Siempre es un desafío estimulante y, a la vez, espinoso responder a la pregunta por el origen de una obra de arte. La pregunta parece estar llamando nuestra atención más o menos a los gritos desde el objeto artístico una vez que éste se hace público. Es una puerta de entrada no necesariamente imprescindible para procurar la comprensión del sentido del producto logrado. En mi caso, mi reciente novela Plan Maestro se originó a partir de un conjunto de historias personales que, consideré, constituían una perfecta caja de resonancia de mis reflexiones sobre la vida. En definitiva, trabajar artísticamente esos hechos reales, calculaba, me serviría para satisfacer mi avidez por exigirle respuestas a mi existencia. Nada original en esto, pues particularmente los escritores trabajamos a partir de experiencias propias. Son los recursos que nos provee el oficio, el conocimiento y la práctica lo que posibilitan la alquimia de la ficción. La gran escritora Liliana Heker, en La trastienda de la escritura, dice que “la realidad no constituye hechos estéticos; es el escritor quien dispone de esa realidad para construirlos”.
En un principio fue la escritura de un generoso borrador del texto que, a diferencia de lo que me ocurre cuando escribo un cuento, fue necesario en tanto plan previo. También tuve en claro que todo el material narrativo debería estar divido en capítulos. La idea fue la de hacer pausas en el camino, como si se tratara de un relato oral que requiere que el enunciador beba unos sorbos de agua y refuerce la expectativa de los oyentes por lo que vendrá. Por otra parte, la presencia no sólo de un número, sino también de un título para cada capítulo, me permitió separar la paja del trigo, es decir, no repetir ni descuidar los hechos que sí o sí deseaba narrar. En una instancia posterior de mayor precisión, volví a trabajar con cada parte agregando o sacando situaciones con el criterio de no irme por las ramas, lo cual era una tentación persistente pues disponía de un espacio que, a priori, no estaba condicionado por nada externo.
El título Plan Maestro, como propondría un buen manual de escritura, surgió cuando ya estaba todo escrito. Hubo otros posibles, pero mi criterio en este caso era que no sonara tan literal con respecto a la historia contada y que, por supuesto, tuviera un gran poder de síntesis. Lo tomé de unas palabras que enuncia la protagonista, quien narra a modo de una autobiografía fragmentos de su vida vinculados con una historia de amor no concluida. Con respecto a los títulos de los capítulos, que surgieron más espontáneamente, aluden de manera más poética a aspectos anecdóticos.
Una de las cuestiones a las que le presté mayor atención fue a la sucesión cronológica de los hechos, pues en literatura el tiempo es cosa seria. En la novela, hay una línea de sucesos que avanza en orden, pero se intercalan saltos hacia el pasado del pasado. Toda narración es sobre hechos pasados, aunque sólo se trate de minutos precedentes, a excepción de las búsquedas formales de los movimientos vanguardistas o de la literatura más experimental.
La principal de todas las consideraciones sobre la cocina de la escritura de Plan Maestro es que lo que más me atrajo del proyecto literario era que me disponía con toda mi atención, mis recursos y experiencia a contar esencialmente una historia de amor de una mujer y un hombre la cual, a su vez, estaría permeada por muchos otros amores: los familiares, los amistosos, los filiales. Para mí representaba una ruptura después de tanta escritura en torno a dramas o tragedias. No sólo de desventuras vive la literatura. Y si bien la historia transcurre entre Buenos Aires y Mendoza, no busqué una recreación precisa geográfica o socialmente pues el foco está puesto en los vaivenes emocionales e intelectuales de la protagonista.
Una vez terminado el texto se lo di a leer a un colega, el destacado escritor Luciano Lamberti. Sus comentarios me posibilitaron comprender que debía arremeter más a fondo con la construcción del objeto artístico, sin tanto prurito por ser fiel a los hechos reales porque en eso radica la libertad creativa del escritor. Conté también con la enorme confianza de mi editor, quien, a la vez, se desempeña en la librería Hernández, Alejandro Russo. Su fe ciega en el libro fue un envión imprescindible.
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