En los últimos dos siglos, la forma de gobierno que llamamos “democracia” ha sufrido mutaciones, virajes radicales, enfermedades varias. Profesor del Collège de France y director de estudios de la EHESS (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales), Pierre Rosanvallon encontró en la modernidad democrática su idea fija y su objeto exclusivo de estudio: a través de una obra prolífica, se transformó así en el historiador, pero también en el médico patólogo, de sus metamorfosis.
Varios de sus libros han sido traducidos al español por Ediciones Manantial y Siglo XXI Editores: son estudios que conectan con fluidez los compartimentos estancos de la historia social, la historia intelectual y la filosofía política. El autor, sin embargo, se mantiene siempre en guardia ante la tentación especulativa: “El prisma de la generalidad borra las asperezas del mundo para constituirlo en la transparencia de su concepto”, supo advertir. Y lejos de recluirse en los claustros universitarios, Rosanvallon no cesa de tomarle el pulso a lo contemporáneo: “Hoy la historia nos muerde la nuca”, reconoció al final del prólogo de El buen gobierno (2015).
Invitado por la Embajada de Francia, el Gobierno de la Provincia de Santa Fe y Fundación Medifé, el intelectual francés visitó una vez más nuestro país. En el marco de la Cátedra Francia de la Universidad Torcuato Di Tella, pronunció la conferencia “Historia y teoría de la democracia: el interés de una comparación entre Europa y América Latina”. Al día siguiente, en la Alianza Francesa de Buenos Aires, presentó su último libro –Nuestra historia intelectual y política,1968-2018– en conversación con Rocío Annunziata y Gabriel Entin. Y el jueves recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), institución donde brindó otra de sus conferencias.
En una extensa conversación con Infobae Cultura, Rosanvallon ofreció más de una clave para analizar el mapa político actual, por momentos opaco hasta lo ilegible; también se pronunció sobre Latinoamérica y adelantó algunas ideas de su próximo libro, dedicado al fenómeno populista.
– Al inicio de su Lección Inaugural en el Collège de France (publicada en 2003), usted tomaba en consideración la dinámica política de la crisis argentina de 2001. ¿Qué aspecto de nuestra política reciente encuentra interesante en términos de una “historia conceptual de lo político”?
– Me parece que la situación argentina está al unísono de lo que sucede en muchos países del mundo. Hace 15 o 20 años, aún podíamos hablar de la especificidad de la política en América Latina, Medio Oriente, Europa, América del Norte… Pero hoy en día hemos entrado en una mundialización de los problemas políticos, que en todas partes presentan características semejantes. La primera característica –y las elecciones recientes en la Argentina dan cuenta de ello– es la potencia política de los movimientos “degagistas” (N. del R: Término derivado del verbo “dégager”: desprender, despejar), según la consigna: “¡Que se vayan todos!”. Y eso lo hemos visto en todos los países europeos, también en América del Norte, y también en Medio Oriente y la India. Un segundo rasgo característico de esta mundialización es la tendencia a simplificar la cuestión política y democrática. En el espacio europeo, se dice que la idea populista encarna esa situación.
– ¿El caso argentino presentaría alguna particularidad?
– Evidentemente, hay algo distinto en la Argentina, porque el populismo argentino presenta características singulares en comparación con los demás populismos latinoamericanos, y por supuesto con los populismos europeos. En América Latina, el kirchnerismo no equivalía al chavismo ni tampoco a Evo Morales ni a Rafael Correa. En Europa y en EEUU, en cambio, el populismo presenta rasgos característicos muy semejantes: en la Norteamérica de Donald Trump, en la Inglaterra de Boris Johnson y la Hungría de Viktor Orbán o la Polonia de Jaroslaw Kaczynski.
– ¿Qué rasgo comparten todos estos casos de populismo?
– En todos los casos, se trata de una visión simplificadora de la democracia, que reconstruye el sujeto político mediante una denuncia de las élites, con una concepción ultrapolítica de todas las divisiones de la sociedad –todo se resuelve en una relación de amigo-enemigo–, con una economía y una visión proteccionistas, de los cuales el Brexit es la traducción, con su eslogan: “Let´s take back control”. Se trata de responder, de una manera simplificadora, a un sentimiento de impotencia pública. Y hoy resulta interesante desarrollar una suerte de comparatismo sistemático de esas reacciones. Pero no para decir que hay especificidades continentales, sino para intentar dibujar un modelo general que integre todos estos elementos: tal como propongo en mi último libro, El siglo del populismo, que se publicará en enero ((N. del R.: En abril o mayo, Ediciones Manantial publicará el libro en traducción española).
– Años antes, había definido al populismo como una patología específica de lo que usted llamaba “contrademocracia”.
– Sí, pero escribí eso hace ya casi 15 años. Y hoy no pienso del todo lo mismo. Por supuesto, en el populismo está presente esta dimensión “degagista”, de “que se vayan todos”. Y en ese sentido decía que era una patología de la contrademocracia. Pero ahora yo no diría que se trata simplemente de una patología, porque me parece que el populismo propone también una visión muy articulada de la democracia, de los poderes intermedios, de la representación, de la gestión de las emociones; y podemos describirlo precisamente. Cuando yo hablaba de “populismo” en La contrademocracia (2006), todavía tenía en mente los ejemplos degagistas latinoamericanos y el comienzo de esos movimientos en Europa. Ahora podemos hablar de una mundialización de la cuestión del populismo: por supuesto está el caso de China, pero también la India de Narendra Modi. Sin embargo, no hay que ver el populismo como un modelo, sino como todo un conjunto de elementos –de la comprensión de la democracia, de la presentación de la economía– que pueden combinarse de manera diversa. Y también existe –esto es hoy en día muy importante– lo que podemos llamar una “atmósfera de populismo”, que es difusa.
– ¿Incluso el gobierno de Emmanuel Macron en Francia participa de esa “atmósfera populista”?
– Nadie puede decir que el gobierno de Macron en Francia sea populista: claramente no lo es. Sin embargo, tiene una concepción muy negativa de los poderes intermedios, de los sindicatos, una preferencia por el cara a cara directo con el ciudadano, que participa de esta atmósfera populista. Por supuesto que hay regímenes y movimientos que podemos identificar como netamente populistas, pero también está esta dimensión de populismo difuso, que en el mundo de hoy es algo muy importante.
– ¿Por qué le parece tan importante?
– Es tan importante porque no hay alternativa. Los partidos que representaban lo que llamaría “la política de antaño” están todos en decadencia: la socialdemocracia en Europa está completamente cabizbaja; un poco menos en Alemania y en Inglaterra, pero globalmente está en declive por completo. Lo mismo ocurre con la derecha conservadora clásica. Entonces hoy el populismo progresa porque no hay alternativa frente a él, y ése es para mí el gran desafío del período contemporáneo: comenzar a formular los términos de una alternativa a estas diversas dimensiones del populismo.
– ¿La tentación populista acompañaría estructuralmente a la democracia a través de su historia?
– Hay una relación, en el sentido de que toda esta constitución de una atmósfera populista debe ser considerada, no como algo muy nuevo, sino como una suerte de coalición de un conjunto de tentaciones y propuestas que son tan viejas como la propia democracia. La democracia, por ejemplo, siempre osciló entre el principio de impersonalidad y la espera de una encarnación. La soberanía del pueblo osciló entre una visión del referéndum permanente y la de una democracia representativa. Entonces, hay que entender que la democracia es un espacio de experimentación y trabajo de todo un conjunto de contradicciones. Vemos estas contradicciones en la Revolución Norteamericana, en la Revolución Francesa y en toda la historia del siglo XIX. En ese sentido, podemos decir que el populismo no es algo novedoso, que habría comenzado en América Latina con Jorge Eliécer Gaitán y Juan Domingo Perón. O que habría comenzado con Marine Le Pen o su padre –Jean-Marie Le Pen– en la Francia de los años 70´. No: son elementos que se forjaron a lo largo de toda la historia de la democracia.
– Usted visita la Argentina en un momento en que la región está radicalmente convulsionada. En primer lugar, tenemos el estallido de las protestas en Chile.
– Hay que situar a Chile en toda una serie de movimientos contemporáneos de los que venimos hablando. Lo que hoy pasa en Chile no es distinto de lo que hoy pasa en Beirut, en Irak, de lo que pasó en Francia con los chalecos amarillos ni en Gran Bretaña con los movimientos del Brexit.
– El fenómeno formaría parte de la “mundialización” que usted comentaba con anterioridad.
– Sí, una mundialización, yo diría, de las formas de protesta y de las modalidades de propuesta democrática. ¿Cómo definir un movimiento como el de Chile, y todos los demás? No son movimientos sociales en sentido clásico. Un movimiento social se define por dos cosas: por la participación de cierto tipo de categorías, articuladas por un cierto tipo de reivindicación. Así, un movimiento social es una forma a la vez de expresión y de negociación, y por supuesto de organización del conflicto. Pero, en este caso, se trata de manifestaciones que no buscan una negociación: ante todo, expresan un malestar personal. Tanto lo que pasaba con el movimiento de los chalecos amarillos, como las protestas de la gente que estuvo en la calle en Santiago últimamente, son fenómenos que no podemos analizar en términos de clase: no podemos decir que quienes protestan son los obreros o los empleados, ni emplear categorías socioprofesionales.
– ¿Qué es lo que aglutina, entonces, a estos sujetos?
– Son gente que se define por su situación personal, una situación que también tiene una dimensión subjetiva: el sentimiento de ser despreciados, olvidados, de no haber sido tenidos en cuenta, de ser invisibles. Entonces hay una dimensión de expresión de un descontento muy difuso, que no busca negociar. Y las respuestas políticas, que por ejemplo consisten en proponer ventajas materiales, no responden a la cuestión. Las cuestiones sociales hoy ya no son simplemente gestiones de condiciones sociales generales que puedan ser tratadas a través de una negociación salarial, o mediante las fórmulas del Estado de Bienestar. Se definen a través de situaciones sociales. Hoy, en una sociedad compleja como la nuestra, no se trata de unidades identitarias globales, sino de la multiplicación de todas estas situaciones particulares: el hecho de vivir, por ejemplo, lejos del trabajo, o de una mujer que se encuentra sola con sus hijos, o de estar endeudado, por ejemplo, o de haber perdido la casa…
– ¿Los sindicatos ya no juegan ningún rol de mediación?
– Los sindicatos se inventaron para dar un sentido colectivo a cierto tipo de reivindicaciones sociales. A fines del siglo XIX, había una fórmula célebre que decía: “No se puede negociar con una multitud”. Es preciso organizar a esa muchedumbre, y el sindicalismo es la organización de la muchedumbre del trabajo con el fin de poder plantear reivindicaciones, negociarlas, establecer relaciones de fuerza. Y ahora no es ése el caso. Porque ésta es una muchedumbre que no sólo no está representada, sino que no quiere ser representada.
– ¿Esas muchedumbres representarían una tendencia “impolítica” (que, según sus propios términos, es incapaz de diseñar la organización de un mundo en común)? ¿O estamos frente a la demanda de una nueva forma de política?
– Podemos decir que el populismo clásico es impolítico. En cambio, aquí, es la espera de otra forma de una palabra colectiva que reconozca las situaciones. Hay una expectativa, mucho más que un movimiento de rechazo: es el rechazo de los partidos, pero eso no necesariamente es lo impolítico. Es la expectativa de un nuevo tipo de política, quizás. Porque toda la política ha sido gobernada por la organización de las instituciones para administrar las elecciones. En cambio, hoy vemos que se da la expectativa de una definición ampliada de la democracia. La democracia no es sólo el voto, sino la expresión, la deliberación, la posibilidad del control de la rendición de cuentas, la vigilancia.
– Las elecciones, de hecho, suelen considerarse la forma privilegiada, si no única, de la expresión democrática. Aludiendo a una degradación de la relación entre electores y elegidos, usted ha escrito sobre la “entropía democrática”. ¿Podría explicarnos esta noción?
– La entropía en física es el mecanismo de degradación de la energía. Y podemos decir que hay “entropía democrática” cuando hay un grupo que se organiza y poco a poco se produce una fatiga colectiva, que puede hacer que sea un pequeño grupo, en lugar de una colectividad, el que acabe participando en las reuniones. Así, en cada reunión hay menos gente, y por lo tanto se implementan mecanismos de confiscación: un abandono al cansancio. Hay entropía democrática cuando, en las instituciones, una vez implantadas, “está todo bien”. Esto significa que hay que comprender toda institución en relación con las condiciones de su revitalización permanente.
– ¿Es por eso que usted propone complementar la “democracia de autorización” –que sólo otorga un “permiso para gobernar”– con lo que llama una “democracia de apropiación” y “de confianza”?
– Sí, en sus diferentes formas, es preciso multiplicar las instituciones democráticas. Y complicar la definición de democracia. Porque justamente la tentación contemporánea consiste en simplificar la democracia a través de la sacralización del voto. Sea éste el voto para elegir personas, o el voto por referéndum. Hay todo un equívoco contemporáneo en relación con el referéndum. Por supuesto que puede tener su rol, pero hay que ver cuál es ese rol limitado y teorizar ese límite.
– En el caso de Bolivia, tenemos un presidente obligado a “renunciar” por presión de las Fuerzas Armadas. En Perú, Martín Vizcarra disuelve el Congreso, que a su vez lo impugna, y así se genera una situación bicéfala, donde la vicepresidenta propugna una legitimidad alternativa. ¿Cómo ve estos conflictos, que por cierto no carecen de precedentes históricos?
– ¡Claro que no! América Latina es el continente de la “brutalización” de la democracia.Y las dictaduras son el ejemplo típico de esa brutalización. Pero lo que es muy particular es que estas dictaduras latinoamericanas no se definen como las europeas. Si uno considera la dictadura de Salazar en Portugal o la de Franco en España, se trataba de dictadores que pretendieron instaurar una nueva forma de sociedad y de política. En América Latina, las dictaduras –que en su mayor parte tuvieron la forma de una dictadura militar– casi siempre se definieron como intervenciones de “salvación pública”: podemos decir que tomaron el poder e hicieron tambalear las instituciones con una intención de seguridad nacional, o bien de interés superior. Siempre fueron dictaduras que incluyeron en sí mismas una visión de su propia reversibilidad, y de hecho es lo que pasó: los años 80´ –sea en Chile, Uruguay, Brasil o la Argentina– fueron los años del fin de las dictaduras, mientras que Salazar y Franco continuaron (la situación es muy distinta en Portugal, porque se trataba de un golpe de Estado militar que realizó elecciones, mientras que en España fue una solución de compromiso temporal).
– ¿Cómo podríamos entender la inquietante situación boliviana, donde todavía algunos discuten la categoría de “golpe de Estado”?
– Realmente, no puedo opinar sobre el rol del Ejército y sobre los acontecimientos de estos últimos días en Bolivia, ya que no he analizado la cuestión con detenimiento. Sí estuve observando de cerca todos los discursos de Evo Morales, y lo que veo es que Morales forma parte de los líderes populistas que instauraron mecanismos para organizar la relativa irreversibilidad de su propio poder: como en todos los casos, a través de manipulaciones constitucionales.
– En términos más generales, usted suele repetir que el poder no es una cosa, sino una relación. ¿Cómo se articula esa definición con los diversos modos de pensar la democracia ?
– El poder define una relación entre individuos e instituciones, y define una relación entre los individuos. Pero podemos tener definiciones muy distintas de estas relaciones. Por ejemplo, podemos decir que, en democracia, el poder es el modo en que los individuos constituyen una persona común a través de la idea de mayoría. Ahí se define entonces el poder como una forma social: la mayoría. Cuando decimos “el pueblo”, siempre es una ficción: siempre es una masa determinada de electores, jamás es el pueblo entero. Pero hay otro modos de concebir el poder: también podemos definir la democracia como el poder de nadie. Eso significa que hay instituciones que no pueden ser privatizadas, de las que nadie puede apropiarse. Es una definición que retoma, en un sentido distinto, las palabras de Claude Lefort cuando decía que la democracia es “un lugar vacío”. De este modo, la democracia es un tipo de institución cuya generalidad está determinada por el hecho de que nadie pude decir: “Esta institución soy yo”. (En cambio, la mayoría sí puede decir: “El poder soy yo”.) Entonces, esas instituciones del “poder de nadie” son la Justicia y todas las autoridades independientes. Eso es un gran problema, ya que hasta hoy esas instituciones han sido entendidas como instituciones liberales, pero no como instituciones democráticas: fueron concebidas como instituciones de limitación de la democracia. Al contrario, yo creo que hay que considerarlas como instituciones de desarrollo y de complemento de la democracia electoral.
– “Poder de la mayoría”, “poder de nadie”..., ¿queda algún otro modo de concebir las relaciones de poder en la democracia ?
– Hay un tercer tipo: la democracia es también el poder de cualquiera, el poder de no importa quién, del hombre cualquiera. ¿Y quién es el hombre cualquiera en democracia? Es el portador, el titular de derechos. Y es por eso que la Constitución es decisiva. Porque es la institución que garantiza que todos los individuos, cualesquiera sean, tengan los mismos derechos. Entonces, podemos decir que es también una institución democrática que se caracteriza por el hecho de que, independientemente de su funcionalidad democrática, tiene también una dimensión histórica: expresa la memoria de la voluntad general. Porque la democracia no puede definirse únicamente en términos de mecanismos de decisión y nominación: la democracia es también la construcción de una historia colectiva.
Fotos: Matías Arbotto
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