En 2010, cuando regresé al país luego de siete años afuera, conseguí trabajo en una escuela especial para adultos con discapacidad mental y trastornos psiquiátricos. Creo que de ahí surgió, en parte, mi novela Con perdón de la palabra (Obloshka, 2019).
Venía de vivir en un pequeño pueblo del norte de Estados Unidos, con más frío y nieve que Bielorrusia, y con las características que suelen tener los campus universitarios yanquis: un mundo prácticamente sin niños ni ancianos, sin mendigos, sin personas con discapacidad mental. Un mundo relativamente homogéneo en donde la violencia bucea subcutánea y sólo a veces eclosiona. Un mundo en donde el respeto por las diferencias es una de las banderas políticamente correctas que pueden esgrimirse sin verdaderos costos de mantenimiento.
Aunque la discapacidad y la locura no me eran temas ajenos, nunca hasta entonces había convivido diariamente con jóvenes con necesidades especiales. La experiencia fue intensa y me desbarató unos cuantos mitos. Ni más afectuosas y demostrativas, ni tontas e incapaces de aprender, ni merecedoras de pena: las personas con discapacidad son impredecibles en algunos aspectos, repetitivas en otros, diferentes entre sí y, ante todo, tan humanamente universales como cualquier mortal.
Con cierto afán del turismo cultural, o cargando con la tradición de la “excursión-en-micro-al-planetario” que heredé de la primaria, cada vez que podía, salía de paseo con algún grupo de alumnos. Visitas al teatro, al cine, deportes o vueltas a la plaza: cualquier excusa era válida para escapar unas horas de la institución. Creo que durante esas caminatas fui gestando la voz del narrador y protagonista de mi novela: Muñón. Un discapacitado errante, desesperado, siempre un poco a la deriva por la gran ciudad. Recibir las miradas de los “normales” –miradas a veces piadosas, a veces de evidente rechazo, pero casi nunca apáticas– fue una experiencia movilizante. Sentía que éramos vistos como un conjunto de locos o de bobos: seres a los que hay que cederles el paso para luego alejarse lo más rápido posible.
Miguel caminaba hablando a los gritos, aplaudía y piropeaba a cuanta mujer se le cruzaba, sin importarle si era anciana, nena o monja. Dolores repetía, incansable, que a ella le gustaba cocinar “tortas con merengue del blando, que se llama merengue italiano porque viene de Italia”. Solía detenerse en la sílaba “blan”, tal vez para expresar mejor esa consistencia. Federico relataba partidos de fútbol imaginarios en los que su equipo, All Boys, ganaba indefectiblemente. Si el gol justo coincidía con los aplausos de Miguel, los muchachos saltaban abrazados por uno o dos minutos mientras el resto esperábamos a que decantara un poco la euforia.
Hilda era la mayor. Era muy pulcra. Tenía dos obsesiones: miedo a contagiarse cólera y miedo a contagiarse sida. Tan desbordantes eran estos miedos que, apenas arrancaba a hablar, se le mezclaban uno con otro, como los aplausos y los goles, como la blandura del merengue italiano. En la cúspide del pánico, sida y cólera se contraían para Hilda de la misma manera. Cada vez que la palabra “sida” salía a flote, sus manos mostraban las palmas ajadas, sus cejas se alzaban y, con el gesto de quien detiene el tránsito, aclaraba: dos gotas de lavandina en un balde de agua para higienizarse. El énfasis en la higiene lavandinesca era paralelo a otro.
Hilda tenía una muletilla al hablar, repetía cada dos por tres la frase “con perdón de la palabra”. “Yo, lo que creo del cólera, con perdón de la palabra, es que una tiene que lavarse bien las manos y usar siempre preservativo”. “La higiene es fundamental”, remataba. O, por ejemplo, si acabábamos de almorzar, Hilda podía quejarse de que las milanesas habían tenido demasiado, con perdón de la palabra, ajo. Un día, mirándome las manos, me dijo: “¿Sabés lo que tenés que usar para la cutícula? Un palito de, con perdón de la palabra, sándalo”. Otro día me recomendó “una crema de, con perdón de la palabra, caléndula”. Si acababan de poner un espiral para los mosquitos y el tufo químico empañaba el ambiente, Hilda explicaba entonces que “ese olor provenía del, con perdón de la palabra, espiral”. Si en la escuela habían baldeado el patio, se paraba en la puerta y avisaba a todos que el piso estaba, con perdón de la palabra, mojado. En otra ocasión me explicó que, cuando una tenía un calambre, había que apretar bien fuerte con el puño cerrado un, con perdón de la palabra, corcho.
No tengo idea de por qué aquella mujer sentía que todas esas palabras –cólera, ajo, sándalo, caléndula, espiral, mojado, corcho– requerían perdón. Hilda prometía una transgresión que luego, al rematar la frase, ooooleeee, como el torero al toro, se zafaba de la embestida de los cuernos y el paño rojo flameaba en el aire. Del crisol que forman estas vivencias con mis lecturas es que –creo yo– surge ésta, mi segunda, con perdón de la palabra, novela.
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