La noche del jueves 9 de noviembre de 1989, Liliana Villanueva ya estaba en pijama, recostada sobre un excéntrico colchón de agua en el piso que alquilaba por esa época en Berlín. No estaba haciendo nada que valiera la pena recordar. Hasta que sonó el teléfono.
—Cayó el Muro —le dijo sin saludar su pareja, Jan, un periodista alemán que trabajaba en Hamburgo—. Lo anunció Günter Schabowski a las 19:04 cuando estaba por irme de la agencia. Fue en una conferencia de prensa en Berlín Este. Dijo que se podía salir de la RDA. ¡Sin necesidad de visa!
Schabowski era el vocero del Comité Central del Partido Socialista Unificado. Lo que había leído era el texto de una nueva ley de viajes, que comunicó en vivo ni bien fue aprobada. Los reporteros le preguntaron cuándo entraría en vigencia, a lo que con cierta confusión contestó que, según entendía, el efecto era inmediato: Ab sofort!. Sin embargo, no había visto la aclaración de que la medida debía esperar hasta el día siguiente y que el visado se mantenía. Ante el error del funcionario, la historia misma.
Mientras tanto, en el barrio de Neukölln, Villanueva asistía a uno de los eventos más espectaculares del mundo desde una cama que se movía como las olas.
-¿Podrías ir a la Puerta de Brandenburgo?- le pidió Jan.
Se puso un abrigo sobre su ropa de dormir y salió. Pero ya era tarde para conseguir transporte, no había nadie en las veredas y todo parecía igual. Terminó por volver a su casa, dispuesta a levantarse temprano al día siguiente. Sin saberlo, a pocos metros de donde estaba, en el paso de frontera de la Waltersdorfer Chaussee, las primeras personas cruzaban del Este al Oeste y derrumbaban ese muro que durante 28 años las había separado.
Esta anécdota forma parte de Otoño Alemán, libro publicado recientemente por la editorial Blatt & Ríos y compuesto por microrrelatos sobre los días de Villanueva en una Alemania dividida y luego unificada; un país al que se había mudado dos años antes y en el que se preparaba para dar sus primeros pasos en uno de los estudios de arquitectos más importantes de Berlín.
“Todavía me sentía ajena a la realidad política alemana. Pero hice un trabajo de cronista inesperado. Salí a la calle como una cámara abierta, tratando de no tener prejuicios y de ir captando todo”, cuenta a Infobae Cultura, treinta años más tarde, en una confitería en Belgrano.
Con el correr del tiempo, Villanueva dejó la arquitectura para convertirse en cronista y corresponsal desde Moscú durante los años noventa. Hoy, vive de vuelta en Buenos Aires y se dedica a la escritura. Es autora de Las clases de Hebe Uhart, Sombras rusas, Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio y Maestros de la escritura. Para Otoño Alemán, regresó a Berlín para que Berlín regresara a ella y así recuperar los detalles de la que fue su historia en la capital alemana.
La caída del Muro fue uno de los capítulos que le tocó experimentar. Ese día, vio a cientos de ossis (como se les decía a los alemanes del Este) treparse al paredón de hormigón y presenció escenas insólitas, como un hombre que explicaba en el supermercado que a las bolsas de plástico las llamaban de otra forma en la RDA o un niño sorprendido porque los coches en el Oeste tenían precio. En el Este, las familias podían llegar a esperar diez años para adquirir un auto Trabbis, el único que se comercializaba, “por eso, los padres de ese chico reaccionaron y se emocionaron”, explica.
-¿Sentiste el 9 de noviembre que estabas viviendo un punto de inflexión en la historia?
-Vivía en un mundo muy de arquitecta; me fui a Berlín y dejé a mi pareja en Hamburgo para hacer mi vida y mi historia. Si bien me interesaba, todavía me sentía ajena a la realidad política alemana. Me decía a mí misma que no tenía que alcanzar conclusiones apresuradas. Cuando Jan me llama por teléfono y me dice que cayó el Muro, para él era muy importante por su historia familiar, la de su abuela que murió por falta de insulina en el Este. Cuando fui a ver la calle, salí para mí, pero también para contarle a él. Hice un trabajo de cronista inesperado. Hasta entonces, salía a Berlín para fotografiar edificios. Esa vez salí como una cámara abierta, tratando de no tener prejuicios y de ir captando todo.
-En tu libro, reconstruís diálogos, escenas, momentos y sensaciones que tuviste en ese momento, ¿cómo fue ese trabajo?, ¿tomabas notas a pesar de que todavía no pensabas en ser periodista ni escritora?
-Fui el año pasado a Berlín a buscar esas sensaciones, sus olores, con la idea de poner a Berlín en forma de caminata, que se sintiera lo espacial y que no fuera solo un recuerdo. En el proceso mismo de escritura me volvieron momentos muy vívidos que no pensé que podría recordar. Y escribía en ese tiempo, pero no de la manera en que escribo hoy y ni sé dónde está eso. También recuperé escenas determinadas, que no sé si fueron exactamente así, pero las recordé de esa forma. Traté de recuperar las atmósferas.
-En uno de los capítulos contás cómo cruzaste el Muro años antes de su caída, cuando eras adolescente, y decís que te sentías como en sepia...
-Tengo mucha memoria visual; me viene por la parte de arquitecta y también porque estudié Bellas Artes. Son descripciones de sucesos que pasaron, pero que sucedieron como yo los vi, con toda la subjetividad de la mirada. En mi primer viaje, Berlín me pareció horrorosa porque la veía con ojos de arquitecta. Pero tuve la suerte de conocer Berlín y Alemania en muchas facetas.
Villanueva, de hecho, tuvo la visión privilegiada de alguien que estuvo a los dos lados del Muro antes de su caída, pero también la mirada sesgada de quien pudo observar los sucesos con los ojos de extranjera. Claro que no de cualquier extranjera: una argentina que se crió durante la dictadura cívico-militar. Esa posición distante y a la vez participante le permitió generar en Otoño Alemán una complicidad con el lector argentino, que lo vivió de lejos o que directamente no lo vivió, pero a quien se lo contaron.
Antes de terminar su café, Villanueva confiesa que, en realidad, ella no quería escribir este libro. “Por muchos años pensé que este no era un tema”, admite. “Alemania era algo cotidiano en mí. Viví casi 10 años allá y desde entonces voy todos los años. Tengo más amigos en Berlín que en Buenos Aires. Nunca lo pensé como un texto e iba a escribir otra cosa, algo más personal. Pero el Muro fue una excusa para escribir sobre esta experiencia”.
-Con tu ex pareja pudiste viajar al Este en varias oportunidades porque él tenía familia allá, algo que poca gente podía hacer, según compartís en el libro. ¿Eran evidentes los contrastes de un lado y del otro?
-Sí, y sentía una presión muy fuerte del otro lado. En Alemania me sentía extranjera, pero en Alemania Oriental era muchísimo más extremo. Pero también me sentía muy hermanada con ellos, por un pasado común de dictadura. Me pasaba que me entendía más con la mamá de mi ex, que había vivido en dictadura, que con Jan mismo, que tenía una libertad de movimiento y una confianza en sí mismo que yo -como hija de la dictadura- no tenía. Encontré gente muy parecida a mí o a nosotros, que sin embargo venía de otro mundo.
-Como cuando narrás que conocés a Friedhelm, un berlinés que vivía del otro lado del Muro y nunca había pisado el lado occidental.
-Cuando cae el Muro, Friedhelm me vino a ver. Él era berlinés, pero era la primera vez que iba a Berlín Occidental, y me decía que estaba contento de que su primera visita fuera a una argentina y no a un alemán. Conocerlo a él y su hermana Renate me dio una mirada del ossi, del alemán oriental, distinta porque querían quedarse en su lugar y terminaron por irse justamente porque no querían que Berlín cambiara. Se sintieron extranjeros en su propia tierra, como pasó con muchos. Si hubiera seguido un sistema socialista democrático, estoy segura de que se hubieran quedado en Berlín. Fue lindo conocerlos, fue una caricia hacia la idea arquetípica del alemán. Había mucha cercanía, casi una cosa de hermanos.
-¿Qué transformaciones notaste en Berlín tras la apertura del Muro?
-Todo se fue transformando muy rápido, todo el tiempo. Y no se vivió de la misma manera de un lado que del otro. Por ejemplo, había bares subterráneos que funcionaban en el Este sin permisos, que fueron desapareciendo y siendo ocupados por otro tipo de personajes urbanos, como los dueños de las inmobiliarias. Era gente de Occidente que venía a lotear Berlín Este. Esa fue una de las razones por las que también dejé la arquitectura. Se empezó a hacer una arquitectura demasiado rápida, sin elaboración, sin cuidado, muy desprolija. Es una ciudad que fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial y destrozada por los urbanistas. Todos los días cambiaba algo, aunque Berlín sigue siendo así.
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