cada miembro familiar vaya ocupando un puesto distinto, tanto sea de la servidumbre como del cuerpo de docentes particulares de sus hijos. En algún punto, Parasite se hermana temáticamente con dos películas americanas particularmente resonantes del año pasado: Us, de Jordan Peele, y sobre todo Joker, de Todd Phillips. Todos estos largometrajes tienen en común una idea similar: presentarnos una sociedad dividida en dos clases sociales muy marcadas, de las cuales las más bajas están furiosas y ávidas de ocupar lugares más privilegiados como sea, y las más altas completamente ignorantes de lo que está sucediendo con los sectores más desafortunados.
Sin embargo, hay algo que hace a Parasite muy diferente de las otras dos: las personas que ocupan lugares privilegiados no son mostradas en ningún momento con desprecio. Sus actitudes mezquinas, si bien pueden existir, no las convierte necesariamente en villanos horribles o siquiera malas personas, sino simplemente en gente que tuvo la suerte de nacer en lugares apacibles donde pudo construir un mucho mejor futuro. En todo caso, lo que les dio esa vida privilegiada es un mundo rodeado de una burbuja de felicidad que los convirtió en personas muy ingenuas para ciertas cosas, que no saben ni quiénes son las personas que entraron a su casa ni conocen por completo cada uno de los rincones de su propia vivienda.
Teniendo en cuenta la forma en la que se describen los personajes ricos, y los accionares delictivos de los menos privilegiados, Parasite puede llegar a resultar una película engañosamente misantrópica. Pero lo cierto es que la misantropía es un sentimiento que viene de la idea de pensar a un hombre malvado en su naturaleza. Bong, en cambio, no piensa que sus personajes sean malvados, sino que son producto de una circunstancia determinada. De hecho, no hay actitud vil en Parasite que uno no pueda terminar entendiendo por el contexto mismo que sufren sus personajes. Al punto tal es así que hasta matar puede volverse hacia el final una actitud comprensible derivada de personajes que han llegado a un punto de locura que conviene no develar.
En todo caso, en Parasite todo parece cuestión de entornos. De ahí también que en la película la figura de lo arquitectónico tenga tanta importancia. Los ricos embelesan con el hermoso diseño de su gran casa en las que pueden mantenerse protegidos y a resguardo de las amenazas; mientras los pobres sufren en casas frágiles, ubicadas en el peor lugar posible, donde hasta algo tan común como una lluvia fuerte puede ser una amenaza. En esas existencias frágiles, como dirá uno de los personajes de clase baja en un momento de la película, no se puede planificar, no puede pensarse a mediano o a largo plazo porque todo al fin y al cabo está ligado a la supervivencia permanentemente. En algún punto entonces, ese embelesamiento que los personajes pobres tienen por las hermosas mansiones no es necesariamente frívolo o superficial: es más bien una actitud lógica en la búsqueda de una coraza que les permita ir por su vida con mayor seguridad. Y en algún punto también, los cambios de registro bruscos de este film no son sólo parte de una marca de estilo de su director, sino también reflejo de existencias inestables, que pueden alterarse de un día para el otro con tanta brusquedad como el tono mismo de un film al mismo tiempo cómico, trágico y desesperado.
Parasite es una reflexión amarga y rabiosamente entretenida de ese tipo de vidas; una que logra hablar de pobreza sin miserabilismos, ni gestos demagógicos, y sobre divisiones de clase sin una concepción maniquea. En suma, uno de esos largometrajes felizmente distintos, que el cine entrega muy de vez en cuando.
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