Luis Chitarroni, “La noche politeísta” y la pesadilla de un carapálida durmiente

Una mirada sobre el último libro del gran crítico y narrador argentino, publicado por Interzona, por el autor de “El frasquito” y “Villa”

(Alejandro Guyot)

Después de La interpretación de los sueños, J.B. Pontalis en su libro El que duerme despierto, dice que al ensueño casi no se lo utiliza: “Freud liberó los sueños de su cripta nocturna y halló la solución de lo que concebía como rebus (N. de la R.: escritura en imágenes)”.

El libro de Luis Chitarroni La noche politeísta comienza con un relato titulado: “El Síndrome de Pickwick”, en una alusión directa a la novela de Dickens. Al narrador de la novela, refiriendo al sueño del emperador Constantino, le cuentan el síndrome que consiste en que un estado de narcolepsia breve o prolongada dura hasta que la víctima, el durmiente, oye pronunciar su nombre. Entonces despierta.

En el texto de Chitarroni tal estado está narrado de manera entre humorística y paródica, pero con la precisión del instrumento que logra el despertar: “Lo raro es que el apellido sea el despertador”.

Pontalis comienza su libro con “El sueño de Constantino”, inspirado en el célebre cuadro de Piero della Francesca. Y comienza con esta frase: “El hombre que duerme se llama Constantino”. Pontalis, olvida en sus ensueños “La historia del durmiente despierto”, de Las mil y una noches, dato que resulta curioso ya que en la contratapa firmada por el autor escribe: “Scheherezade necesitó treinta sesiones para contarle una historia al rey Shahriar”.

Otra vez el nombre pronunciado es la fuerza invocatoria capaz de despertar, es decir, el nombre es un llamado.

Pero, para citar a Breton: ¿a qué poco de realidad despertamos?

El síndrome no solo lo padece Pickwick, afirma el narrador de la novela. Y agrega que desde la infancia a uno lo despiertan por el nombre.

Vamos del primer cuento al relato: “El mal de uno”. Los personajes reaparecen: “El sueño no tenía fin (o que mi represión obliteró) prolongaba un ensueño largo también en posición decúbito supina”. Justamente en esos días recibe una llamada despertador. Un compañero de la escuela secundaria, llamado Moncloa que quiere reunirse a festejar el aniversario de la fecha de egresados. Y también el fracaso de la primera novela del que cuenta la historia, al que podemos llamar “el cataléptico”. La novela en cuestión: Las de Caín.

Ya estamos en la lengua, pasar las de Caín está en nuestra lengua desde la infancia, palabras dichas por nuestras abuelas o madres. Una inversión brutal, no “Pasar las de Abel”, sino las de Caín; es decir que el malvado también sufre o para decirlo borgeanamente: “No sé, cuando fui Caín o cuando fui Abel”.

Los compañeros de la secundaria ya están juntos. Podemos decir que si esa gran novela de Chitarroni llamada El carapálida es el fin de la escuela primaria en La noche politeísta los chicos han crecido y estamos en la escuela secundaria. Este club Pickwick comienza con un relato procaz -si la palabra todavía tiene uso- y uno de los compañeros, Osvaldo Lalo Sabatini, cuenta las historias con mujeres con esa exageración que nos despierta la sospecha de que, como dice el narrador, se llegaba a su intimidad muy rápido.

En Chitarroni, lo que convenimos en llamar la realidad se afantasma y comienza otra realidad, ni paralela, ni alternativa, sino una a la que, podríamos llamar sin pudor, literaria. ¿Acaso la literatura conoce otra?

Después comienza esa reunión de egresados y el vergonzante apodo con que llamaban en la escuela al Pickwick porteño. El apellido es posible que despierte, el apodo humillante, no; siempre es preferible seguir durmiendo. El carapálida es un apodo y se afantasma.

A partir de entonces los libros pueden tomar otro nombre, se desplazan. El manuscrito encontrado en Zaragoza se metamorfosea en “El manuscrito encontrado en Siracusa”, la homofonía de nuestra lengua lo permite. Pero como dice Joyce: la historia es una pesadilla de la que no podemos despertar. Por eso Finnegans despierta. Es necesario. “Entonces Ingrao pronunció mi apellido y me desmayé”, se lee.

Los compañeros lo instan a que se despierte. “Lo cierto es cuando oí a Ingrao decir mi apellido, -después de tantos años ellos lo habían contado mejor que yo- no me quedó más remedio que desmayarme. Dormido no encontré sueños que relatar”, dice el protagonista.

El pasaje de la primaria a la secundaria: “Es cierto que uno no termina de acostumbrarse -a expensas de la primaria, en mi caso, y después de todo lo que pasó- al apellido que le toca en suerte”. Pero hasta el Carapálida tenía un apodo, este apellido es innombrable.

El narrador huérfano de apellido no lo es de la lengua. Sí, el carapálida es un Infante difunto, para nombrar a uno de sus escritores preferidos por la vía regia del sueño, por el chiste, por los juegos de palabras.

(Alejandro Guyot)

En el último relato, “Nueva narrativa argentina”, la parodia, el humor, la referencia encriptada o explícita, la lengua literaria contamina, el cómico de la lengua se apropia de Cómico de la lengua, de Néstor Sánchez.

Novela de la noche politeísta, desprendida y escrita en varias lenguas, incluida la que el autor encuentra como propia. “La literatura nos despeja nos despoja nos hace morder el polvo de la nostalgia de los detalles crepusculares”. Sí, por supuesto, y este escritor lo sabe y se entrega y se pierde en ella como fantasma.

Puedo leer entonces en tanto lector -el libro tiene la decencia, si se quiere, de ofrecerme esa libertad, de renunciar a leerlo en clave- y entregarme al placer cómico del libro. Quizás la literatura sea “ese desencuentro pleno -diferido, estrafalario- entre y con, también, a ciencia cierta, los estragos”.

Estragado podría ser el nombre de uno de los personajes de Osvaldo Lamborghini, como El pibe Barulo, y por qué no, un pariente pobre, según nos inclinemos por el Balzac realista o el fantástico, elijo el segundo porque La piel de zapa, como La piel de caballo de Zelarayán, podrían ser una de las formas con que la literatura aprieta, pero no ahoga. Estragado podría ser compañero de ese personaje inolvidable de El carapálida al que se conoce como Esclavuno.

Finalmente, el libro me impuso su lengua, que no es la del sueño, ni la del ensueño, y es su diablura la que me permite decir que Esclavuno está en el relato del libro que se llama “El mal de uno”.

Es cierto, la lengua hechizada puede esclavizarnos y su fatalidad hacernos pasar “las de Caín” que, como lector de Chitarroni, espero poder leer alguna vez.

Si, como decía Masotta, “cierto borgismo siempre será pertinente”, es posible pensando en “Kafka y sus precursores” que La noche politeísta haya influenciado El carapálida.

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