
Sir Henry Maximilian Beerbohm nació en Londres, en 1872. Fue escritor y caricaturista, autor de cuentos, de parodias y de ensayos satíricos. Contemporáneo de Oscar Wilde y de Bernard Shaw, de Whistler, de Aubrey Beardsley, compartió con todos ellos el gusto por lo afectado y lo distinguido. Amaba la mot juste, la palabra justa, como decían los franceses de la época. Es célebre la frase de Oscar Wilde: “Me pasé todo el día trabajando en las pruebas de uno de mis poemas. Por la mañana puse una coma y por la tarde la volví a quitar”.
Cuenta Pablo Bagnato, editor y traductor reciente de Max Beerbohm, que al debutar como crítico teatral, tomando el lugar que dejaba vacante Bernard Shaw, el propio Shaw le puso el apodo de “el incomparable Max”. Seven men fue su libro consagratorio, publicado en 1919. No existen ediciones completas en castellano.
A pesar de su genio indudable, Max Beerbohm jamás hubiera sido leído en castellano si Borges, Bioy y Silvina Ocampo no lo hubieran rescatado en 1940 para su inmortal Antología de literatura fantástica, ofreciéndole compartir cartel con una veintena de autores clásicos como Kafka, Akutagawa y Kipling. A partir de entonces, su cuento Enoch Soames, que bien podría haber sido un invento borgeano, se aseguró la gloria de la posteridad.

Apetito de inmortalidad
En el cuento, el poeta Enoch Soames, que se cree un genio incomprendido, necesita conocer el veredicto de la posteridad sobre su obra. Su último libro pasó totalmente inadvertido entre sus contemporáneos. El anterior tuvo mejor suerte: vendió tres ejemplares. Enoch Soames necesita saber quiénes visitan su tumba, cuántos acuden al lugar donde nació. Piensa en las placas conmemorativas en su nombre, en las estatuas. Está dispuesto a entregar su alma a cambio de poder leer los libros que en el futuro se escribirán sobre él. El Demonio se hace presente y sellan el pacto. Enoch Soames podrá visitar de inmediato, esa misma tarde, la sala de lectura del Museo Británico tal como será dentro de cien años, para buscar su nombre entre manuales y enciclopedias.
El pacto fáustico viene con su componente de ego y vanidad, como siempre, pero con una característica particular: ya no se trata de apetito de sabiduría, sino de inmortalidad. La pulsión de reconocimiento y la pulsión de muerte en tensión. La promesa del Diablo no es una chapucería. Nunca lo es. Enoch Soames se materializa en el futuro y rastrea su legado entre enciclopedias y manuales de historia de la literatura. Hasta que encuentra su nombre, y lee: Soames, Enoch; Personaje imaginario de un cuento de Max Beerbohm.
De Londres a Buenos Aires
Es posible que nuestra relación con Max Beerbohm sea culpa de Borges. Estamos atravesados por Borges, aprendimos a leer con él, nuestra biblioteca es también la biblioteca de Borges. Y entonces el cariño que le profesamos a Max bien podría ser un cariño heredado y prestado.

Hasta hoy, que Miércoles 14 ediciones acaba de publicar El crimen y otros textos seleccionados, hemos tenido un acceso limitado al resto de la literatura de Max Beerbohm en castellano. Algún volumen de editorial Acantilado, no mucho más. Debimos conformarnos con Enoch Soames, y es curioso lo que sucedió entonces: el cuento –un cuento perfecto, un cuento inolvidable– opacó a su propio autor, hasta volverlo invisible.
Quizá no sea un destino tan injusto. Dicen que basta una obra sola para justificar una vida entera. Existen numerosos autores de una única obra. O de una obra que ha silenciado al resto, al punto de volverlas invisibles. El mago de Oz, de Frank Baum, por ejemplo. O Peter pan, de J. M. Barrie. Recuerdo mi sorpresa cuando tropecé en librerías, cierta vez, con Lady Nicotina y descubrí que me quedaba mucho Barry por delante. ¿Margaret Mitchell escribió algo más que Lo que el tiempo se llevó? ¿Y Harper Lee? ¿Solo escribió Matar a un ruiseñor? En realidad, no importa.
Escrito en las líneas de la mano
Además de Enoch Soames, entre parodias deliciosas y textos ingeniosos, El crimen y otros textos seleccionados incluye otro cuento del libro Seven men. Se trata de A. V. Laider.
Dos caballeros ingleses que coinciden por azar en un hostal frecuentado por enfermos de gripe evitan dirigirse la palabra por varios días, de modo que solo es posible en Inglaterra, hasta que un malentendido los obliga al trato y la etiqueta y se enredan en una discusión sobre la quiromancia. Como corresponde a toda buena discusión entre diletantes, uno es un escéptico y el otro un devoto. O peor: no se trata de un mero devoto, sino de un iniciado, un auténtico quiromántico. En otro tiempo se dedicó al arte de leer las líneas de la mano, aunque ya se retiró. ¿La razón? El horror que entrevió en sus propias manos, y las cosas que esa lectura le llevaron a hacer.

El cuento hace pensar de inmediato en El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde. La edición de Miércoles 14 ediciones, que intercala ilustraciones que hizo el propio Max Beerbohm incluye en este punto la de Oscar Wilde.
En el cuento de Wilde, todos disfrutan los servicios de un quiromántico en la espléndida velada que lady Windermere ofrece en su mansión. Van pasando las manos y el experto habla de un futuro de viajes, o de un inminente papel sobre las tablas de un teatro importante. Hasta que llega el turno de Arthur Savile. Su mano muestra un crimen. Arthur Savile va a matar a alguien, lo dice claro su mano. Ante ese panorama, Arthur Savile decide acelerar lo que no puede evitar, y mata cuanto antes a alguien, solo para volver a tomar el control de su vida, y de su agenda.
Pero no es esta familiaridad en los temas lo que más lo acerca a Beerbohm a Wilde. Hay algo del orden del encanto y la ocurrencia, de las verdades dichas con seducción e ingenio. Las sentencias de Beerbohm no tienen la forma de epigramas, pero el perfume es deliciosamente evocador y cercano.
Pensándolo mejor, quizás no es tan raro que no hayamos oído hablar demasiado de Max Beerbohm. Como toda gran literatura, su cuento Enoch Soames tuvo algo de profético y de autorreferencial. Lo único que me queda por hacer, para sumarme a la cruzada de Miércoles 14 ediciones, es asegurarles que Max Beerbohm existió y fue tan real como Oscar Wilde, o cualquiera de nosotros. Mi deber de hombre de bien es convencerlos de eso, o al menos intentarlo.
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