La teoría de la democracia en José Nun, según Roberto Gargarella

Editorial Biblos presenta “José Nun y las Ciencias Sociales”, un libro que repiensa la obra del destacado sociólogo y politólogo argentino a partir de un diálogo con notorios intelectuales y académicos del país. Infobae Cultura publica un adelanto

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“José Nun y las Ciencias
“José Nun y las Ciencias Sociales. Aportes que perduran" (Editorial Biblos), Maristella Svampa, Sebastián Pereyra y Mariana Heredia

La obra de Nun volvió a actualizar la sociología argentina, desde los años 80. Muchos de nosotros, por esos años, estudiábamos la carrera de Sociología, y quedamos deslumbrados por su pensamiento profundo e innovador. En mi caso, fueron pocos los textos que, por entonces, moldearon mi ideología: los Manuscritos de 1844 de Marx, y artículos como “La crisis del Estado en América Latina”, de Norbert Lechner; o “La rebelión del coro”, de Pepe Nun, se encontraron entre ellos. Leer “La rebelión del coro” fue, para mí, un descubrimiento, la revelación de que era posible pensar de otro modo sobre la organización social de sociedades como la nuestra. Era posible pensar mejor sobre el tema social, fuera de dogmatismos y, al mismo tiempo, sin perder capacidad analítica y crítica.

Desde entonces a hoy, he seguido leyendo con provecho a Nun, en artículos, libros y reportajes, donde lo he visto siempre argumentar de modo sereno, reflexivo y agudo, sobre los males sociales de nuestro tiempo. Ello, más allá de acuerdos y desacuerdos que he tenido con él (desacuerdos que no necesito ocultar, en torno a cómo pensar los arreglos institucionales, o en torno a su paso por la función pública, por ejemplo). Siempre mis discusiones con él, internas o en intercambio directo con Pepe, han sido provechosas, por lo que aprovecho esta oportunidad para manifestarle mi gratitud por su apertura, y mi agradecimiento por la generosidad que demostrara conmigo en todos los casos.

Introducción

En lo que sigue, voy a ocuparme de examinar muy brevemente la obra teórica de Nun, concentrándome, conforme con la invitación que me fuera cursada, en el análisis de su postura sobre la democracia. Lo haré, en particular, basándome en su trabajo Democracia: ¿gobierno del pueblo o gobierno de los políticos? El libro, que fuera escrito con ánimo divulgatorio, resume en buena medida lo que han sido sus aprendizajes en la materia, y las que se han convertido en sus tesis principales al respecto. El análisis de Nun no ha perdido en absoluto actualidad, no solo gracias a los agregados que Pepe le ha hecho a la versión original (sintetizados en un prolongado capítulo final), sino además porque sigue expresando conocimientos bien asentados ya en su vasta obra.

A pesar de tratarse de un libro destinado a un público de no especialistas, guarda la impronta de lo que fueran los trabajos que Nun ayudara a editar desde la colección “Claves para todos”, publicada por Capital Intelectual, que él dirigiera: libros que –por su consejo– buscaban escapar del lenguaje técnico, ir al punto de las discusiones del caso, y dialogar con autores y temas de la mayor actualidad, pero sin caer en discusiones bizantinas, ni en enredos técnicos innecesarios para dejar claro las ideas básicas del propio pensamiento. Así también –bajo principios idénticos– encaró Nun su texto principal sobre la Democracia, y de ahí el provecho que públicos amplios pueden obtener de él. El libro plantea, desde su propio subtítulo, el que resulta, tal vez, el interrogante más importante y actual en la materia – ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?–. Ello, sobre todo, a la luz del vaciamiento de sentido que parece propio de nuestras democracias en las últimas décadas. Lo que voy a hacer, para analizar su trabajo, es lo siguiente: tomando como eje el libro citado y las tesis principales ofrecidas en él, voy a detallar primero, en el apartado siguiente, varias de las virtudes que asocio con Democracia, para luego explorar algunas dificultades que veo en su análisis, que resumiré en los que considero son los tres “ejes” centrales de su (lo llamaré así) “programa” o propuesta de salida, frente a la crisis de nuestras democracias: las propuestas de “más participación”, “más controles sobre el poder” y “más garantía para los derechos”.

Las virtudes del libro

Democracia muestra, desde sus páginas iniciales, muchas de las virtudes propias de cada exposición, oral o escrita, de Pepe Nun: gracia, estilo, riqueza en historias y anécdotas históricas, destinadas a transmitir de modo entendible y claro cuestiones que de otro modo podrían resultar innecesariamente anodinas. El libro retoma también algunos de los conceptos clave que Nun ha venido empleando en su última y larga serie de trabajos, incluyendo el concepto “parecidos de familia”, que es utilizado aquí para pensar una idea particularmente difícil de asir, como lo es la noción misma de democracia. El punto es importante porque le permite a Nun, desde un comienzo, dejar claro que nos enfrentamos a un concepto aceitoso, que lleva a que muchos terminemos defendiendo o criticando ideas diferentes, que resumimos utilizando la misma palabra. El malentendido y el desacuerdo entonces parecen inevitables, pero tales diferencias se deben, en comunes casos, a que estamos hablando de cosas diferentes. Dentro de la literatura con la que trabajo habitualmente, el concepto “democracia” es presentado exactamente de ese modo en que lo presenta Nun. Se habla en ella de la democracia como un “concepto esencialmente controvertido”, esto es, un concepto especial y difícil, debido a esa particular dificultad que existe para definir su contenido. El punto de partida, entonces, resulta muy apropiado, para aventar muchos habituales malentendidos sobre aquello de lo que va a hablarse a lo largo del libro. Por lo demás, la obra se afirma en otras intuiciones importantes, de entre las que destacaría, en primer lugar, el modo en que Nun vincula las esferas política-económica-social-institucional. Nuevamente, el punto es muy relevante, dada la frecuencia con que la literatura especializada se concentra en una de las esferas citadas, en completo descuido de las otras y, lo que es peor, presuponiendo el desvínculo entre unas y otras áreas del conocimiento. Por ello, muchos autores son capaces de sugerir críticas o alternativas relacionadas exclusivamente con una de las diversas esferas de lo social, asumiendo indebidamente la autonomía de la esfera de la que se ocupan. Escriben así como si el mundo social, esencialmente complejo e interconectado, fuera susceptible de operaciones localizadas, donde los cambios que uno actúa sobre una determinada sección no repercuten sobre las demás áreas de lo social –como si fuera posible cambiar una pieza del tablero social, sin que ello repercuta en el resto del entramado, o no fuera a encontrar resistencias obvias a partir del conjunto de las piezas restantes. También me interesa destacar, del libro Democracia, el modo en que Nun pone el acento en lo que podría denominar las condiciones personales del cambio social. En línea con lo ya señalado, el autor reconoce, apropiadamente, la importancia de las motivaciones personales, para entender y explicar la vida social, y para pensar además cambios deseables frente a la realidad existente. ¿Cómo alentar las formas más activas de la democracia, por ejemplo, en el marco de sociedades compuestas por individuos apáticos, políticamente indiferentes, o desinteresados por la vida pública? Se trata de una línea de reflexiones que lo mejor de la literatura republicana –tradicional y contemporánea– ha sabido explorar enfocándose en el estudio del concepto “virtud cívica”. En sentido similar, me interesa destacar otra referencia habitual en los escritos de Nun, que tiene que ver con la muy particular atención que él siempre muestra hacia las que podemos denominar condiciones materiales de la vida social. Nun, en efecto, ha trabajado siempre con un interés muy especial puesto en la “economía política”. De modo particular, ha mostrado interés en el estudio de las relaciones entre capitalismo y democracia, y entre capitalismo y desigualdad. Sus reflexiones en la materia resultan, en el libro bajo examen y en general en su obra, de máximo interés, tanto para explicar lo existente como para imaginar críticas y alternativas frente a un sistema de organización social que produce y reproduce desigualdades injustificables. Finalmente, destacaría también la importancia y el coraje de sus observaciones críticas, en torno a dos de los grandes males que acechan a nuestras democracias y que, en situaciones de crisis, suelen aparecer escondidos o no detrás de las principales alternativas y propuestas de cambio que se nos ofrecen. Me refiero a los riesgos simétricos del populismo y la tecnocracia. El gobierno de los técnicos, los ceo, o los especialistas, representa una temible realidad en la actualidad de América Latina; pero lo mismo debe decirse de la alternativa populista que hemos conocido en los últimos años. La obligación es entonces la de pensar en alternativas capaces, simultáneamente, de eludir ambos actuales y trágicos riesgos. Las referencias que hace Nun al respecto, en el “nuevo” cierre de su libro, resultan de extraordinaria actualidad, y muestran su fibra polemista y lúcida, a la vez que hablan de una cierta guapeza intelectual: no era fácil escribir las críticas que Nun supo escribir, en el tiempo en que las plasmara en su libro.

Expuesto lo anterior, me dedicaré en lo que sigue a mostrar algunas dificultades que veo en su obra, y que hablan también de algunas diferencias o reservas que encuentro frente a lo que he definido como su “programa” o propuestas de cambio/salida. El “programa” de Nun y el sentido común A partir de este apartado, y conforme a lo anunciado, voy a concentrar mi análisis en tres de las salidas imaginables, posibles, que Nun presenta en su obra, frente a la democracia desigual y cada vez más vacía de contenido, que parece ser propia de nuestra época. Me concentraré, en particular, en tres de tales “propuestas de salida” que aparecen de modo recurrente en el trabajo de Nun sobre la democracia: 1) la salida participativa; 2) la salida de los mayores controles sobre el poder, y 3) y la salida de los derechos. Como muchas de las observaciones que haré a continuación tienen que ver con “ausencias” o vacíos de respuesta que encuentro en el trabajo de Nun, quisiera distinguir aquí, de modo muy simple, entre omisiones comprensibles, y no problemáticas; y omisiones que pueden ser también comprensibles, pero que generan dificultades dentro de la argumentación que se lleva a cabo. El libro de Pepe Nun, como cualquier otro, hace un llamado al tratamiento de muchos temas importantes que, lógicamente, en el marco de su obra, no se pueden tratar exhaustivamente, o ni siquiera abordar, por falta de espacio, o por tener la atención enfocada en otros temas de relevancia similar. Desde mi punto de vista, por ejemplo, el libro no trata sobre lo que Jon Elster (2015) denominaría las “tuercas y tornillos” de algunas de sus explicaciones y propuestas, dejando a veces al lector con el gusto de “sabor a poco”, o cierta ansiedad por querer leer al autor dando cuenta de los detalles de los problemas y propuestas abordados en su texto. ¿Cómo vamos “de aquí hasta allá”? Y ¿por qué, y de qué modo, los actores de la vida social realizarán los comportamientos esperados? Muchos de estos interrogantes son relevantes pero, insisto, resulta injusto exigirle al autor que dé cuenta de todos los temas que uno hubiera querido abordar o ver abordados en el texto del caso. Otras omisiones, en cambio, pueden ser comprensibles, otra vez, dado que el autor se ha puesto como meta principal dar cuenta de otras cuestiones, pero sin embargo resultan más difíciles de aceptar, dados los propios objetivos que el libro propone. En mi opinión, Nun debería decir más, por ejemplo, sobre los distintos conceptos de democracia que logra distinguir, y dejarnos claro cuándo habla de cuál noción de democracia (i.e., democracia participativa) y cómo la define en el caso. Ahora bien, las omisiones que más me preocupan, en el contexto de Democracia, son las que tienen que ver con omisiones que llamaría problemáticas, porque ellas nos remiten a un sentido común también problemático. Quiero decir, se trata de omisiones que nos dejan a la merced de un sentido común muy cargado y, lo que es peor, indebidamente cargado. El punto de reposo de la omisión, entonces, se torna difícil de aceptar, porque él mismo se asienta en saberes supuestamente consolidados, pero finalmente difíciles de respaldar. Aquí, vamos a ver de qué modo, discutiblemente, Nun se apoya en un problemático sentido común de la izquierda, en torno a la participación, los controles y los derechos. Vamos por partes, sobre el análisis de tres de sus principales propuestas de “salida”. Participación En diversos pasajes de su libro, y ante las angustias de la vida política moderna que él describe bien, Nun se decanta por la defensa de soluciones participativas, es decir, soluciones que permitan una mayor injerencia de la ciudadanía en la gestión y decisión de los asuntos comunes. Dice en su libro, por ejemplo: “La reconstrucción del Estado y de la ciudadanía requiere se estimulen y multipliquen formas diversas de democracia directa, como las consultas populares, los referendos y los plebiscitos” (Nun, 2015: 178). Aquí veo una primera forma de estas omisiones dificultosas de las que hablaba. Y es que, según entiendo, tenemos razones tanto para defender como para resistir algunas de las propuestas participativas que la izquierda de nuestro tiempo tan recurrentemente promociona. Según entiendo, el reposar en este tipo de alternativas resulta problemático, muy en particular a la luz de las recientes experiencias participativas a las que hemos asistido, recientemente, en toda la región latinoamericana. Solo para citar algunas experiencias cercanas, piénsese en el caso de Bolivia sometiendo una Constitución de más de cuatrocientos artículos a la aprobación, por sí o por no, de parte de toda la ciudadanía. Desde un punto de vista relevante, la izquierda pudo y puede reivindicar una invitación semejante, expresada en una consulta abierta a la población. Pero, en qué sentido, efectivamente, la izquierda merece abrazar ese tipo de propuestas, que implican que cada ciudadano suscriba de modo total y sin matices –o rechace del mismo modo– un conjunto de artículos que, sin dudas, incluye propuestas muy interesantes (como las relacionadas con la integración indígena), bastante interesantes (i.e., la reivindicación de los derechos de la naturaleza), poco interesantes (i.e., formas de selección de jueces que dejan mucho margen de acción e influencia al poder de turno), y también iniciativas repudiables (i.e., las que refuerzan todavía más los ya amplios poderes del Poder Ejecutivo). Adviértase que un ciudadano medianamente responsable e interesado en política muy probablemente termina de este modo suscribiendo, con su voto, casi inevitablemente, propuestas a las que repudia; o rechazando otras que fervorosamente defiende. No se trata de responder, ligeramente, “siempre va a ser así, nunca podremos alcanzar la participación completa, tan extensa y profunda como idealmente la podríamos desear”. Se trata de que el poder político, habitualmente, tiene la capacidad de “extorsionar” a la ciudadanía, y así –bajo el manto de una propuesta participativa– nos fuerza a sostener lo que rechazamos (i.e., una reelección presidencial, o un reforzamiento de los poderes del Ejecutivo, a cambio de mayor integración indígena); o rechazar lo que queremos (en el caso inverso, por ejemplo). De ese modo, el poder de turno se jacta de “abrir” el sistema político a la participación popular, cuando lo hace de un modo que es capaz de poner a esta al servicio de sus ambiciones y necesidades. Del mismo modo, piénsese en el reciente “acuerdo de paz” en Colombia, a través del cual el gobierno del presidente Juan Manuel Santos quiso reforzar su debilitado poder, haciendo aprobar, a través de una consulta popular, el fin de la guerra (¿quién podría estar en contra de la paz?), a cambio de la suscripción de un acuerdo de más de 290 páginas. Dicho acuerdo de paz se encontraba plagado de cláusulas difícilmente aceptables (i.e., las relativas a la distribución de la tierra, las relacionadas con los derechos y privilegios de los exguerrilleros, etc.). La ciudadanía quedaba de ese modo bajo la terrible opción de (supuestamente) “rechazar la paz”, si es que no quería aceptar alguna parte central del “acuerdo”. Uno se pregunta entonces: ¿iniciativas de participación popular como las señaladas resultan oportunidades interesantes, desde el punto de vista de los valores que defiende la izquierda? ¿O se trata, más bien, de invitaciones que la izquierda debiera rechazar, para no ser objeto de una mera manipulación política? ¿No debería la izquierda, en efecto, exigir otro tipo de formas participativas, posibles y deseables, que le permitan a la ciudadanía una intervención más directa, permanente y matizada? ¿No debería la izquierda abogar por otras formas de la participación popular, asequibles, realistas, que le permitan un diálogo y un desafío más directo y estable en el tiempo con las autoridades de turno? Este último tipo de opciones, según entiendo, resultan necesarias para cualquier teórico de izquierda, pero muy especialmente para aquellos que, como Nun, se plantean –correctamente– la necesidad de salir del “gobierno de los políticos” para llegar al “gobierno del pueblo”. En resumen: defender el “gobierno del pueblo” contra el “gobierno de los políticos” puede exigir que rechacemos directamente ciertas invitaciones, demasiado presentes, demasiado habituales, a la participación política, para exigir otras formas de participación alternativas. Controles al poder Nun se manifiesta también, repetidamente, a favor del restablecimiento de los controles al poder y a favor de una expansión de estos. En su opinión, la democracia representativa no debe desaparecer, pero debe ser reemplazada por otra que dé mayor protagonismo a los ciudadanos y les permita a estos un más intenso y frecuente control sobre el poder. Dice en su libro: “Es imprescindible recuperar esa visión de la democracia como gobierno del pueblo”, lo cual –agrega– no significa “liquidar el gobierno de los políticos sino acotarlo, controlarlo y darle en los hechos mucha mayor legitimidad sustantiva que la que posee […] se trata justamente de que ambas visiones se combinen y se equilibren” (Nun, 2015: 172). Nuevamente, desde las inercias con que nos movemos en la izquierda, no es difícil suscribir la propuesta de Nun: ¿qué otra cosa podemos exigir, en situaciones institucionales como las que vivimos? Otra vez, se trata de recaer, ante las dificultades de la democracia real, en los lugares habituales hacia donde nos lleva el sentido común de la izquierda. Sin embargo, nuevamente, la propuesta de los mayores controles debe ser vista y examinada con mayor preocupación y cuidados. Para comenzar: los controles al poder fueron entendidos siempre –desde los tiempos de los escritos de El Federalista, que tanto interesaron a Nun– como “endógenos” o “internos,” y “exógenos” o “populares” (la clasificación de Guillermo O’Donnell en controles horizontales y verticales va en una dirección similar). El sistema institucional que tenemos en la Argentina, y en general en América Latina, desciende del adoptado en 1787 en Estados Unidos. Se trata de un modelo que privilegia grandemente los controles “cruzados” entre las distintas ramas del poder (i.e., veto presidencial frente a los “excesos” del Legislativo”, judicial review frente a los “excesos de la política”, juicio político, etc.). Ello, sistemáticamente, a expensas de los controles “populares”, de “abajo a arriba”, que desde el “período fundacional” norteamericano fueron reducidos a su mínima expresión, para quedar limitados, básicamente, al sufragio periódico. Agrego algo más, particularmente importante en el marco de este breve comentario. Para quienes favorecemos formas de democracia basadas en la conversación o el diálogo inclusivos –digamos así, formas de la democracia deliberativa– es relevante señalar el particular inatractivo del sistema de “frenos y contrapesos” con el que hoy contamos. Y es que este nació como un modo (digámoslo así) de evitar la guerra civil, canalizándola institucionalmente. De ahí que, como expresara James Madison en El Federalista Nº 51, se procurase dotar a cada rama de gobierno de “armas defensivas” con las que poder defenderse de los “seguros ataques de las demás”. Como señalara ya, el veto presidencial, el control judicial, los poderes legislativos de insistencia y control, el juicio político representan desde entonces algunas de las “armas defensivas” creadas, y con las que contamos, institucionalmente. El problema, sin embargo, es que ese sistema, que tal vez cumplió con su misión de ayudar a canalizar institucionalmente la guerra civil, ha perdido hoy buena parte de su sentido. Ello, muy en particular, para quienes defendemos formas participativo-deliberativas de la democracia. Para decirlo de un modo fuerte: creado para contener la guerra civil, dicho sistema institucional, obviamente, no aparece bien preparado para (algo así como) la promoción del diálogo público, el aliento o la facilitación de la conversación colectiva. Contamos con herramientas capaces de contener o frenar ciertas formas de opresión institucional, pero de ningún modo aptas para asegurar la deliberación colectiva.

Derechos

Otro punto de reposo habitual, en el discurso institucional de la izquierda, tiene que ver con la defensa de derechos individuales, sociales y económicos: la afirmación y expansión de esos compromisos constitucionales. Todo ello, acompañado con garantías suficientes, capaces de asegurar el cumplimiento de esos derechos. Dice Nun en su libro: “Se vuelve necesario poner en el primer lugar de la agenda pública la garantía y la generalización de los derechos civiles, políticos y sociales del conjunto de los ciudadanos, sin lo cual no hay sujetos autónomos ni contratos o pactos sociales que puedan considerarse válidos”. Entiendo y comparto la preocupación que muestra Nun también, en este sentido: él quiere que sociedades como la nuestra cuenten con una “ciudadanía plena”, compuesta de ciudadanos activos, y ello requiere individuos dotados de ciertos derechos básicos. Otra vez, es difícil no coincidir con este tipo de reclamos que –agregaría otra vez– forman parte del repertorio habitual de la mejor izquierda. Ahora bien, este común reclamo de la izquierda se ha expresado, en el último siglo, en un impresionante engrosamiento de nuestras Constituciones, que pasaron a incorporar, desde el viejo repertorio limitado a los derechos “clásicos” (vida, libertad de expresión, propiedad, etc.), largas listas de derechos económicos, sociales, culturales, multiculturales, derechos humanos, etc. Desde la Constitución de México de 1917, esto viene siendo así, e irrefrenablemente así: cada nueva reforma de la Constitución, en América Latina, culmina casi inexorablemente con una nueva expansión de esas listas originales de derechos. Piénsese en la propia reforma argentina de 1994, que dio estatus constitucional a todos los tratados de derechos humanos suscriptos por nuestro país. Contamos hoy, en la Argentina y desde entonces, con innumerables derechos, de todo tipo y color, que han adquirido rango constitucional. Esta forma de pensar el constitucionalismo se convirtió en la expresión más típica del pensamiento constitucional de izquierda en la región. Lo más notable de todo este movimiento, sin embargo, ha tenido que ver menos con lo incorporado por tales reformas que con lo no incorporado u omitido por ellas. Y es que, en efecto, desde la misma –y espectacular– Constitución de México de 1917, y hasta las últimas nuevas Constituciones regionales (digamos, arquetípicamente, las de Bolivia, Ecuador, Venezuela), las Constituciones de América Latina han expandido su sección dedicada a la declaración de derechos, a expensas de la otra gran sección de la Constitución –la sección principal–, que es la que organiza el poder. Dicha opción (más derechos, misma organización del poder), según he procurado decir, resulta un problema de varias y graves dimensiones. Menciono alguno de tales problemas, brevemente, dada la falta de espacio. En primer lugar, existe una tensión entre los derechos y la democracia que, de cierto modo (y aunque esta distinción pueda cuestionarse en parte), opera en una relación de “suma cero”: tener “más derechos” equivale a tener, en algún sentido relevante, “menos democracia”. Y ello por la simple razón de que consideramos los derechos como incondicionales e innegociables, por lo cual aquello que “convertimos” en derechos se convierte en territorio vedado a la democracia: la democracia, así, pasa a tener dificultades para “ingresar” en esa esfera de los derechos. La cuestión es bastante más compleja de la que aquí he podido expresar, pero esa tensión democracia/ derechos debe ser considerada, en todo caso, en nuestros análisis, y debe ser reconocida como fuente de problemas institucionales graves. En segundo lugar, y en relación con el punto anterior, la expansión de los derechos conlleva una correlativa expansión del poder del Poder Judicial –siendo el Poder Judicial la rama del poder menos sensible a las demandas y los controles ciudadanos–. Ello es así, simplemente, porque el Poder Judicial, naturalmente, en sistemas institucionales como el nuestro, es el que suele arrogarse el “último control” –la “última”, sino exclusiva “palabra”– en términos de derechos. Si los derechos ocupan un lugar constitucionalmente central, que aparece blindado frente a las demandas de la democracia, y ellos quedan, a su vez, bajo el control de los jueces, quedamos enfrentados a un problema democrático serio: el control, sentido, contenido y alcance de los derechos pasa a depender de las decisiones de la “rama del poder menos democrática”. Como dijera alguna vez Carlos Nino, se produce entonces la paradoja que los derechos expandidos con objetivos participativos implican en los hechos una transferencia enorme de poder hacia el Poder Judicial, esto es decir, el poder “contramayoritario” por excelencia. En tercer lugar, y lo que es más importante a los efectos de este escrito, la “obsesión por los derechos” que viene distinguiendo al constitucionalismo latinoamericano desde comienzos del siglo xx implicó dejar desatendida, conforme adelantara, la organización del poder, esto es, lo que he llamado la “sala de máquinas de la Constitución”. Se nos aparece entonces el problema de la sala de máquinas de la Constitución, que refiere al grave hecho siguiente, habitual en todas las Constituciones latinoamericanas: contamos hoy con “declaraciones de derechos” de estilo “siglo xxi”, declaraciones de derechos que expresan muestran compromisos sociales, participativos, democráticos; pero que conviven con organizaciones del poder de estilo “siglo xviii”, esto es decir, verticalistas, autoritarias, producto del elitismo propio de las clases dirigentes de entonces (o de mediados del siglo xix en América Latina). En otros términos, las aspiraciones democrático-participativas que expresamos en vastas declaraciones de “nuevos derechos” son negadas inmediata y sistemáticamente por la otra parte de la Constitución, la que organiza el poder. La mala noticia es que, como viéramos, esas “dos almas” o “dos partes de la Constitución” no son indiferentes entre sí: las esferas de la Constitución tampoco son autónomas la una de la otra. De ahí que, habitualmente, las invitaciones participativas de la Constitución resulten sistemáticamente puestas en crisis por poderes ejecutivos reforzados (y todo un entramado de poder concentrado y fundamentalmente impermeable a la participación popular). Resulta obvio: cada derecho participativo que se quiere activar representa, de modo automático, una promesa de pérdida de poder o amenaza para el poder concentrado que distingue a nuestros ordenamientos político-legales. Última nota Avancé los comentarios y las observaciones anteriores no para socavar el valor de lo dicho por José Nun en su libro Democracia,sino para retomar su invitación. De lo que se trata –así lo he entendido– es de continuar la conversación por él alentada, en torno a los alcances y límites de nuestro sistema democrático. De lo que se trata es de terminar, de una vez por todas, con el vaciamiento de nuestras democracias, evitando así que el “gobierno de los políticos” reemplace definitivamente al “gobierno del pueblo”. En esa conversación estamos.

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