Charo apaga el televisor desde el control remoto y se deja caer de espaldas sobre la cama de los padres, fastidiada. Se queda mirando el ventilador que gira encima y se entretiene haciendo encajar palabras en el ritmo de cada vuelta: así no, así no, así no, somos dos, somos dos, somos dos. Total ya no va a poder entender lo que digan los dibujos animados en la pantalla porque es la hora en que el griterío de los vecinos de arriba le arruina la paz. Y si sube mucho el volumen, la madre le va a chillar que lo baje, que aturde.
Había empezado la novela antes de muchas otras formas, pero cuando las imágenes sueltas se compusieron en esa escena tuve claro por dónde seguir. Esta nena, de entre 8 y 10 años, se representaba la vida de sus vecinos a partir de los ruidos. Como le dice la madre, por su curiosidad Charo se convierte en una “sonidista de la alquimia diaria”. Y el edificio habla a través de los portones del garaje, las suelas arrastradas en los cerámicos del pasillo central, la forma de cerrar las ventanas, las baterías de ollas orquestándose en las cocinas, el agua de las duchas, el rugido de los inodoros, las toses, el ir y venir del ascensor, los soliloquios telefónicos en voz muy alta, el maullido de un gato que parece interceptar tempestades humanas.
Enseguida me imaginé que la vecina (adulta) de arriba, asomada a su balcón, miraba con una mezcla de envidia y desprecio a la vecina de abajo mientras tomaba sol en el jardín, con una edad y una familia similares a las suyas. El gesto con que supuse que la observaría decía tantas cosas: “me encantaría ser como vos aunque quisiera aporrearte hasta que dejes de existir”. Una némesis. En algún punto anoté eso: Leila es la némesis de Gloria, y viceversa. La amistad entre mujeres muchas veces se da así, pasa por sentimientos extremos. Jonathan Franzen lo desarrolla maravillosamente en su novela Libertad.
Me produce fascinación ver qué sucede cuando ponés a convivir un grupo de hormigas en un frasco. Qué pasa cuando reunís a personas desconocidas en un trabajo, en un equipo deportivo, en un crucero de turistas, en un hotel sin salida, en una propiedad vertical. Esa convivencia forzada, esa combinación azarosa, ese encierro involuntario puede evolucionar muy bien o muy mal. ¿Acaso una familia no se establece también así: por un algoritmo casual? Nadie elige a sus parientes y por lo general tampoco a los vecinos. Pensar los cruces que se derivan de esas combinaciones fortuitas me dispara la imaginación en muchas direcciones.
Los edificios son un semillero de historias en ese sentido. Y la mala calidad de las construcciones en las últimas décadas acerca hasta lo inverosímil la proximidad entre sus habitantes. Si pienso en fines creativos, tuve la suerte de vivir en un par de edificaciones así y, con más fortuna a favor, me tocaron grupos humanos patológicos que nutrieron mi ficción.
Quizás la motivación para mí (y para muchos) llega desde ese raro lugar llamado “No hay mal que por bien no venga”. La literatura –pero sobre todo el interés por escribir– me rescató muchas veces de esas situaciones que uno normalmente preferiría no tener que atravesar. De pronto estás involucrada en un cuadro indeseable y te preguntás por qué, qué hago en medio de esto, y de ahí a la desesperación hay cinco pulsaciones. Pero a la sexta, la mente literaria cambia de dimensión: te coloca como espectador de un episodio frente al que se puede reaccionar de varias formas. Una es quedarse empacado en la literalidad de las cosas y pasarla horrible (en el caso de los consorcios podrías incluso verte convertido en asesino muy a pesar tuyo). Otra es verlo con la lupa del humor, trastocar el sentido: ver lo trágico como algo grotesco. Una tercera es absorberlo, decodificarlo, retenerlo con la indagación de un narrador, donde siempre cabe cierto grado de distancia y de ridículo. Cualquier evento visto así deja de ser una pesadilla para transformarse en material de trabajo. Desde su oscuridad, ese hecho de pronto ilumina algo nuevo. Y ese instante de verdad es epifánico.
Mi primer libro de cuentos, Algunas familias normales, ya trataba sobre agrupaciones humanas de lo más aleatorias. Un escritor se instala a vivir con un linyera, un productor de radio se hace amigo de una olvidada estrella de cine, un taxista secuestra a una mujer y su hija porque quiere armar una familia. Uno de los relatos reúne a mujeres oficinistas empecinadas en develar quién es el jefe, mientras que otro está basado en un acta de consorcio bastante brutal y bastante real.
En Una casa llena de gente varias familias estrenan un edificio donde se despliega todo tipo de interacciones. Walter Romero me contó después de leerla que algo así había imaginado Georges Perec para La vida instrucciones de uso (1978): un edificio sin fachada y una novela que mostraba lo que ocurría en su interior. Para escribirla se basó en una imagen del célebre ilustrador rumano-americano, Saul Steinberg, The Art of Living (1949). Si bien llevo muchos años sin revisitar esa obra del autor francés, la referencia me pareció sumamente atractiva. Porque sí, eso era lo que yo quería lograr: no imitando a Perec si no a la vida misma. Al menos la que a mí me tocó jugar.
La dificultad fue encontrar la voz con que invitar al lector a pasar una temporada en ese “castillito de arena”, como llaman los personajes al edificio porteño amarillo y endeble. Durante años –con interregnos de abandono, de publicar otros libros, de escribir uno que jamás será publicado– busqué una forma de contar esta historia que me sonara bien. Que sonara como yo quería oírla. Empecé y cancelé el mismo relato una cantidad incontable de veces. Hasta que lo relacioné con un trabajo que había hecho: consistía en escribir biografías personales por encargo. Me entrevistaba por separado con los distintos miembros de una familia, hacía preguntas, iba conduciendo la charla, para luego componer, con ese mosaico de voces, un retrato familiar: el legado que dejaban a sus hijos, a sus nietos, a la posteridad.
Mi misión estaba justo en el límite entre la de una periodista y la de una psicóloga. En un punto renuncié al trabajo pero me quedaron resonando esas voces, esa forma que tenemos de reparar en distintos aspectos de lo mismo, de olvidar unos hechos y resignificar o idealizar otros. La lente con la que miramos, la voz con que lo transmitimos, el recorte teñido de nosotros que hacemos de los otros, ese contagio de yo en el otro, del otro en mí, ese borde fruncido entre lo que somos, lo que creemos ser y lo distintos que somos para cada uno de los demás. Somos individualmente un collage que nunca terminará de integrarse.
La música también fue esencial, porque una vez que empecé a hacer hablar a algunos de los personajes, me di cuenta de que empezaba a dirigirlos como a instrumentos en una orquesta: sonaba un violín solista, entraban y se alternaban dos contrabajos, en otra parte dialogaban una flauta y un piano, hasta que en un alto climático tocaban todos juntos, para discutir acaloradamente un tema delicado.
Es increíble cuando un círculo cierra después de todo, después de tanto. Sin querer o sin darme cuenta, al dejarme llevar por esas exploraciones, había concretado cierta idea que se me había metido entre ceja y ceja de muy joven, que después había olvidado porque me parecía imposible: fusionar la narrativa con el teatro. Hacer una obra de teatro novelada, una novela teatral. Finalmente llegué ahí no por decisión, sino por los rulos que entrelaza la mente cuando se la deja en libertad, jugando.
Entonces, cuando la protagonista de Una casa llena de gente dice que la literatura es un cubo mágico, que es todos los juegos en un juego, debo reconocer que gracias a ella pude entender por fin tan linda verdad. Si uno presta atención, todo se completa y se complementa con todo lo demás.
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