“Después de la tempestad viene... otra tempestad”, dice Fernando Samalea al empezar este recorrido por sus vivencias más recientes. Amigos, conciertos, viajes, amores, paisajes... En estas páginas todo transcurre con la naturalidad de lo extraordinario. El músico salta desde el Colón con Charly hasta el barcito de provincia con músicos veinteañeros; va de Nueva York a París, de Arequipa a Kioto; cambia el altillo de Constitución por el Barco de Villa Ortúzar. Abandona, durante un tiempo, ómnibus y aviones para subir a su querida Idílica y conquistar en dos ruedas casi toda Sudamérica. No conforme con la percusión y el fueye, con The Prostitution, la Orquesta Hypnofón y el Sexteto Irreal, también es bartender. Y como si ser Samalea no fuera suficiente, algunos lo llaman Palito y otros le piden autógrafos de Julio Bocca".
Samalea tiene la capacidad de recordar con lujo de detalle hechos que ocurrieron hace muchos años. Los narra como si los estuviera viviendo nuevamente y pone al lector en ese instante, como si fuese testigo presencial de aquello que el músico le cuenta. El baterista y bandoneonista, de amplia trayectoria en el rock nacional, acaba de editar “Nunca es demasiado. Una larga historia en el rock” (Sudamericana), el cierre de la trilogía autobiográfica que abarca el período 2010-2017: de Charly & The Prostitution, las giras, el Colón y su disco Random, a los conciertos europeos con el francés Benjamin Biolay.
A modo de adelanto, Infobae Cultura publica el inicio de esta historia:
1. Odisea en Sunchales
Después de la tempestad, viene... otra tempestad.
De cómo pasar de motociclista de carreteras
a golpeador de maniquíes.
The Prostitution en todo su esplendor.
En lo que respecta a las costumbres, nuestro Héroe Nacional solía monologar con onomatopeyas y expresiones faciales que bien merecerían un Oscar, mientras cuatro o cinco lo escuchábamos rodeando un sofá. Las discrepancias no eran habituales. Charly García se sabía único en su especie. Tenía con qué para liderar una cruzada y desarrollar sus “principios monárquicos”, sin el más mínimo reparo en mostrarse como fuese delante de todo el mundo.
Éramos una especie de familia, aunque quizá no de las que fomentan encuentros culinarios los domingos, llevan niños de picnic o contratan seguros médicos.
—La puesta la va a hacer Renata Schussheim, you know? ¡Ojo al piojo! —agregó—. Y mandamos un trencito eléctrico por el escenario, como si cada uno fuese una estación con instrumentos o whatever. Luego ponemos maniquíes de minas y sale el concepto de La nieta de la lágrima, con sonido estéreo de perspectiva cerrada... ¡¡¡Ughhh!!!
—...
—Podríamos llamarnos Los Incapaces. O si no, Los Influenciables, ¡ese me gusta más! —gritó abriendo las manos a modo de coreografía.
Sus planes tronaban a paso firme, como el avance de un ejército. Aunque en su boca sonasen a mitos anteriores a Adán y Eva, sabíamos que se cumplirían de una u otra forma. Mi testimonio será acaso humilde, pero no menos imparcial. Era el lunes 19 de septiembre de 2011 y estábamos a punto de actuar en el Club Unión de Sunchales —una pequeña ciudad santafesina—, como parte del Festival Prevemusic. Se había anunciado también a Vicentico, Ciro y los Persas y Las Pastillas del Abuelo. El líder de The Prostitution, prometiendo con bombos y platillos “un recorrido por toda su historia”, ya había superado la mediática recuperación en la quinta de Palito Ortega, dos años atrás. A veces, parecía darle la razón a los malpensados y dejaba aflorar el Satanás que todos llevamos dentro, como en sus épocas de rubio teñido, cuando aseguraba que el secreto de la felicidad era “menta, agua y dos hielos” y cada reportaje suyo cobraba carácter de diatriba. Pero sus dotes artísticas continuaban midiéndose con las de los grandes de todos los tiempos, a través de melodías y armonías que generaban emociones únicas en los receptores neurológicos.
¿Quién podría negarlo? Nuestros inconscientes colectivos estaban abarrotados de canciones de Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán o sus discos solistas, que le daban quórum para autoproclamarse Emperador del Universo. Además de sentido del humor, tenía mucho magnetismo y algo de conde Drácula, pero sin disimular una dosis de ternura. Estar en su órbita podía impactar tanto como presenciar un accidente.
Tras innumerables cambios de managers y productoras, no sorprendería que ocupase otra vez las páginas policiales. Ciertos editores amarillistas ya estaban regocijándose, enviando al acecho a cuanto periodista especializado en golpes bajos se preciase de tal. Pachorra, un antiguo asistente de la época de Los Enfermeros, se desempeñaba ahora como organizador. O al menos eso intentaba. Bonachón, de ojos vivaces, nariz ancha y aspecto de Pedro Picapiedra, solía facilitar todo pedido excéntrico de García. También había entrado en escena otro sujeto, calvo y treintañero, como manager personal, un cargo que bien podía elevarlo al nirvana, librándolo de todo sufrimiento en vidas futuras, como exactamente lo contrario. El hecho de desempeñarse en ello era algo que únicamente él podía defender. Paladín de la falta de tacto, acostumbraba tomar el rostro de Charly y besarle ambas mejillas, proferir epítetos como los que suelen usarse con un bebé y afectar la voz con dudosos “holis” y “chuchis”. Lo hacía sin advertir que, tratándose del destinatario, bien podía recibir una granada o un chorro de lanzallamas como respuesta.
Desde hacía un par de meses, yo me había sumado a The Prostitution como bandoneonista y vibrafonista, aunque no lo fuese en ninguno de los dos casos en el sentido ortodoxo. Apenas tenía escrúpulos en llevar esos motes. El grupo se completaba con los fieles chilenos Kiuge Hayashida, Toño Silva y Carlos González, mis excompañeros Carlos García López y Fabián “Zorrito” von Quintiero, y la joven cantante Rosario Ortega, más el anexo del trío de cuerdas que conformaban Alejandro Terán, Julián Gándara y Christine Brebes. Haciendo gala de un humor corrosivo (aunque con cariño), el Artista solía llamar a los transandinos “Red Hot Chile Peppers” o “Los Mineros”, refiriéndose al caso reciente de los treinta y tres operarios chilenos que habían quedado atrapados en una mina y fueron rescatados de forma cinematográfica ante los ojos del mundo.
Al convocarme en ese rol, García había sugerido que tocase además algunos elementos electrónicos. Sin embargo, que haya llevado unos pads al primer ensayo no pareció convencerlo demasiado. Se paró unos segundos frente a mi set y, levantando luego el dedo índice en señal de clarividencia, esbozó:
—Vos tendrías que tocar con un maniquí de mujer... No, no, pará, con uno solo, no. ¡Mejor con uno y medio!
—¿Perdón? ¿Cómo? ¿Qu’est-ce que tu dis? —respondí sin entender.
—Claro, traemos un maniquí y le ponemos sensores o un cataflón en la cabeza o en el culo, por ejemplo, y vos le das con un caño con palitos de batería, disparando sonidos o la chofla de la lora con un chufli-chufli y listo... ¿Te va? —propuso, haciendo la mímica de enchufar un cable.
—Ehhh... No es lo más romántico o caballeroso que haya hecho en mi vida. Mmm..., no sé qué van a pensar las chicas. Pero, dale, muchacho, por vos lo que sea.
—¡Bien! ¡Así me gusta! Tiene que ser uno y medio, sí o sí. Una mina completa y otra por la mitad, de esas que son solo piernas de la cintura para abajo, ¿okey? —dictaminó, emparentándose a Arquímedes o a Copérnico y sus fórmulas cruciales para el destino de la humanidad.
No pasaron ni quince minutos hasta que observamos al bueno de Mauro Rogatti, uno de los roadies, entrar con tal requerimiento. Ubicamos el “maniquí y medio” a un costado del vibráfono, para colocarle los sensores en el cuello, en la muñeca derecha y en la pierna. Luego, elegimos con paciencia los sonidos del módulo Alesis D4. ¡Estaba transformándome sin quererlo en el primer instrumentista golpeador jamás cuestionado por ello!
Yo había llegado a Sunchales a bordo de la flamante motocicleta La Idílica. Circulé por la ruta 34 durante varias horas hasta alcanzar el kilómetro 228 en la localidad de Rafaela, donde se alzaba el Hotel Campoalegre, asignado a nuestra comitiva.
—¡Qué nave, Fer! —elogió el Negro García López cuando entré en el estacionamiento al aire libre y nos encontramos por azar.
Detuve el motor, me quité el casco blanco, lo enganché en el manubrio, apoyé los guantes de cuero en el tanque y nos dimos un abrazo. Él había llegado la noche anterior junto a su novia Daniela Doffo, que era guitarrista y cantante del grupo femenino Amas de Casa. Dicho sea de paso, la chica portaba una sonrisa permanente que contagiaba buenaventura.
El Campoalegre era una mole de tres pisos, con paredes ocres y bermellón y techo metálico a dos aguas. Se alzaba en medio de la nada, a cincuenta metros de la carretera. Cada habitación tenía una pequeña terraza hacia el exterior. Amenizamos la espera de la prueba de sonido paseando junto a Terán, su esposa Ladymaría y la violinista norteamericana Christine. Vivaz, encantadora y de comportamiento temerario, la jovial Brebes había abandonado sus tierras natales seducida por los barrios porteños y el mundo del tango. Deambulamos por Rafaela bajo el sol de la tarde, rodeados de árboles, casas bajas con vestigios del siglo XIX y edificios de los setenta. Había poca gente a la vista en La Perla del Oeste, solo jóvenes paseando sobre ciclomotores ruidosos cada tanto. Ingresamos en un bar del bulevar Guillermo Lehmann, que conservaba intacto su adoquinado, para ocupar una mesa a la calle bajo un afiche de El secreto de sus ojos, la película de suspenso recién estrenada de Juan José Campanella, que protagonizaban Ricardo Darín, Soledad Villamil y Guillermo Francella. “‘Weitz’, estás como perro con dos colas”, le dijo Ladymaría a Alejandro, al escucharlo contar pormenores del concierto que escribía para su Orquesta Hypnofón, con la que había conseguido una reputación razonable. Conformaban una pareja de alto vuelo, que subrayaban con buenos atuendos. Al regreso, subimos hacia la suite de García. El Negro, con lentes Rayban y remera roja y blanca a rayas horizontales (a pesar de ser fanático de Boca Juniors), ya estaba allí y nos abrió la puerta. Empuñando una guitarra acústica, volvió a sentarse en el borde de la cama. La habitación estaba colmada de objetos de su huésped. Adoptamos la posición de loto sobre una alfombra rojiza, tomando Coca-Cola bajo el reflejo de las luces dicroicas. Con el violín de Christine fraseando, fueron sucediéndose canciones de Bob Dylan, Horacio Fontova (“Qué mañana rara”), y una de Tanguito llamada “Errol Flyn”, que nuestro líder entonó a viva voz, en calzoncillos, vistiendo una remera oscura y medias a rayas negras y violetas. Al resonar el último acorde, nos sorprendió:
—Soy “Charly” porque así me decía mi profesora de inglés en el colegio Dámaso Centeno de la avenida Rivadavia.
—Y, sí, lo british ante todo —acotó un anglófilo. —Sí, man. Yo me la pasaba escuchando discos ingleses de rock sinfónico. Aunque me gustaban más cuando tenían órganos y sintetizadores, o contaban una historia interesante, la mano Tommy, Quadrophenia o El lado oscuro de la luna. No tanto esos pomposos tipo Merlín, los Caballeros de no sé qué y el Santo Grial de Wakeman que te gustan a vos —agregó mirándome con picardía.
—¡Cheee, Rick es Rick! Probablemente el tecladista más grande del rock. De hecho, ni siquiera probablemente —contraataqué, defendiendo al integrante de Yes, el joven de larga cabellera rubia y capa con lentejuelas que escuchaba en mi niñez y adolescencia.
—Bue, a mí me cae mejor el de Génesis, Tony Banks —insistió.
—Y, sí, claro. Qué masa “Entangled”, de A Trick of the Tail, un tema divino: arranca en plan acústicas y clavicordios, se pone folk y termina con esos teclados superponiéndose.
—¡Eso mata, loco! Me copaba hacerlo con Serú o La Máquina. Agarrar una progresión e ir agregándole capas. Tony Banks, you know? O sea... los otros hablaban de guerreros o ángeles, que en realidad arrasaban en nombre de Dios —dijo, al límite de ponerse serio.
—¡Chuuucha la huevada! —gritó uno de los chilenos al entrar con un sombrero bombín en la cabeza y escuchar solo la última frase.
—Tocate una de Bowie, Charly, de las que hacíamos con Los Por Línea —propuso García López.
—Los de The Who, o el lado B de Abbey Road... ¡Esas son buenas suites en ritmo de rock! —remató el Artista, casi sin advertirlo, como hablándose a sí mismo.
De golpe, desde un iPad conectado a un parlante portátil comenzó a sonar la canción “Free Man in Paris” en la voz de Joni Mitchell. Al culminar, acercó su dedo curvo y alargado a la pantalla, buscó en las listas de iTunes y puso Highway 61 Revisited, de Dylan, al tiempo que ironizaba:
—¿Sunchales? ¿Lo qué? ¿Dónde estamos, loco? Esto parece la época de Sui, cuando viajábamos con un Citroën todo quemado por cualquier pueblo, antes de que grabásemos Vida. Con Porsuigieco también, nos íbamos en tren a no sé dónde, una desgracia...
Se refería a la formación que había reunido a Raúl Porchetto, Sui Generis, León Gieco y María Rosa Yorio a mediados de los setenta, bajo el mote “Porsuigieco y su banda de avestruces domadas”. La mitología hablaba de un debut en el Auditorio Kraft de la calle Florida, de ellos mismos pegando carteles de promoción por la avenida Corrientes, de varios viajes por el país y de un álbum testimonial precioso.
—Tocábamos “Entra”, “Todos los caballos blancos”, “La mamá de Jimmy”, “Iba acabándose el vino”, esa onda, “hipponeándola” por Tandil, Mar del Plata, B. B. y no sé dónde más. Me acuerdo de que nos moríamos de frío en medio del campo.
—¡Es lo más ese disco! —interrumpí, para luego preguntarle al estilo fan plomazo—: Charly, antes de que me olvide, hace mil que quiero saber, ¿dónde quedaba Phonalex?
—En el Bajo Belgrano. Bah, en Dragones 2250, casi seguro. Ahí grabé la primera vez, en Cristo Rock de Porchetto. Caíamos con el Gordo Pierre, que era una suerte de Danny Rose argentino. Después él nos llevó a las oficinas de Microfon y Talent, y así comenzamos la movida con Jorge Álvarez y el Bondo Billy Bond.
—Eso era por el centro, ¿no? —preguntó alguien. —Sí, en Sarmiento y Uriburu. En esa época, la de las portadas de Juan Gatti para el sello Mandioca, yo me compraba papel de armar en un quiosco y el tipo me gritaba “¡falopero!”, como si nada. Buenos Aires era una caretada, muy parecida a la letra de “Yo vivo en una ciudad”, de Pedro y Pablo. —¿Y dónde filmaron Rock hasta que se ponga el sol, cuando tocan con Nito, de día, y vos estás con el piano vertical? —volví a consultarle, haciéndome el documentalista.
—Por la cancha de Argentinos Juniors, detrás de la estación Arata.
Recordamos esa participación del dúo folk, cantando “Canción para mi muerte” en el Festival BA Rock —junto con La Pesada del Rock & Roll, Color Humano, León Gieco, Claudio Gabis, Arco Iris, Gabriela, Pescado Rabioso, Pappo’s Blues, Vox Dei y Litto Nebbia—, que había organizado la revista Pelo y supo eternizar en celuloide la productora cinematográfica Aries.
Dichas reuniones en habitaciones de hoteles acunaban momentos mágicos. Todos estábamos implicados de cierta forma. García tomó la guitarra, hizo los acordes re, si menor y fa# menor y se puso a cantar “Fabricante de mentiras”: “Él era un fabricante de mentiras / él tenía las historias de cartón / su vida era una fábula de lata / sus ojos eran lu...”, pero la interrumpió en seco para contarnos que el título Adiós Sui Generis estaba inspirado en Goodbye Cream, así como el look de galera, frac blanco y zapatillas que él mismo había lucido en los dos conciertos del Luna Park.
Luego, tomándola del diapasón, apoyó la acústica sobre la cama y pidió a los gritos: —¡Denme un Tía María! —Pero... ¿te parece? —cuestionó alguien con alma de médico.
—Dale, loco, que el peligro enaltece. Como decía Truman Capote: “No les creo a los que no se emborrachan nunca ni toman algún riesguito”.
—Charly, ¿vamos yendo a probar? —dijo Pachorra con timidez, asomándose desde la puerta entreabierta.
—Okey, señores, ¡a triunfar! ¡Meeechaaa! ¡Venííí! —llamó a su joven compañera.
Mientras ajustábamos las mezclas, ante las tribunas verdes y blancas aún vacías del Club Unión, García fue mostrando su perfil “problemático”. In crescendo. Quizá se vería afectado por la Luna llena en Escorpio. Vestía una campera oscura, con capucha blanca, y usaba los lentes negros de rigor. La puesta incluía una pantalla tras las tarimas, luces sofisticadas y una gran cantidad de velas anaranjadas. El parche del bombo de Toño mostraba el logo SNM, con las letras entrelazadas. Los asistentes caminaban entre nosotros y algunos curiosos permanecían inmóviles a un costado, cruzados de brazos, observando el espectáculo.
Veíamos a trabajadores con cascos amarillos moverse por el terreno, y a los de la Cruz Roja a la espera del público.
Se había preparado un video a modo de introducción, tapas de discos incluidas: el líder sentado en la vereda de la calle Vidt con Nito, el dibujo de ambos en Confesiones de invierno, con los Serú en la portada de La grasa de las capitales, fumando en Nueva York para Clics modernos, la pelirroja con el ramo de flores, su mano fibrosa sobre el teclado en diagonal y la gota de mercurio estilo huevo, entre otras. “Obertura”, el instrumental de La hija de la lágrima, oficiaba de fondo musical. Nos paramos de espaldas al recinto, para observarlo. Cuando finalizó, Charly se encogió de hombros y nos miró sonriente, como diciendo: “¿Todo esto pasó en mi vida?”. Para contrarrestar, el Zorrito comenzó con sus juegos de palabras y chistes, vistiendo remera de Iggy Pop and The Stooges. Por entonces, su emprendimiento gastronómico iba a la par del de la música, y solía inventar recetas con nombres fabulosos: “Hummus sobre el agua”, “The Jamones”, “Sweet Generis” o el “Flan Sinatra”.
—¡Callaos! A ver, mineros, vengan. Toquemos “El amor espera” —ordenó Charly por el micrófono.
Luego, cambiando de frecuencia, se acercó a Terán con su filmadora portátil para decirle con voz pausada:
—Estamos a un mes de ir a Nueva York y tocar allá. De alguna manera, es poder pasar a otro... a otro estrato.
—¡A otra dimensión! ¡Se van a abrir puertas multidimensionales! —lo entusiasmó el cuerdista.
—Bueno... Añadiendo intensidad de rodaje, se acercó al vibráfono haciendo un travelling con su cámara. Al ver el sombrero gris que yo tenía en la cabeza, proclamó: —¡Woody Allen on stage, camaradas! Durante los siguientes minutos, caminó de una punta a la otra y mutó de micrófonos y posiciones al cantar “Los dinosaurios”, mientras Pachorra lo ayudaba a acomodarse sus auriculares in ears y a adosar el receptor inalámbrico al cinturón del pantalón. Luego se tomó un buen rato junto a Fabián, para definir ciertos sonidos en el Nord Lead. De repente, mirando las teclas con la atención de un concertista, tocó la parte B de “Adiós Nonino”, la obra de Astor Piazzolla. Una rareza en sus costumbres, aunque recordé que alguna vez me había contado que con la Yorio solían hacer una versión de “Chiquilín de Bachín”. Satisfecho, se sentó ante el piano de cola, con el Minimoog apoyado encima. El chelista Julián Gándara sonreía desde su puesto, luciendo un buzo blanco y azul, mientras acomodaba las sillas destinadas al trío de cuerdas, entre chaquetas, abrigos y mochilas apoyadas en el piso. El Negro, cigarrillo en boca, comentaba algo con Kiuge, siempre propenso a los relatos humorísticos, mientras ajustaban las perillas de sus amplificadores Vox. Había oscurecido de golpe. Al alzar los ojos, noté que era el último que permanecía sobre el palco. El bandoneón, los sensores de la muñeca y algún repaso ocasional me habían ensimismado. Hasta el último segundo, mi “orgullo” intentaba no dejarme tocar notas inexistentes en los libros de música.
El festival comenzó temprano. Se esperaba una audiencia de veinte mil personas. Poco antes, el periodista Bebe Contepomi arengó a las masas y entrevistó a los artistas en las inmediaciones. Vicentico presentaba Solo un momento y el ex Los Piojos Ciro, su nueva banda Los Persas. Cuando al fin iba acercándose nuestro turno con The Prostitution, la temperatura había bajado a dígitos alarmantes y el frío era el tema de conversación predominante.
En los camarines, de telones rojos con tiras blancas y negras “cebra”, sillones blancos, mesas bajas con botellas de cerveza o Jack Daniel’s e iluminación de discoteca, comenzó una jam prometedora. García, de calzas celestes y saco de pana azul, pulsó su teclado Roland RD-700 hasta que Terán, con traje negro y camisa blanca, sacó la viola del estuche y se ubicó junto a él, pegado a un perchero. En pocos minutos, el lugar fue acunando a íntimos y no tanto. No se hicieron esperar conversaciones similares a las de los baños de boliches, mientras afuera está amaneciendo. O las de gente que hace “horas extra” cuando ya debería estar durmiendo.
El Artista partió su garganta a puro encanto beatle: “She said / I know what it’s like to be dead / I know what it is to be sad. / And she’s making me feel like I’ve never been born”. En “In My Life”, hubo pizzicatos y giros clásicos de “Las Cuerdas”, como gustaba llamarlos Charly. De repente, un muchacho al cual no conocíamos intentó lograr atención analizando las raíces de su música. Recordé una vieja entrevista en la cual, ante la insistencia del periodista en algo parecido, García había respondido con ingenio imbatible: “¿Para qué querés las raíces? ¿¿¿Para hacerte un tecito???”.
Junto a elogios al productor George Martin, sonó el coro de “All You Need Is Love”, con dudosa afinación general, aunque mucho sentimiento. Curiosamente, nuestro Héroe optó por traducir al español algunos párrafos. Al rato se acercó Ciro y sumó su armónica a los fraseos del violín. Además, intentó sin éxito convencer al Artista de componer un tango juntos, aprovechando los escasos segundos entre canción y canción. A modo de respuesta, el Líder Carismático insinuó la introducción orquestal de “For No One”, la bella canción de The Beatles. Todos cantamos con dicha, como si se tratase de los últimos minutos de la historia, cautivos de su conjunción perfecta entre armonía y melodía.
—Ey... ¡Eleanor Rigby! —pidió Kiuge a continuación. —Mmmm, no me la sé mucho —fue la sorpresiva respuesta.
—¿No te gusta, Charly? ¿La cachai? En mi menor —agregó el guitarrista.
—Okey, one, two, three. “Ah, look at all the lonely people...”.
Cierto desborde se hizo elocuente. Se suponía que el show comenzaría en breve. En un rapto de ansiedad, haciendo caso omiso a los “¡esperá, esperá!” de sus múltiples managers, Charly caminó por un pasillo hacia el escenario y consumó una aparición heroica en slow motion. La ovación lo colmó todo. Manteniendo la costumbre de hacer todo lo que le decían que no hiciese, el riff de “Cerca de la revolución” sonó en su piano cuando casi ninguno de los Prostitution estábamos en nuestros lugares.
A las corridas, vistiendo mi traje crema, camisa negra y corbata roja, me senté con el bandoneón en las rodillas y pulsé el arreglo pautado como pude. Veía por el rabillo del ojo a Christine empuñar nerviosamente su violín, acomodándose la pollera y los micrófonos de contacto. Estaba sentada entre Alejandro y Gándara, quien a su vez luchaba por apoyar el chelo en el soporte, arco en mano, al tiempo que Rosario entraba de un salto por detrás de la batería, apretándose los auriculares en las orejas con su estilo zen. Quintiero, por supuesto, sonreía a la manera de un Johnny Depp calabrés. Superado el comienzo frenético, arrancó “Rock & roll yo” y bailé como un loco, pandereta en mano. “Voy a saltar adentro tuyo / comiéndome de a poco tu orgullo...”, acompañó la gente desde las gradas.
La velada pareció suceder con aceptación, hasta que nuestro líder se disgustó con la actitud de no sé quién y susurró: “Esto es para gente fina”, antecediendo a “Pasajera en trance”. El repertorio mutó de la ferocidad de “No toquen” a la intimidad de “Confesiones de invierno”. En “Demoliendo hoteles”, cambió la letra y dijo: “Yo no salí con Massera”, en alusión al supuesto affaire que la vedette Graciela Alfano habría tenido con el exdictador, y que era noticia por esos días. Luego tomó el micrófono, el soporte se zafó y sostuvo solo la mitad. No estoy seguro de si fue una maniobra consciente pero, rápido de reflejos, exclamó: “¡Soy Freddie Mercury!”.
En el intervalo, se proyectó parte del corto surrealista Un perro andaluz de Buñuel y Dalí, con el instrumental “Pubis angelical” de fondo. Nos quedamos a un costado, en la semioscuridad, mirando de perfil la pantalla. De súbito, García nos dijo en broma: “Un poco de cultura, muchachos”. Al regresar a escena, aprovechó para dar un vaticinio en plan Nostradamus: “¡Ojo que se cae el Imperio!”. Antes de “Viernes 3 a. m.”, en cambio, aclaró que “no la tocamos mucho porque ya se suicidaron como seis pibes al escucharla”. El público, lejos de preocuparse, veneraba cada ocurrencia.
Al presentar a García López, ironizó: “En la guitarra tenemos a un negro. ¿Decían que éramos xenófobos? ¡Sunchales, a no discriminar!”, un comentario que alguno habrá interpretado al límite de una denuncia al Inadi, aunque rápidamente acotase: “Gracias, son un gran pueblo”, tras la ovación que precedió a “Eiti Leda”.
“Quiero verte la cara, / brillando como una esclava negra, / sonriendo con ganas”, cantó Rosario con ojos melancólicos, mientras el Artista daba rienda suelta a su actividad favorita: el caos. Pateando micrófonos y atriles, entre partituras desparramadas, declaró que sería presidente de Sunchales: “Piensen que no es tan grave, están la religión y toda esa porcarata televisiva de predicadores brasileros y concursos de baile, que son mucho peores”. Quizás alguien piense que exagero, pero los resultados quedaron a la vista. Primero: a esa altura, no eran pocos los que rezaban para que el concierto terminase en condiciones normales. Segundo: otros temían una intervención federal. Tercero: se comentaba que un concejal local debió ser atendido por un ataque de sudor frío.
Enalteciendo el final, luego de emocionar a todos con “Canción para mi muerte”, ofrendó otra frase de su rúbrica: “Un aplauso para esa Amy Winehouse, que tuvo la decencia de irse”. Todavía insatisfecho, increpó: “¿Cómo se llamaban ustedes? ¿Sunchales? ¿Por qué no lo cambian por Kurt Cobain?”. Tal vez un comentario de esta envergadura habría desanimado a más de uno, pero no a la mayoría. En plan surrealista, levantó el brazo en señal de despedida y dijo:
—Busquen a un ciego, péguenle una piña y compren mi disco... ¡Chau, loco!
La botella de agua que le habían acercado para calmarlo cobró carácter de misil de inmediato, sin tener en cuenta los consejos de los ambientalistas. Tras hacernos una seña, salimos del escenario como Maradona levantando la Copa del Mundo en 1986. Entretenidos y, seguramente, aliviados. Mientras tanto, sonaba por los parlantes su versión del Himno Nacional, aportándole algo estrambótico a la escena. Bajamos uno a uno por la rampa lateral. Detrás de una valla, algunos chicos que no habían podido entrar al concierto advirtieron su presencia al grito de “Charly, Charly”.
—¡Coman caviar! —fue la respuesta, dando por cerrada la fría noche sunchalense.
Varios millares de personas caminaban hacia las salidas, buscando rutas y calles en medio de las tinieblas, para regresar a sus hogares. Todo lo sucedido era fetish en estado puro y demostraba una complicidad casi masoquista de García con sus seguidores, y viceversa.
—Vamos, Charly, no te expongas —le dijo su asistente personal, tomándole el rostro y agregando otro “chuchi”, creyéndose a la par de los pensadores de Occidente.
Al mediodía, al despertar en el Campoalegre, escuchamos en medios locales maravillas sobre el Artista. Otros intentaron polemizar, habiéndolo visto “muy flaco” o “cerca del que era en su etapa caótica”. Alguno más imaginativo se refirió a sus “balances químicos, propios y externos”. Tras desayunar en el horario del almuerzo, fuimos encontrándonos ocasionalmente entre compañeros. Sentados en las mesas con manteles blancos del hall, comentamos los videos de Britney Spears que se emitían en uno de los televisores, y sobre lo efectivo de la modulación en ciertas canciones. “Michael Jackson era un especialista”, acotamos a coro. Por casualidad, se proyectaba en la pantalla el video de “We Are the World”: Stevie Wonder, Cyndi Lauper, Bruce Springsteen, Huey Lewis, Diana Ross, Tina Turner, Quincy Jones y el propio Michael aparecieron ante nuestros ojos desde el arcón de los recuerdos.
Terminada otra ronda de café con leche, dejé la propina y me dispuse a emprender el regreso. Fui a buscar la motocicleta al estacionamiento y la ubiqué delante del ingreso principal del hotel, sobre un piso de gravilla, para cargar mis pertenencias. En ese momento, como si se tratase de una película de enredos, Charly salió del lobby colmado de frenesí, acompañado por Mecha. Cámara en mano, balbuceando frases en inglés y esquivando con soltura un cenicero metálico, traspasó las puertas blancas vidriadas como quien merece una guardia de honor. Mientras, bajo un techo de hierros y telas “media sombra”, rodeado de plantas en macetas bermellón, ligustrinas y arbustos prolijamente recortados, yo colocaba el bandoneón en el top case givi. Los pájaros piaban a todo volumen. Al verlo llegar, temí que sonasen las alarmas de los automóviles estacionados cerca.
—Hello, friend —dijo al tiempo que filmaba todo a su alrededor, incluyéndome.
—¡Buen día, muchacho! —You are the famous reyrousewhatdemocrticrouss (ininteligible).
—¿Viste la máquina, Charly? —le dije para ordenar la conversación, señalando la BMW GS 650 negra y colocándome manga a manga la chaqueta roja.
—¿Tenés vodka? —ironizó, para agregar al observarla—: Llevame a dar una vueltita.
“Si algo le falta a esta estadía surreal, es una excursión con él como copiloto”, pensé casco en mano.
—Ah, ¿querés andar? ¿En serio? Bueno, pero por acá nomás, eh. ¡Esto puede ser muy gracioso! —atiné a decirle, tomando el manubrio con los guantes puestos.
—Avisame cuándo me subo —dijo como un alumno obediente, parado en posición de firme al lado del vehículo.
—Ahora... Dale... Guarda... ¡Despacio! Haciendo fuerza para sostener el equilibrio por su peso, y jurándome que solo daríamos un giro breve por la fuente rotonda, encendí el motor. El Artista estaba ubicado detrás de mí, pero no de la manera tradicional, sino con las dos piernas hacia el mismo lado, como las damas de antaño con grandes vestidos que montaban en la grupa del caballo, detrás del jinete.
Émulo de Stanley Kubrick, continuó registrando la escena, para gritar, entretenido:
—The famous Hells Angels! —haciendo referencia al club de motociclistas pandilleros estadounidenses que cobró notoriedad en el Altamont Speedway Free Festival de 1969, cuando fueron contratados como “seguridad” de The Rolling Stones y todo terminó con un homicidio y muchos desmanes.
Movilizándonos en círculo, a menos de veinte kilómetros por hora, torcí mi cabeza hacia él y le dije con la ingenuidad de un infante:
—Ahí creo que está, ¿no? ¿Volvemos? —Look at this beautiful castle! —retrucó señalando el hotel, sin el mínimo interés en bajarse, para agregar enseguida—: Oh, a colour guy!, al verlo al Negro, quien nos observaba desde el vestíbulo con una botella de agua mineral en la mano, lentes oscuros y sobretodo azul.
—¿Te acordás cuando te llevaba en la Honda 125 por los morros de Río de Janeiro? ¿Y cuando vos me llevabas a mí con tu ciclomotor Juki por las noches porteñas? —le comenté, para distraerlo.
—Seee, yo me acuerdo de todo. —Bueno, listo, Charly —agregué firme, antes de que fuese demasiado tarde.
—¿¿¿Lo qué??? Al menos, dame otra vuelta por la pileta también.
—¿Te parece? Qué hijjj... Pero agarrate, eh. —Seee, seee. No muy convencido, continué transitando por el predio a baja velocidad. Él parecía encantado. Mientras bordeábamos una cancha de fútbol, dijo desafiante:
—Okey, vamos a Buenos Aires. ¡Vayamos de una a la ruta, loco!
—Pero, muchacho, estamos a quinientos kilómetros —respondí, como si ese fuese el verdadero problema.
Valiéndome de algún artilugio o engaño, logré estacionar nuevamente frente al ingreso del Campoalegre. Mecha, el Negro y Daniela nos observaban inmóviles, no sin cierta preocupación. Al fin, el Artista depositó sus pies en la gravilla, gritando:
—We are the fucking Hells Angels!!! Mostraba una sonrisa diabólica bajo las gafas negras, que le quedaba bien. Un par de minutos después, apreté el embrague con la mano izquierda, pisé la palanca hacia la posición de primera con el pie, giré lentamente la mano derecha y aceleré hacia la carretera 34. Por los espejos retrovisores, podía observar su silueta. ¡Continuaba gesticulando como en un corto mudo de Charles Chaplin!
La aguja del velocímetro alcanzó los cien kilómetros por hora de crucero. El cielo ofrecía un celeste intenso, sin ninguna nube. Los verdes dominaban a cada lado del asfalto y el viento azotaba mi indumentaria intergaláctica con dureza. Algunas vacas y caballos pastaban a lo lejos, detrás de alambradas, indiferentes al rugir de La Idílica.
A mis espaldas, Sunchales se alejaba cada vez más. Pero esto apenas comenzaba.
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