La ciudad era pequeña pero nos parecía enorme sobre todo por la Catedral, monumental y oscura, que gobernaba la plaza como un cuervo gigante. Siempre que pasábamos cerca, en el coche o caminando, mi padre explicaba que era estilo neogótico, única en América Latina, y que estaba sin terminar porque faltaban dos torres. La habían construido sobre un suelo débil y arcilloso que era incapaz de soportar su peso: tenía los ladrillos a la vista y un aspecto glorioso pero abandonado. Una hermosa ruina. El edificio más importante de nuestra ciudad estaba siempre en perpetuo peligro de derrumbe a pesar de sus vitrales italianos y los detalles de madera noruega. Nosotras nos sentábamos enfrente de la Catedral, en uno de los bancos de la plaza que la rodeaba, y esperábamos algún signo de colapso. No había mucho más que hacer ese verano. La marihuana que fumábamos, comprada a un dealer sospechoso que hablaba demasiado y se hacía llamar El Súper, apestaba a agroquímicos y nos hacía toser tanto que con frecuencia quedábamos mareadas cerca de las puertas custodiadas por gárgolas tímidas. Nunca fumábamos apoyadas contra las paredes de la Catedral, como hacían otros, más valientes. Le teníamos miedo al derrumbe.
Ese verano la electricidad se cortaba por orden del gobierno, para ahorrar energía, en turnos de ocho horas. Mi padre, que no podía dejar de explicar cosas que no entendíamos del todo, nos había dicho que de las tres centrales energéticas del país solo funcionaba una, y poco, y mal. Para las otras dos hacía falta dinero de inversiones, y el país no iba a conseguir ni un peso porque debía demasiado a acreedores extranjeros. Entonces: no iban a funcionar. «¿Íbamos a estar sin luz para siempre?», pregunté una tarde, llorando. ¿Qué quería decir deuda externa? Eran las palabras más feas y tristes que podía imaginarme. No había cines. No había música. No nos dejaban caminar por algunas calles demasiado oscuras. A veces la electricidad no regresaba después de las ocho horas prometidas y estábamos a oscuras un día completo. Los partidos de fútbol se jugaban de día. No había baterías ni grupos electrógenos para alquilar en toda la ciudad. La televisión duraba apenas cuatro horas, hasta la medianoche y ya no pasaba buenas películas. Yo no quería vivir así. También subían los precios. Si compraba cigarrillos para mi madre por la mañana, costaban dos pesos; a la tarde, el mismo paquete costaba tres. Los nombres de nuestro fin del mundo eran crisis energética, hiperinflación, bicicleta financiera, obediencia debida, peste rosa. Era 1989 y no había futuro.
A los 15 años, cuando una chica no tiene futuro toma el sol con todo el cuerpo cubierto de Coca-Cola y a la piel pegoteada se acercan las moscas. O se enamora de la muerte y se tiñe el pelo y los jeans de negro. Si puede se compra un velo y guantes de encaje. Algunas de mis compañeras de colegio se pasaban las tardes bronceándose para una playa imposible. Virginia y yo solo usábamos la pileta cuando el calor era selvático, para refrescarnos. Preferíamos la ropa negra y la palidez. Volvíamos a nuestras casas siempre tarde. Si nuestros padres nos retaban, lo hacían sin entusiasmo. No recuerdo demasiado a los padres ese verano, salvo al mío con sus explicaciones de lo inexplicable. Los demás o estaban buscando trabajo o estaban deprimidos en la cama o tomando vino frente al televisor apagado o en algún consulado intentando conseguir una ciudadanía europea para escaparse, cualquier ciudadanía europea, si era italiana o española mucho mejor.
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