“Gabriela”, la voz salió finita y raspada, tuve que inclinar la cabeza sobre su pecho convexo y acercar una oreja a sus labios amarillentos y tiesos, tocarle la mano que parecía a punto de estallar de tan hinchada, todo él parecía lleno de agua, me asombraba que no le saliera el agua por los poros, creo haber creído que la muerte lo desinflaría y quedaría su cadáver desparramado y flojo como un globo pinchado. La voz le salió ahogada porque se estaba ahogando, literalmente, y pudo hablar con uno de los últimos alientos ese cuerpo atrofiado por la fase terminal de un Parkinson feroz, con la voz casi inaudible del cuerpo destrozado y sufriente de un hombre de 82 años. Mi papá habló y me nombró “Gabriela”, dijo mi papá y yo me incliné sobre él: “En el cielo, si es que hay cielo, yo espero encontrarme con Chacho y Oscarcito”. Fue una de las últimas cosas que me dijo, sólo le siguieron días después otras tres frases, un “matame, por favor” y “quiero irme pero no puedo”. Pudo, claro, al final.
Pero lo que quiero contar, acá, ahora, es la idea, el ansia, el consuelo, quién sabe si también la alegría, creo que sí, que habría alegría en la construcción de esas imágenes de amor, quiero contar los elementos que trajo del fondo de su vida, el principio mismo, atrás, tan atrás, tan lejos de ese final, los afectos que recordó su cuerpo, la vitalidad que recobró en la memoria de esos afectos y le alcanzó para reunir la fuerza necesaria para figurarse un paraíso, el paraíso que se imaginó para sí un hombre, el que fue mi padre, en su cama de hospital.
Mi papá fue un hombre que tuvo una vida más o menos común, con los vínculos comunes de las vidas de casi todos: padres, hermanos, novias, amigos, compañeros de trabajo, de ciclismo. Su esposa e hijos, mi madre, mi hermano y yo, seguimos en este mundo así que no vamos a sentirnos desairados por no haber sido incluidos en la postal de más allá que se armó mi papá para seguir deseando a pesar de todo el dolor, de la certeza del final y contra toda evidencia de cualquier posible continuación.
Entonces nosotros no entrábamos porque no podíamos entrar todavía. Pero muy cenicientos estaban ya sus padres, sus hermanos, casi todos sus amigos, algunos compañeros de ciclismo, seguramente alguna novia. En esos sus días últimos, los que pasó imaginando un paraíso singular, el suyo propio, y ansiando una muerte que lo liberara del sufrimiento, mi papá no pensó en ellos, ni en su familia ni en sus amigos de toda la vida, no los deseó o tal vez no deseó para sí la vida que tuvo con ellos lo que es decir el cuerpo que fue junto a ellos. Mi papá juntó lo que le quedaba de vitalidad y le alcanzó para desear un solo deseo: encontrarse con Chacho, su perrito de la infancia. Chacho el que era de él, Chacho el que lo seguía a todas partes y lo esperaba en la puerta de la escuela los pocos años que pudo ir a la escuela y fue con Oscarcito, antes de tener que ir a trabajar, antes de cumplir 8 cuando se sentaba en el mismo banco que Oscarcito, Chacho el que les robaba la pelota cuando iban a jugar al Parque Lezama, Chacho el que compartía con él los fideos, los ravioles, los ñoquis que amasaban su abuela italiana y su mamá, Chacho el que le lamía las manos, Chacho el que le daba calor en esos inviernos que eran más fríos que estos, Chacho el que bailaba con el cuerpo entero, el que se ondulaba de la cabeza a la cola y daba saltitos cuando se reencontraban después de cualquier breve distancia, Chacho el que corría de acá para allá siempre con él y con Oscarcito que también corría y conocían los tres la vida hermosa del cuerpo que juega y va de acá para allá con el brillo y la plenitud de una libertad que después, ay, después, ya sabemos, los horarios, las poses, las posturas del trabajo, el ritmo cruel del reino de la necesidad pero entonces no: entonces brillaban llenos de vida los tres amigos, los dos nenes y el perrito, brillaban llenos de potencia con los cuerpos metidos ahí, en el aliento de los árboles que con sus cuerpos, esos que nos hacen el mundo con su respiración, que hacen aire de la luz del sol, que nos sostienen la tierra con sus raíces, que se tejen en un universo basto y subterráneo y oscuro pero a nosotros nos dan mundo y sombra y troncos y ramas para trepar y pajaritos y la fascinación de los nidos y el placer dulce de sus frutos que nos llenan la boca de delicia y saliva enamorada de la vida, iban, decía, corriendo, jugando a las escondidas, pateando o mordiendo una pelota, tirando y trayendo palitos, los tres metidos adentro del aire de los árboles y metiendo, a la vez, el aire de los árboles adentro de ellos, los tres compartiendo el brillo fugaz y feliz de la libertad y los juegos, los tres juntos amparándose y haciéndose fuertes de a tres, los tres cuerpitos presentes ahí en la vida que vivían juntos sin tener ninguna necesidad de imaginarse paraísos y era todo tan hermoso que después, muchos años, décadas después, cuando el mundo ya no era el mismo mundo y el nene que era de Chacho como Chacho era de él se había transformado en un hombre viejo y roto que esperaba la muerte, tan hermosa había sido la vida de ellos tres juntos que setenta y cinco años después el viejo al borde de sí, yendosé de sí y de todo, casi yerto, hundido su cuerpo, tan hermoso había sido ser los tres juntos que el viejo iba a poder recuperar esa felicidad para darse una tregua, una alegría, una especie de esperanza, un ansia, un deseo que lo acompañe a atravesar ese momento, el de la muerte dolorosísima de la enfermedad atroz, la belleza de ser ellos tres juntos, cabeza con cabeza mirando las estrellas los humanos, la cabeza del perrito apoyada sobre la pierna de mi papá en la época en que lo llamaban Pocho, las patas de Chacho sobre los hombros de Pocho, la lengua de Chacho sobre los cachetes de Pocho porque Chacho, como todos los perros, sabía cuando Pocho estaba triste o enfermo o llorando nomás por cualquier cosa y lo consolaba a lengüetazos y respiraban calmos o agitados y la vida era eso, ellos, Chacho, Pocho y Oscarcito, respirando, sintiendo el calor de estar los tres, los tres cuerpos, juntos.
El paraíso, entonces, después de vivir una vida entera, puede estar hecho de árboles y pajaritos y pasto y sol y pelota y perrito amigo y humano amigo y de la fuerza de la vida que es la posibilidad de plenitud del cuerpo, tenga esa plenitud el tamaño de tomar un poco de sol o de tirarse en paracaídas.
De cada cuerpo y de la compañía de los cuerpos, claro, que los cuerpos de a uno, los cuerpos aislados y los cuerpos que son solo sí mismos no existen. Que nuestros cuerpos se hacen juntos y crecen juntos no tengo ni que explicarlo. Que ninguno de nosotros, que casi nada de nada, existiría sin los cuerpos de los árboles y las plantas que nos hacen el aire que nos metemos adentro para respirar y adentro del cuál nos movemos y nos quedamos quietos y hacemos todo lo que hacemos durante toda la vida y que son, los árboles y las plantas, eso que comen casi todos, porque los que no los comen directamente se comen a los que sí, tampoco. Que nuestros cuerpos de primates que segregan símbolos no existirían si no nos colaboraran, por ejemplo, esos dos millones de microbios en los intestinos que se ha dado en llamar, con poca gracia, “microbiota” pero también, con más gracia a mi gusto, “cerebro emocional”, que nuestros cuerpos no son del todo nuestros y ni siquiera hechos en sus fueros más internos, en sus entrañas, de humanidad, no sé si no es necesario explicarlo y enfatizarlo. Que el amor de estos cuerpos que somos nosotros puede circular, y circula, entre nosotros no es necesario enfatizarlo tanto. Pero que puede circular entre nosotros y los animales porque estamos hechos de la misma vida que siente y que pugna por seguir viviendo y que gusta de estar cerca de esos otros cuerpos amados y que tiene, tenemos, cada uno y en conjuntitos, maneras singulares de hacer las cosas y de sentirlas y de elaborarlas y por eso mi perra Roja entra última a todas partes porque es su manera de sentirse segura y mi perro Pierri entra siempre primero, se arroja, porque es su manera de saber que no va a ser abandonado y los dos me dan calor y se lo dan conmigo y los dos se me arrojan saltando saltos desmesurados para sus cuerpitos cuando pasa un rato largo que no nos vemos y los pájaros, está lloviendo ahora y en el barro hay charcos, los pájaros se bañan y cantan felices como nadie más, tal vez los sapos, cuando llueve y los álamos de Selva y Grillo agitan las ramas peladas de sus troncos tan rectos y tan largos y finos y mis margaritas esplenden de esplendor generoso y hermosísimo en el medio de la bruma de este día de invierno. Y entonces yo lo entiendo a mi papá, y eso que nos hemos entendido más bien poco, y sé que sí, que el paraíso necesita perros y árboles y amigo y abejas que vayan y vengan para que se hagan los árboles y las plantas a sí mismos y nos hagan el mundo a nosotros todos los animales del mundo, pienso pero no quiero pensar en el paraíso que le leí a Tomás de Aquino, el padre de la Iglesia, el paraíso del cristianismo, que dice que los astros se quedarán quietos en el paraíso de los justos porque ya no será necesario su movimiento y además, ah, el horror: “(...) ya no habrá necesidad de animales ni de plantas, porque ellos fueron creados para conservar la vida del hombre” y entonces el paraíso ese es una mierda, una roca de mierda toda iluminada porque dice Tomás que “En la innovación del mundo, tendrán mayor claridad y luz los astros del cielo, y por reflejo también los cuerpos de la tierra”, un desierto el mundo de los justos que le cantarán loas a Dios y tendrán esos cuerpos semi muertos, tendrán intestinos pero no van a usarlos porque no caga el que no come, tendrán sexo pero muerto porque no va a usarlo el que no se reproduce ni gusta de la concupiscencia, tendrán lengua pero para qué la usarán salvo para cantar las loas, cuerpos yertos los cuerpos nuestros resucitados para la inmortalidad, cyborgs en un desierto posapocalíptico lleno de luz y de muerte sin árboles, sin pájaros, sin animales, la nada misma, el mundo de los cuerpos yertos, el paraíso de Tomás de Aquino y el del capitalismo tardío en 20 o 30 años si no lo paramos antes y ese, el de los cuerpos yertos, el de los cuerpos vacíos, el de la nada, el del Padre de la Iglesia, no es el paraíso de mi papá. Y el mío tampoco.
Roja está atenta, algo aúlla más o menos cerca, para las orejas y me apoya una pata en la pierna. Vamos a ver qué pasa, que a estos cuerpos les gusta chapotear juntos en el barro y todavía hay árboles y bichos que aúllan y tal vez necesitan ayuda y tal vez todavía quede una luciérnaga o ya estén naciendo las primeras, que el clima está loco y entonces las luciérnagas nacen cuando se les da la gana. Hasta en julio. Me había olvidado la cosa que me dijo mi papá. Yo le hablaba, de cualquier cosa le hablaba porque él se estaba muriendo y le dolía mucho y yo no sabía qué decirle. “Está todo lleno de luciérnagas, pa, todo, todo, flotan como una red de nodos de luz a unos 20 o 40 centímetros del pasto, son como una alfombra de lucecitas que se prenden y se apagan, pa”. Y él, con la voz del final: “Qué lindo, Gabriela”.
*El libro se consigue en la tienda on line de Anfibia revistaanfibia.com/tienda/ Promo navideña: con 20% descuento
SIGA LEYENDO