Sonó el último bis del segundo River. Se abrazaron los cuatro de frente al público y saludaron. La gente deliraba. Cuando las luces se apagaron, con más torpeza tóxica que maldad, Charly García le tiró la batería al piso a Oscar Moro. “Te voy a matar, hijo de puta”, le dijo Moro y empezó a correrlo por el escenario a oscuras. De pronto encendieron nuevamente las luces y quedaron expuestos ante decenas de miles de personas. Se recompusieron y velozmente volvieron a abrazarse y a saludar. Nadie advirtió nada. Apenas las luces se apagaron de nuevo, Moro continuó la cacería.
El paso de comedia es un símbolo del sainete del regreso de Serú Girán en 1992. Poco quedaba del ensamble invencible del período original, entre 1978 y 1982. Esos conciertos, el disco en vivo editado en 1993, la irritante película Peperina, el buen disco en estudio y la parafernalia de furia y autoboicot que arrastraba a un García endemoniado configuran, en perspectiva, el bonus track prescindible de una historia de oro. El regreso fue como una de esas grabaciones encontradas que figuran en una reedición más por su valor anecdótico que por el musical.
El empresario Claudio Lisman pensó, a principios de los 90, que podía recrear aquella mística cuando propuso reunir a la banda. Creyó que lograría reavivar el fuego que abandonó Pedro Aznar cuando decidió ir a estudiar en Berklee. Serú Girán estaba a punto de dar el salto de la proyección internacional y quedó trunco en su apogeo. Marzo de 1982 fue el instante del parate, que no tardó en volverse definitivo. El impasse fue abducido por el agujero negro de una década alucinante, fértil y proteica, como fueron los 80 a partir de Malvinas. La cocaína marcó el ritmo de esa década: no había tiempo de parar.
Lo que volvió en 1992 no fue, en rigor, Serú Girán. Fue un ente sin alma, una maniobra artísticamente mezquina que apuntó a desbordar de emoción a la gente. Una foto rota pegada con cinta, una gran herida expuesta a miles de fans.
Ahora suena el bis final y Moro corre a Charly García por el escenario de River Plate. David Lebón es pura tensión: quiere que todo termine, quiere ir a su casa, quiere reventar en autos caros el dinero que cobró, quiere disfrutar. Aznar, como siempre: haciendo equilibrio, un poco ajeno. Termina 1992, son las últimas imágenes de Serú Girán: la banda más importante del rock hecho en Argentina, la banda más argentina del “rock nacional”, la catalizadora del terror entre 1978 y 1982.
La importancia que la eleva por sobre el resto de las bandas se apoya en la ecuación calidad más masividad. Si bien un aspecto es subjetivo y el otro incontrastable, Serú Girán desarrolló una obra de un nivel que enmarcó sin que nadie se escandalizara el rótulo resbaladizo de “Los Beatles argentinos”. El parangón tiene impacto de eslogan, e incita a un cruce de analogías más o menos forzadas. Pero esas analogías existen. La comparación contempla los cuidadosos arreglos vocales, la variedad rítmica y las incursiones irónicas o no en otros géneros —desde la música disco al tango—, el hecho de compartir y alternar la autoría de las composiciones y las voces líderes, la posición clave pero algo distante de Pedro Aznar como el tercero en cuestión —George Harrison— colando un tema propio por disco (temas que, por otra parte, rompen la estructura cancionística clásica de García & Lebón, un poco a la manera de las incursiones orientales de Harrison), la bonhomía de Oscar Moro como prenda de unión entre los egos y a la vez la percepción que genera su figura en cuanto a que hubiera sido el único reemplazable de la banda, pensamiento injusto y contrafáctico que también le cupo a Ringo Starr.
Los justificativos del mote “beatle” revelan, asimismo, cierta pereza reflexiva. La historia de la banda tuvo una singularidad propia ya desde el origen, desde la canción del primer disco que los bautizó, una audacia experimental que conspiró contra la aceptación de la gente, un juego con veleidades semánticas que provocó más perplejidad que otra cosa. Las especulaciones sobre los significados chocan contra el blindaje de un nombre que no quiere decir nada: Serú Girán. No fue —como algunos quisieron ver, cerca del cliché a destiempo— una metáfora para denunciar la censura de la dictadura, ni un anagrama imperfecto de “Sui Generis”. Nada. Apenas una invención dentro de los estados alterados de un viaje de ácido en la playa. O ni siquiera eso.
Por motivos diferentes, García y Lebón estaban cambiando la piel. No sabían que esa metamorfosis iba a traccionar el cambio de piel de todo el rock argentino. García sacudía las marcas del virtuosismo de La Máquina de Hacer Pájaros como quien saca las pelusas viejas de un querido sobretodo: elegía detener su mente y dar un par de pasos atrás para tomar envión en el país hipernatural de su novia Zoca. Lebón meditaba, recostaba su talento en la comodidad de su grupo Seleste y debatía los pasos a seguir, entre el gesto devocional hacia Maharaji y la posibilidad de otra vida.
La plataforma tropical del kilómetro cero se completó con una doble y disímil —y tal vez antagónica— convocatoria: un viejo y querido baterista todo terreno y un imberbe bajista genial. La misma madrugada que aterrizó en Brasil la base rítmica de Oscar Moro y Pedro Aznar definió, en una sola zapada, la alquimia impensada de la banda. Buzios y San Pablo fueron el Hamburgo de Los Beatles argentinos.
Pero Serú Girán no fue solo una gran banda de rock. Sin mediación y en una significativa soledad, cargó sobre sus espaldas —acaso de una manera inconsciente— una múltiple tarea: en un país alambrado, atenazado por el terror, reseteó los paradigmas de la música popular y desarrolló una letrística inspirada. Al mismo tiempo sardónicos, caprichosamente políticos, solemnes, frívolos y hasta en algún pasaje contradictorios, esos textos definieron las encrucijadas de su tiempo.
Letra y música se deslizaron por el mismo corredor. Serú Girán penduló en un arco que fue del obtuso conservadurismo progresivo a una puesta al día sonora, que recién se reflejó cabalmente en la obra solista de García. Cuatro años necesitó la banda para enterrar el prog rock y la convicción monolítica de que los recitales eran para escuchar en silencio y quietud. Planteó en una buena cantidad de canciones la posibilidad de realizar una crítica de costumbres y política, como una depuración de lo que Charly había desarrollado en Sui Generis y en algunos pasajes de La Máquina de Hacer Pájaros. Lo hizo ante la miopía de un poder más ocupado en exterminar gente que en analizar letras de jóvenes estrafalarios.
En acotadas y significativas acciones, Serú Girán disparó contra el gueto rockero que lo vio nacer. Fue una revancha o una liberación ante el feroz maltrato inicial. El disco debut había sido sacudido por la mínima, casi personalizada, crítica de entonces con una malevolencia inédita. Serú Girán se rehízo como un boxeador entre las cuerdas pero, orgulloso, devolvió golpes a mansalva y pulverizó códigos y presupuestos de pago chico. Obligó al fan a resignar su estirpe endogámica. Lo domó con el background de una música maravillosa, honesta, elaborada y popular. Serú Girán no significaba nada; en poco tiempo significó demasiado.
En sus cuatro años, en sus cuatro discos, cimentó una obra estupenda que invita a repensar, todavía, la verdadera relación entre rock y dictadura. Claramente no existió un solo rock y no hubo una dictadura homogénea en sus planes de exterminio y sus políticas antipopulares. Hubo matices entre los períodos que van de 1976 a 1979 y de 1980 a 1982.
“Estamos ciegos de ver”, cantaban en 1979. En territorios no militantes como una sala de conciertos, Serú Girán deslizó —en el salto que fue de ser una banda incomprendida a sacudir la escena del rock— un ideario ampliamente político. Al principio esos mensajes fueron recibidos por jóvenes de clase media y clase media alta. Las revistas de rock, algún diario, señalaban a la banda con acusaciones que ahora suenan patéticas: que a los shows iban muchas chicas, muchos adolescentes y muchos “chetos”. Eran consideraciones sociales cristalizadas en una Argentina plagada de contradicciones. La acción psicológica de la dictadura había esmerilado el tejido social. Esa clase de discriminación existía, naturalmente. Y los artistas e intelectuales se movían como podían en un laberinto en que cabía un concierto en contra de Frank Sinatra o un debate impiadoso entre escritores exiliados y no exiliados.
Serú Girán fue víctima de ese estado de confusión. Charly García —que por ejemplo no dudó en sentarse a la mesa de Mirtha Legrand y asumir las críticas que ese gesto promocional provocó en el corralito del rock— se había propuesto a partir del desangelado recibimiento del primer disco seducir, conquistar, recuperar espacios. A su vez, Lebón sacaba a relucir un discurso nacionalista de “compre argentino”. El miedo era moneda corriente y hasta las mentes más lúcidas padecían daños colaterales de la época. La naturalización del estado de las cosas era como una muerte lenta. Por eso Serú Girán necesitó tomar distancia. Desde Brasil, empezó a buscar aire, a escapar paulatinamente del laberinto con música y palabras. Eran señales —desesperadas, crípticas, grises— que casi nadie pudo entender en tiempo real.
Yo tampoco. Los vi una decena de veces, entre 1980 y 1981. Tenía 15, 16 años, y me asomé al rock siguiendo la huella abierta por mi hermano: Almendra, Aquelarre, Crucis, La Máquina de Hacer Pájaros. Ya me habían conmovido la metafísica urbana de Moris, Manal y Pappo’s Blues, que yo asociaba con el tango, y cierta actitud pintoresca de los rockeros. Desde muy chico escuchaba a Los Beatles, y esa era la vara inalcanzable de lo que llegaba a mis oídos. Evoco aquellos años con el blanco y negro de películas como Marabunta o Nosferatu. Este libro comenzó a escribirse en ese instante difuso de la adolescencia. Ahí está mi casa. Están todos vivos. Mi abuela teje en el patio, mi abuelo escucha radio, mis tíos solteros ponen discos de Roberto Carlos, Los Beatles, Serrat y Nicola Di Bari en el combinado. Mis padres van y vienen y mi hermano termina el Industrial. Mamá, maestra; papá, ferretero. Los veo, veo el paisaje, la escenografía. Es como un tango que mezcla imágenes oníricas. Hay un mirlo enloquecedor en una jaula espaciosa y gatos que trepan medianeras. Rebobino un casete con una birome Bic. Escucho las chicharras del verano, la estridencia metálica de la fábrica de cordones de al lado. Veo La Razón, a las seis de la tarde: murió Sid Vicious (“el joven tocaba en la banda Pistolas Sexuales”, leo), Julio Ricardo Villa pasó a Racing en precio récord.
Además de la quinta de La Razón, el diariero dejaba la revista Pelo. A mi hermano y a mí nos gustaban los pósteres y tomábamos sus críticas como sentencias judiciales: sin matices, la Pelo dominaba con un pulgar arriba o abajo los gustos del rock. Luego, mucho después, llegó el Expreso Imaginario con su perfume alternativo. Era raro: no éramos hippies, no éramos progres, ni mucho menos militábamos. Pero nos atraían esos conceptos. A mí me seducía esa onda medio exótica, naturista. El ritmo era moroso, las tardes un letargo de deberes, televisión y café con leche.
Me gustaban pocas cosas, en realidad: el fútbol, las figuritas, el Scalextric de un vecino, la literatura de Verne y Salgari, vagar por el barrio, el rock. Esas canciones lograban lo que nada ni nadie: movilizaban desde un sitio existencial. A mí y a mis amigos. Recuerdo a Darío Arcella, un poco mayor y politizado, hablándome de “Trabajando en el ferrocarril” del Volumen 3 de Pappo’s Blues (la primera vez que escuché la palabra “proletario”), a Pinino deconstruyendo “De nada sirve” (¡el verbo “fifar”!), y desde la época del colegio a Hernán Ipuche enseñándome a Krishnamurti y a Erich Fromm. Eran ideas que se adherían a la búsqueda, funcionaban como un código y amortiguaban la incertidumbre de la pubertad. El rock encastraba con todo. Traía voces únicas: las modulaciones afectadas de Spinetta, el fraseo viril de Moris, esa acentuación singular, proponían algo desfasado, fascinante, propio y ajeno al mismo tiempo. Ahora lo veo: el rock era una poética que nos arropaba. Difícil mensurar cómo impactan a los 14 años frases como “figúrate que pierdes la cabeza”, “no puedo evitar que vengan hacia mí los sánguches de miga” o “quiero verte la cara brillando como una esclava negra”. Esa gente está hablando de cosas importantes, pensábamos, esa gente maneja data que ignoramos.
Serú Girán empezó a destacar del lote rockero. Había en cada disco, en cada concierto en vivo, canciones que registraban la angustia de la ciudad y la desolación del individuo —lo colectivo, lo personal—, temas que conducían a callejones sin salida al tiempo que invitaban a la fiesta. Esas canciones podían parecer frágiles y ser escritas desde la óptica de “un pobre pibe”, podían ser líricas o prosaicas, crípticas o periodísticas, bufas o melancólicas. Pero siempre se escuchaban emotivas, vibrantes, sensuales.
Pasaba tardes enteras en mi cuarto escuchando esos casetes. Caía la noche y ahí estaba: descifrando letras, trazando una cartografía imaginaria que unía a Astor Piazzolla con “Bicicleta”, “Por” de Spinetta con “Serú Girán”. Me sentía aislado y conectado. Todo estaba relacionado, todo lo vinculaba, como quien une puntos distantes en un papel y de pronto aparece el perímetro de una figura concreta. Pasaba con la mayoría del “rock nacional”, pero Serú Girán era distinto. Eran cuatro, eran poderosos, eran bellos, eran mejores.
La energía de los conciertos en un momento se volvió decididamente política. Ahí estoy con mi hermano, arriba, en Obras. Una humedad insoportable. Es, creo, marzo de 1981. La banda demuele canción por canción las defensas de nuestra timidez. El estadio es un sitio sagrado que entra en erupción, que tiembla de una manera que yo nunca había sentido. Una canción se eleva por sobre las otras y pega en el plexo. El impacto es tremendo: “el asesino te asesina”, “se acabó este juego que te hacía feliz”, “un río de cabezas aplastados por el mismo pie”, dice. Todos somos uno, y vociferamos esos versos como si nunca los hubiéramos escuchado, como si los estuviéramos descubriendo, como una revelación. La liturgia había mutado: ya nadie pedía “Blues del levante”. Algo había cambiado para siempre. No sé explicarlo, lo estoy intentando. Entre lujurias y represión es, al fin, el relato extendido de esa noche.
Después crecimos y nos fuimos del barrio. Estudié, me hice periodista, realicé decenas de entrevistas a Charly García y siempre o casi siempre, de alguna u otra manera, terminábamos hablando de Serú Girán. De su música y sus símbolos, y de la historia, esta historia. La de un tiempo horrible perforado por la belleza y la clarividencia. Una historia que late como una larga y única canción que anida en los pliegues más profundos del corazón popular.
Fotografías de libro: Andy Cherniavsky
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