En el verano de 2012 empecé a ir a un taller de escritura.
Tenía diecisiete años y había terminado el colegio hacía unos meses. Al mismo tiempo en el que me anoté al taller, también me anoté en el CBC de Letras y en clases de manejo.
Ya no usaba brackets pero sí corpiños con mucho push up; unos que tenían encaje del lado de afuera y del de adentro, el que iba contra la piel, unas protuberancias amorfas, como montañas de arena, que levantaban las tetas y las juntaban.
El sudor me corría por el medio del pecho en los viajes en subte desde José Hernández hasta Tribunales; unas gotas gruesas y desesperantes, que caían lento desde el escote hasta llegar al ombligo.
Todavía no existían los vagones con aire acondicionado.
Salía del subte y caminaba por la calle Libertad hasta llegar a Corrientes. Ahí doblaba a la derecha para agarrar Talcahuano, la calle donde quedaba el PH en el que vivía mi profesor de taller, Santiago Llach.
El taller duraba un mes; cuatro encuentro semanales. Empezaba a las siete de la tarde. A casi todos los encuentros llegaba diez o quince minutos temprano. Me quedaba haciendo tiempo en una farmacia de Corrientes, probándome maquillajes y perfumes. No compraba nada. Creía que el guardia de seguridad sospechaba de mí, que pensaba que iba a robar, así que me aseguraba de saludarlo siempre mirándolo a los ojos, como diciéndole, “no me llevo nada”.
No parecía demasiado preocupado.
Eso me desilusionaba un poco.
Después de ese primer mes, me pasé a otro grupo, el de los sábados a la mañana. No era una elección inteligente, porque en ese momento salía todos los viernes a la noche hasta, más o menos, las cinco de la mañana; llegaba a Talcahuano resacosa y con el rimmel corrido y mezclado con el violeta de las ojeras. Una vez fui sin voz y casi no pude leer.
Todos los cuentos de Las chicas no lloran se gestaron ahí, en el taller. La mayoría tienen tres o cuatro años de antigüedad. Escribía sobre las cosas de la adolescencia: boliches apretados, amigas mágicas, la intriga por la sexualidad. No quería que ninguno de mis cuentos sonara cursi, entonces pasaba mucho tiempo sacando adjetivos, signos de puntuación innecesarios, párrafos que me sonaban demasiado emocionales.
Casi siempre sacaba el último párrafo entero, dejaba que el cuento terminara de repente. Eso les gustaba a mis compañeros y compañeras del taller.
Escribía sobre el miedo. Una vez, mi profesor de taller nos leyó un cuento suyo de cuando tenía dieciséis años, en el que un chico joven presencia el suicidio de una mujer de la que estaba enamorado, pero a la que nunca se animó a hablarle. Mi profesor nos dijo, después de leerlo, que ahora en el narrador de ese cuento veía a un chico virginal y pueril que le tenía miedo a las mujeres. Me sentí identificada; en todos esos cuentos de suicidios y abusos, ahora solo veo a una chica que tiene miedo.
Miedo de los hombres y las mujeres, miedo de los lugares que deberían parecerle divertidos, miedo de las emociones y miedo de sí misma.
En los más recientes (El lugar más seguro del mundo, Las chicas no lloran), traté de dejar de preocuparme tanto por acontecimientos fatales y trabajar más los climas y los sensaciones.
A Hilary Duff, la actriz de Lizzie Mcgüire (serie de Disney sobre una adolescente que conoce toda la generación post noventas), una vez le preguntaron qué se sentía que la tira hubiera tenido tanta audiencia. “¿Viste esas fotos que tenés de cuando sos adolescente, esas que te dan vergüenza, esas que escondés? Bueno, es como que todo el mundo haya visto esas fotos”.
Hace unos años me enteré de que Talcahuano viene del mapudungún, y que significa “cielo tronador”. Es una buena palabra para esos años, los del fin de la adolescencia, con todo lo terrible y lo hermoso de los cielos tronadores.
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