El prolífico escritor austríaco Stefan Zweig publicó en 1927 la novela breve Carta de una desconocida. Se trata de una única extensa carta que llega a las manos del hombre que fue objeto de deseo de quien remite la carta. Y se utiliza el tiempo pasado (fue) ya que sabremos todos, destinatario y lectores, que se trataron de las palabras finales de la mujer desconocida, quien decidió después de escribirlas quitarse la vida.
La carta de la persona que se suicida es un tópico de la literatura y también un tópico de la vida, si es que se permite el oxímoron. Es que la carta funciona como sistema para lograr transmitir un mensaje complejo a un receptor tardío, quien lo puede leer solamente una vez que todo se hubo cumplido. El llamado “diferimiento” (el tiempo del que escribe no es el mismo del que lee) y la ausencia (el receptor no se halla presente en el acto enunciativo) parecen ser las coartadas claves del suicida: puede reflexionar sobre sus dichos, pausarlos, volver a estos cuantas veces quiera antes del envío; pero también puede expresarlos sin ser interrumpido ni interpelado en lo inmediato. Ni en los dichos, ni en sus sucesivos hechos.
Alfonsina Storni vivió una vida plena ligada a la escritura. Y así fue hasta el mismísimo límite. La noche del 18 de octubre de 1928 entró a la estación Constitución acompañada por su único hijo, Alejandro. Al pie del tren se despedirían. Ese sería su último viaje. En Mar del Plata, se alojaría en una pensión de la zona de La Perla. La misma zona en la que hoy se levanta un monumento que la recuerda. Desde allí le escribió dos cartas a su hijo.
Sueñito mío, corazón mío, sombra de mi alma, he recuperado el sueño, ya es algo. Dormí en el tren toda la noche. Te escribo ésta recostada en mi sillón, la mano sin apoyo. El apetito mejor, pero sigo con una gran debilidad. Lo mental es lo que está todavía debilísimo. ¡Ay mis depresiones! Y qué temor me dan. Pero hay que confiar, si el cuerpo se levanta puede que lo demás también. Te abraza largo y apretado, Alfonsina.
Querido Alejandro: Te hago escribir con mi mucama; pues anoche he tenido una pequeña crisis y estoy un poco fatigada, solamente para decirte que te adoro, que a cada momento pienso en ti, nada más por ahora para no cansarme e insisto en decirte que te adoro, sueña conmigo, lo necesito. Besitos largos, Alfonsina.
Y una tercera a su amigo también escritor Manuel Gálvez:
Querido Gálvez: Estoy muy mal. Por favor, mi hijo tiene un puesto municipal, yo otro. Ruéguele al intendente en mi nombre que lo ascienda acumulándole mi sueldo. Gracias. Adiós. No me olviden. No puedo escribir más. Alfonsina.
Luego Alfonsina escribiría unas notas que dejaría sobre la mesa de la habitación: una dirigida al juez y la otra, como el náufrago en una botella, al que la leyese: “Me arrojo al mar”.
Cualquier carta parece estar sujeta de ser interpretada como mera simulación. Sea por el diferimiento, sea por la ausencia, la carta siempre puede ser carta falsa. Así lo dice Kafka en una de sus célebres cartas a Milena:
La gente apenas si me ha engañado, pero las cartas sí; y en verdad, no solo las de otras personas, sino también las mías propias. En mi caso éste es un particular infortunio del que no diré más, pero al mismo tiempo, también un infortunio general. La fácil posibilidad de escribir cartas debe de haber traído al mundo -vista nada más teóricamente- una terrible desintegración de las almas.
Por eso cuando hablamos de carta final, se implicita un elemento anómalo para esta tradición epistolar: se trata de la verdad, y nada más que la verdad. Los muertos no mienten.
Y hay otro elemento anómalo de las cartas finales que tiene que ver con la correspondencia. Desde la antigüedad, la carta fue descripta como un diálogo en forma escrita. Dos o varios interlocutores participan así de una sucesión de escritos personales que reponen escritos anteriores y, de alguna manera, anticipan los próximos. Esto hace que, por lo general, se encuentren los primeros párrafos ligados al eslabón anterior de la cadena (recibí tu carta, etc.), mientras que los últimos párrafos prevén la respuesta a través de preguntas (¿cómo están ustedes?) o exigencias (escribime). La carta considera entre sus mismos elementos la fórmula de su propia supervivencia. Por eso, cuando no hay respuesta, lo que se rompe es la mismísima idea de correspondencia. Es lo que fatalmente ocurre con la carta final.
Como sabemos, Alfonsina Storni agregó una carta más a este final. Se trató de su célebre poema: Voy a dormir, que envió al diario La Nación en sábado 22.
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...
Tuvo la última palabra.
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