Reír a mandíbula batiente, soltar la carcajada, partirse de hilaridad: cosas que no suceden habitualmente en el teatro alternativo, donde son raras las comedias de verdad desopilantes. Y, albricias, que sí ocurren en la muy divertida Shamrock, de Brenda Howlin, autora de otras dos recordables obras sobre las penas y alegrías del amor tomadas en solfa: Jessi, Jenny & John, 2010; Wake Up, Susan, 2013. Howlin hace aquí una propuesta temática novedosa en la escena local al referirse a la llegada a la Argentina de los inmigrantes irlandeses en 1900. Una diáspora que había comenzado a mediados del siglo XIX, cuando arrancó en aquel país la terrible hambruna por causa de la plaga roya que atacó a la papa, principal alimento de la población, diezmada por desnutrición y epidemias. El título de este estreno alude al trébol de cuatro hojas, símbolo de Irlanda, instalado vía San Patricio quien, según la leyenda, trató de explicar con una hojita triple de esa humilde planta el misterio de la Santísima Trinidad.
Brenda Howlin, muy bien respaldada por el director Nano Zyssholtz, los/as intérpretes y el equipo técnico, encara felizmente este género, siempre menos prestigioso que el drama o la tragedia. Una injusticia, porque la buena comedia puede proporcionar profundidad mientras le toma el pelo a contradicciones y paradojas, transgrede tabúes, subvierte toda forma de solemnidad generando una risa inteligente, significante. Así, la comedia puede despabilar la lucidez del público, inducirlo a tomar distancia, a desdramatizar: una manera de ver el mundo y de ayudar a soportarlo mejor. Por otra parte, se sabe hace miles de años, la risa es propia de los seres humanos, mujeres y varones (los animales, algunos, solo lloran, aunque hay quien asegura que los gatos tienen sentido del humor). Y aparte del placer indiscutible que provoca, la risa tiene efectos terapéuticos muy apropiados para los tiempos que corren: pone en juego el cuerpo y el espíritu, produce endorfinas, es un ansiolítico sin efectos secundarios negativos, oxigena el cerebro, descontractura…
Precisamente, risas a granel es lo que procura Shamrock al tocar, a través de las peripecias de sus cuatro personajes, cuestiones ligadas a los inmigrantes irlandeses de hace más de un siglo, sus costumbres, la fuerte presencia de la religión católica y la consiguiente represión sexual, el desarraigo, la adaptación a un país tan diferente del propio. La dramaturga eligió una escritura en verso que, más allá de activar el oído del público poco acostumbrado a esta forma, aporta un plus a la diversión ya que se advierte que la rima, al forzarla, conduce a toques dadaístas, surrealistas. Por momentos, una suerte de cadáver exquisito actualizado puesto que recurre al azar, con resabios de escritura automática, dando a veces la sensación de llevarse puestos a los personajes con rumbo desconocido. Pero no, Howlin nunca les suelta la mano, nunca desvirtúa la esencia de cada uno de ellos, ni siquiera en las ocasiones más bizarras (Dido, chanta pero ocurrente, hablándole a la luna primero, al sol después, y obteniendo respuesta). La autora hace malabares con el lenguaje, intercala anacronismos, se despega de la lógica convencional y de fórmulas trilladas para lograr el efecto cómico a través de gags verbales y –con el aporte de los actores, sobre todo de Ale Gigena- gestuales. Crea su propio código y lo sostiene, así como logra continuidad desplegando situaciones alegremente engarzadas en su delirio.
De un barco insinuado en tercer plano que acaba de llegar a Buenos Aires desciende Mary, una chica irlandesa que sus padres mandan (“como un paquete”, dirá ella más adelante, a la hora de rebelarse) para que se case con Dido (extravagante nombre surgido en la búsqueda de una rima, nada que ver ni con la reina de Cartago de La Eneida de Virgilio, ni con Dido y Eneas, la ópera de Purcell). En el puerto hay un muchacho, Patrick, que espera a una novia de Irlanda que no ha de llegar: Mary trae una carta de ella negándose a viajar y rompiendo el noviazgo. Dido no aparece por ningún lado y Mary acepta la invitación de Patrick a probar un pebete de cocido en el café Tortoni. Y ya comienzan los enredos que incluyen a un Dido infiel que miente como un descosido y a Rita, su amante, que antes fue novia de Patrick, quien se va sintiendo atraído por Mary… Todo transcurre en varios espacios emblemáticos porteños –el puerto, el Tortoni, la confitería Las Violetas, el Hotel de los Inmigrantes, el Rosedal- deliciosamente sugeridos por un dispositivo escenográfico de Marcos Murano, que va girando como una calesita, como el torbellino de la vida (y de la rima) que propulsa a los personajes a choques, desencuentros, alianzas… E incluso a buenos negocios como el de amasar y vender scones que emprenden las dos chicas antes de bailar juntas un tanguito, quebrando la prohibición que recaía sobre las mujeres.
Los inspirados diálogos brindan líneas de gran síntesis (“Papas, no quedó ni una”, le informa Mary a Patrick, y él a su vez la encuentra “muy virgen”), de humor contemporáneo (“pero no digas nada,/ ahora está medicada”, le comenta Dido a Rita, para alejarla de Mary); el incorregible Dido también da una definición extrema del varón argentino: “corajudo y mujeriego,/ baila el tango hasta la muerte”.
Cada vez más avispada, Mary empieza a salirse del molde impuesto, a desarrollar su autonomía, a zafar de mandatos familiares, religiosos. Por cierto, B.H. sabe bien de qué está hablando: ella proviene de una familia irlandesa, dentro de una comunidad que se mantuvo endogámica durante el siglo XX, sin mezclarse con otras nacionalidades, con fuertes rasgos culturales, como la música celta que hoy se cultiva en la Argentina y que resuena en Shamrock (además del citado tango). En Buenos Aires y en otras localidades de nuestro país, los irlandeses levantaron iglesias y fundaron colegios (el Santa Brígida, de Caballito, por ejemplo); de esta inmigración descienden argentinas tan eminentes como María Elena Walsh y Cecilia Grierson (nuestra primera médica).
En la obra se cita a un cura, el padre Fahy, que actuaba de intermediario entre los hombres de la Verde Erín ya instalados acá y las familias de Irlanda con hijas casaderas que, luego de la gestión, eran enviadas a una tierra lejana donde se hablaba otro idioma para contraer matrimonio a menudo con un desconocido y cargarse de hijos porque no existía ninguna forma de control de natalidad. Brenda Howlin decide desde la ficción darle una oportunidad a Mary para que viva su vida, cumpla sus deseos, tome el control de su destino.
Ataviados con primoroso acierto por Julieta Harca (creadora, entre otros trabajos, del excelente vestuario de Pieza plástica, en 2016), quien además de diseñar se puso a cortar y coser los trajes que transportan al público a 1900, los actores y las actrices se deslizan en el juego de la comedia con total fluidez: Ale Gigena es un prodigio de plasticidad y el humor parece brotar naturalmente de su figura; Pablo Kusnetzoff hace magia literalmente –es su oficio paralelo y lo aplica aquí en el momento menos pensado- y virtualmente poniendo una especial energía en escena; Juliana Ascúa es una convincente una ingenua del cine mudo que evoluciona hasta independizarse sentimentalmente, económicamente; Camila Peralta rinde una pizpireta y fogueada argentinita. Los cuatro unificando un improbable acento inglés, puestos en relieve por las luces de Fernando Chacoma.
*Shamrock, en Beckett Teatro, Guardia Vieja 3556, los viernes a las 23, a $ 350 y $ 250
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