Una radio de frecuencia corta. Una cámara Speed Graphic. Un flash potente. Mucha osadía. Con esos cuatro elementos, un hombre llamado Arthur Fellig, conocido mundialmente como Weegee, desafió la ley de la calle durante los ’30 y los ’40 en una Nueva York sumida en el conflicto, la violencia, la muerte. Y se convirtió no solo en un referente de la fotografía, sino en una leyenda, donde el mito muchas veces ocupó el lugar del hombre.
Para adentrarse en la sordidez de su mundo, una muestra en el Centro Cultural Borges recorre las imágenes de quien se considera el padre del fotoperiodismo policial, en una exhibición en la que las imágenes van de lo truculento a las reuniones clandestinas y escenas tras bambalinas de eventos sociales.
Salvando las diferencias técnicas, muchas de estas imágenes respiran una actualidad apabullante, quizá porque Weegee fundó una “escuela” que permanece latente en la prensa amarilla o quizá porque el mundo no cambió tanto en su esencia.
Weegee (1899-1968) “fue el único fotógrafo en el New York de los años 30 y 40 al que fue otorgado el privilegio, en 1938, de tener una radio instalada en su automóvil, un Chevrolet, para recibir las transmisiones de policía y bomberos. Hacía sus fotos pensando en la noticia. Le interesaba el contraste en blanco y negro porque sabía que era para la prensa. Le preocupaba el efecto que esta tenía en el lector. Se puede decir, que fue el fotógrafo que convirtió el asesinato en un espectáculo”, escribió Blanca María Monzón, en el texto curatorial.
Y es que la exhibición Weegee. La cámara del crimen, cuyas imágenes pertenecen a la berlinesa Galería Bilderwelt, retrata justamente aquella época y hace “visible esa cara oculta de la realidad integrándose con su cámara allí donde nadie se había animado a entrar”.
Hijo de inmigrantes húngaros, nació Austria y llegó a la “tierra de las oportunidades” con 11 años. Por supuesto, las “oportunidades” en aquella época significaba abandonar los estudios para trabajar durante la infancia. Así, comenzó su historia como asistente de otros fotógrafos, hasta que en 1918 tuvo regularidad laboral en un estudio en el bajo Manhattan, que le permitió experimentar y lo llevó a convertirse en un freelancer a mediados de los 30. Si bien una leyenda aseguraba que llegó a tener su propio centro de revelado en el baúl de su auto, no hay testimonios orales ni fotográficos que puedan corroborar esa información.
Antes de tener su propia radio en el auto, pasaba horas en comisarías para tener el dato antes que nadie. En todos los casos, salía corriendo a vender las imágenes a 5 dólares la pieza -una fortuna para la época- a medios como El Herald-Tribune, Daily News, Post, The Sun o el PM Weekly.
De acuerdo a la leyenda, su apodo era una derivado fonético de ouija, el tablero utilizado por entrar en contacto con los muertos en las prácticas espiritistas, debido a esa capacidad de llegar a las tragedias apenas después de producidas. Él no solo aceptó el seudónimo, sino que le agregaba una adjetivación: The famous Weegee, así firmaba sus trabajos.
Weegee no fue un fotógrafo marginal. Su fama le dio acceso a los círculos más poderosos de la Gran Manzana, que deseaban ser retratados por este trabajador de los truculento y ese reconocimiento de clase facilitó ser avalado de manera institucional. Así realizó retratos de celebridades como Dalí, Warhol y Marilyn Monroe, por nombrar algunos.
Para inicios de los ‘40 tiene su primera exposición en Nueva York y el Museo de Arte Moderno comenzó a recopilar su obra, que exhibió en 1943. En 1945, publicó su libro Naked City, donde sienta las bases de lo que sería su gran obra más allá de lo sensacional: amantes de la playa a las 3:00 a.m., prostitutas transgénero detenidas por la policía, las mujeres de la alta sociedad, los eternamente pobres.
Las historias que circundan su faena nocturna, cámara en mano, en búsqueda de una gran captura para vender, llevaron su leyenda a terrenos dignos de la cinematografía. Tras la publicación de Naked City la obra tiene una extraña adaptación al cine con Jules Dassin como director, en 1948, aunque su vida, con mucho de mito -claro-, tuvo una adaptación a la gran pantalla en 1992, con El ojo público (The public eye) interpretado por Joe Pesci.
Su legado, más allá del crimen
Weegee, lejos de la idealización, fue el padre de una estética, de una manera de ver un mundo que mostraba su corrupción, su desidia, su capitalismo, por primera vez en las calles. ¿Pero fue Weegee como lo asegura la muestra “la cámara del crimen” o como se lo conoce popularmente, “el fotógrafo que convirtió al crimen en un espectáculo” o solo el proyector, el médium circunstancial, de un momento en que la violencia se naturalizó y que gracias a los medios -a la demanda- se espectacularizó?
Quizá atribuir a un solo el hombre el poder de crear un espectáculo del crimen no sea lo más justo, quizá sea atribuirle un poder que nunca tuvo, pero que sí ocupó un espacio que esperaba por ser tomado. Por otro lado, ¿qué representaciones ocupan la mente cuando al cerrar los ojos se piensa en los EE.UU. de los 30, de los 40?, ¿qué imágenes la gran factoría de Hollywood implantó como estética de época?, ¿y cuál fue la influencia de Weegee en ella?
Históricamente, ya en los 30 había explotado la burbuja de los “años locos”, esa que se produjo con la expansión económica, con el capitalismo abriendo sus alas al consumismo y la violencia detrás de la ley seca. Aquella década de fiestas, de charleston, había dejado paso a la Gran Depresión, a la hambruna, el olvido, el abandono, la desesperación por intentar salir de los brazos capitalistas que hundieron al país hasta el comienzo del New Deal.
Weegee estuvo en el medio de todo aquello, entonces solo quizá hubo mucho de eso de la persona indicada en el lugar correcto, aunque es ineludible aceptar que contribuyó a crear un imaginario que permanece, que se extendió, y que influyó al film Noir, que comienza a ser esencial para entender los ‘40 y los ‘50, y se adelanta al neorrealismo italiano, el movimiento cinematográfico que surge a mediados de los ‘40.
Ahora bien, Weegee documentó como nadie una época y su obra orientó a otros artistas, por cercanía o rechazo, a indagar en los cambios sociales que la economía había producido. Weegee fue otra cara de la misma moneda de grandes referentes de la fotografía social como Dorothea Lange o Walker Evans, quienes fueron más alumnos de la escuela de Lewis Hine, y salieron camino rural adentro para eternizar aquello que la ciudad no veía y de lo que era, en gran parte, responsable. Incluso, podría aventurarse, que las fotos circenses de Weegee, del mundo de frikis de ferias, también fueron movilizantes en la producción posterior de Diane Arbus. Todos, con su contribución, eternizaron un mundo que no resulta muy diferente al actual en su crueldad.
Si bien se lo suele comparar con Gyula Halász, el húngaro conocido como Brassaï, que eternizó la noche parisina, las diferencias entre ambos contemporáneos son notables. Un hombre tirado en la calle en Weegee es un muerto o un homeless tapado con cajas de cartón; en Brassaï se acerca más a un beodo que no llegó a su casa mientras la neblina del Senna comienza a cubrirlo. En resumen, si bien recorrieron el lado salvaje, la sordidez de los desclasados, las propuestas estéticas no son similares.
Weegee fue un cultor de la crudeza sin filtro, un paparazzo de la furia del cemento. Es verdad que su estilo no es pulido, pero era un artista, un autodidacta de actitud visceral, que hizo de la fotografía un modus vivendi y fundó así un arquetipo, el del fotógrafo sensacionalista, inescrupuloso, deseoso de que las cosas fueran de mal en peor en pos de tener la mejor imagen, una suerte de portador de una cámara vampira deseosa de captar el líquido rojo y vital escapando de los cuerpos. Un antes y un después.
*Weegee, la cámara del crimen. En la sala 21 del Centro Cultural Borges ( Viamonte y San Martín). De lunes a sábado, de 10 a 21. Domingos de 12 a 21. Hasta el 27 de octubre. Entrada: 250 pesos.
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