Tulio Halperin Donghi fue uno de los historiadores argentinos más importantes, autor de una obra extensa y de gran calidad publicada a lo largo de más de seis décadas. Sus aportes pueden dividirse en tres grandes conjuntos: los que hizo sobre historia argentina del siglo XIX, los del siglo XX y finalmente los referentes a historia latinoamericana.
Sus exploraciones sobre el siglo XIX son fundamentales. Ya su primer libro, de 1951, se ocupaba de Esteban Echeverría. Pero sus grandes contribuciones sobre el período se concentran en poco más de 30 años, entre 1961, cuando publicó Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, y 1992, fecha de aparición del artículo “Clase terrateniente y poder político en Buenos Aires (1820-1930)”. En el medio, hubo libros excelentes, como Revolución y Guerra (1972), De la revolución de independencia a la Confederación rosista (1972), Una nación para el desierto argentino (1980) y Guerra y Finanzas en los orígenes del Estado argentino (1982), así como textos más breves también muy sugerentes. A través de toda esa bibliografía Halperin intentó realizar una historia “total”, es decir económica, social, política e intelectual, de los años entre las invasiones inglesas de 1806-1807 y la consolidación del Estado argentino en torno a 1880. Cuatro temas centrales del siglo XIX son visitados en esas exploraciones: la Revolución de Independencia, los inicios de una economía agroexportadora, el caudillismo y el sistema creado por Juan Manuel de Rosas.
En cuanto al proceso iniciado en 1810, Halperin defendió con énfasis su carácter revolucionario, es decir, la ruptura y la transformación que implicaron esos años. Lo que considera decisivo de ese momento está detallado en el subtítulo de Revolución y guerra: la formación de una elite dirigente en la “Argentina criolla”. Se trata de una clase política surgida de los márgenes de la elite colonial en función de una novedosa capacidad, precisamente manejar la “nueva vida política”, y que es anterior a la formación de la que iba a ser la elite económica más poderosa del país naciente: la clase terrateniente bonaerense. Para Halperin, sería esta elite política, un grupo de “administradores del poder” diferenciado de quienes eran los “dueños del poder”, la que encabezaría el proceso de formación del país a lo largo del siglo XIX. Por lo tanto, esa clase política es el sujeto clave a estudiar para comprender, propone sin explicitarlo, la formación de la Argentina moderna.
La actuación de la cambiante clase política convive en su mirada con una imagen más determinada de la economía, que sigue un recorrido casi inevitable hacia el modelo agroexportador. Y otro de sus aportes al respecto fue demostrar que los grandes estancieros bonaerenses no provienen del período colonial sino que fueron un “producto” de la expansión ganadera posterior a la Revolución.
Pero Halperin no se ocupó solo de las elites. También prestó atención a la participación popular en la política, a la que consideró importante desde las invasiones inglesas, y que introdujo en la comprensión de los caudillos, personajes que interpretaban algunos intereses de esa suerte de coro indispensable que son en su perspectiva los miembros del mundo popular. De hecho, propuso que el éxito de Rosas se debió en buena medida a haber interpretado que la movilización política popular generada por la Revolución era un elemento insoslayable de la política bonaerense, y para poder encauzarla la llevó hasta el extremo. La agudización de la oposición contra los “salvajes inmundos unitarios”, en un sistema de partido único en el cual esos enemigos no estaban físicamente presentes, la convirtió en un ritual. Por lo tanto, bajo la apariencia de una politización rabiosa se experimentó una creciente calma social, como ocurrió en la década de 1840. Otro elemento clave de Rosas fue precisamente identificar el lugar decisivo que la política había pasado a ocupar frente a cualquier otra variable después de la Revolución. Así pudo construir el orden que tras la ruptura de 1810 las elites no habían logrado. Pintando el país de rojo, creando una solidaridad puramente política (que todos fueran federales), Rosas pudo cerrar el ciclo revolucionario. La “Argentina rosista” fue la “hija legítima de la revolución de 1810”, sostuvo en Revolución y guerra.
Sus posturas implicaron, obviamente, discusiones con otras visiones previas, en debates abiertos o implícitos. La mirada sobre el rosismo como hijo legítimo de la revolución, y no como un paréntesis perverso que había roto la línea de Mayo, lo distanciaba de la vieja tradición liberal, con la que podía tener algunas afinidades ideológicas pero muy distintas interpretaciones del pasado. Su defensa de lo ocurrido desde 1810 como una revolución lo alejaba de ciertas líneas marxistas que la negaban u otras que la consideraban fallida en su transformación social. Pero sus choques más explícitos fueron con los revisionistas, a quienes a veces les reconoció hacer preguntas pertinentes, pero les atribuyó malas respuestas. Por ejemplo, la forma en que Halperin consideró las posibilidades de desarrollo económico en las primeras décadas independientes, casi como algo fatal, sin alternativas, contrasta fuertemente con las tesis voluntaristas del revisionismo, pendientes de traiciones a otros modelos posibles, que para Halperin serían solo deseos imaginarios.
Por todo esto, su obra se volvió una referencia ineludible para entender el siglo XIX. En cambio, aunque también importantes, sus trabajos sobre el siglo XX –en forma de ensayos como La larga agonía de la Argentina peronista (1994), o de investigaciones sobre el pensamiento de intelectuales y políticos entre 1910 y 1943, como Vida y muerte de la republica verdadera (2007) y La república imposible (2004)– no han tenido el mismo peso para la comprensión de esa época.
En paralelo desarrolló una obra más espaciada sobre América Latina, como su admirable historia conjunta de los siglos XIX y XX, que se publicó por primera vez en 1967. Muy influido por la teoría de la dependencia, proponía allí interpretar la historia contemporánea de la región como una transición entre dos órdenes, el colonial y el neocolonial. Otro libro clave fue Reforma y disolución de los imperios ibéricos (1985), en el que propuso que fue el derrumbe de España en 1808 el que desencadenó las revoluciones de independencia hispanoamericanas, como corolario de una larga crisis, hipótesis que luego otros autores reformularon y convirtieron en una certeza compartida por la mayoría de quienes investigan las independencias hispanoamericanas.
La escritura de todos estos textos, cargada de giros estilísticos y oraciones subordinadas, es amada por varios y rechazada por muchos otros; se convirtió en una de sus marcas de autor. En ella se percibe uno de los rasgos principales de Halperin: su entrecruzamiento de la rica tradición del ensayismo argentino con las ciencias sociales, y en particular con la historia social europea, especialmente la llamada escuela de Annales de los años 60. En el prólogo de la colección sobre Historia Argentina que Halperin dirigió en Paidós a principios de los setenta, sostuvo que “sus autores se consideran estudiosos profesionales de la historia y las ciencias sociales, y como tales quieren ser juzgados”. Pero a la vez, sus trabajos, en los que había una fuerte preocupación por la estructura económico-social, tenían un interés especial en la historia política, lo cual lo emparentaba con tradiciones argentinas de largo aliento. Otro rasgo de su producción, que provenía seguramente del ensayismo, fue la poca cantidad de notas para probar el argumento, que sin embargo estaba bien documentado, como percibe cualquiera que lo lea con algún conocimiento previo. Todo esto explica que, si bien también fue muy influyente, dado que a partir de las múltiples ideas e hipótesis que volcó se dispararon decenas de investigaciones de otros autores, no hay sin embargo historiadores completamente “halperinianos”, y eso se debe a que fue una figura muy singular (los intentos de imitar su estilo de escritura en general han terminado mal).
Como profesor daba clases magníficas, y aunque residió por décadas en Estados Unidos –enseñaba en Berkeley, California–, venía anualmente a la Argentina, donde solía dictar seminarios. Sus conferencias eran siempre atractivas: podía irritar a la audiencia con comentarios polémicos o cínicos, podía ser demasiado filoso con los colegas, pero también era muy claro y gracioso. A la vez, siempre fue reconocido por su generosidad con los jóvenes que entraban a la profesión.
Su muerte dejó un enorme vacío en la historiografía, no solo por la calidad de su producción sino también porque es un tipo de historiador ya irrepetible. Las formas de hacer historia han cambiado mucho. El modelo actual de especialista dificulta esas miradas generales y esa posibilidad de “moverse” en el tiempo que Halperin dominó como pocos. De todos modos, su obra seguirá siendo clave, para disfrutarla, analizarla y discutir con ella.
El autor es historiador e investigador del Conicet
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