Conocí Roma cuando, en 1968, tenía catorce años. Fue mi primer amor. Y fue creciendo. Y nunca la abandoné. Cada vez que puedo, la vuelvo a visitar y me quedo dialogando con sus templos, con sus ruinas y sus mármoles. Ya cumplimos las bodas de oro y seguimos juntos. La admiro. Durante mis años en Milán y en Florencia, donde viví, la visitaba continuamente. Ya no sé cuántas veces fui y cuánto tiempo pasé con ella. Es la caput mundi, la más bella ciudad del planeta.
Con el tiempo, de tanto visitarla y de leer su historia, las guías turísticas dejaron de servirme. Empecé a comprarme guías arqueológicas, de esas que usan los profesores universitarios, y recorrí el foro tocando piedra por piedra, incluso el lapis niger de la primera inscripción en latín que se conoce. A veces, me dominaban otros amores históricos, filosóficos y literarios; aun científicos. Amores fuertes, profundos. Pero a Roma nunca la dejé. Toda vez que pude, volví a ella y, todavía hoy, alejado y, si no viejo, tan maduro que estoy por caerme del árbol, cada tanto vuelvo a ella.
Hubo una época -por allá, por la década del ’90- en la que me dediqué casi exclusivamente a leer los clásicos latinos. No me quedaba tiempo ni para los diarios. Cada día era una fiesta de retórica, de literatura y de belleza. Salustio, Cicerón, Tito Livio, Séneca, Tácito, Suetonio y Quintiliano pasaban por mis manos. Horacio, Virgilio, Ovidio, Propercio y Tibulo decoraban mis tardes. Y también me volcaba a libros de epigrafía romana y a la búsqueda continua del lugar donde llegó la cesta de Rómulo y Remo para que los amamantara la loba o el sitio preciso en el que Bruto mató a César. O visitaba la Rupe tarpea, desde donde arrojaban al vacío a los traidores de la Urbe, o los rostra en los que Marco Antonio pronunció, frente al pueblo romano, el discurso fúnebre con la toga ensangrentada de Julio César en sus manos -el discurso que ya no queremos distinguir del que compuso Shakespeare.
¡Cuánto esplendor estético me dieron los clásicos! Me resulta difícil expresarlo, pero, por suerte, ya lo hizo Maquiavelo en el famosísimo párrafo de su carta del 10 de diciembre de 1513 al amigo Francesco Vettori, que transcribo a continuación:
“Llegado el anochecer, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio; y en el umbral me despojo de mis vestidos cotidianos, llenos de fango y de lodo, y me pongo los atuendos reales y curiales; y ataviado adecuadamente, entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde, de ellos recibido amorosamente, me sacio de aquel alimento que solum es mío y que yo nací para él; donde yo no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarle la razón de sus actos; y ellos por urbanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo ninguna desazón; me olvido de cada afán, no temo la pobreza, no me turba la muerte; todo yo me transfiero en ellos. Y porque Dante dice que no hay ciencia sin retener lo comprendido, yo he anotado aquello que de su conversación he tenido por fundamental, y he compuesto un opúsculo de Principatibus”.
Entonces, de tanto amor por Roma y tanta lectura de los clásicos, ¿cómo no escribir una novela donde la Urbe sea protagonista, si no principal, siempre presente? Claro que hay otros ingredientes en esta historia de amor. Propercio, Tibulo y Ovidio usaron una figura literaria muy en boga por aquellos años del Imperio: el servitium amoris, la esclavitud del amor, o más precisamente, la servidumbre sentimental a la que nos somete la mujer amada, a quien le dedicamos todos los pensamientos de un día cuando está ausente y toda nuestra devoción cuando la tenemos a nuestro lado. Una de las dos manumisiones anunciadas en el título de la novela alude a esta libertad. Furio, que es esclavo, después de recibir la primera manumisión -la formal independencia de su condición servil por parte de Lausonia, la noble matrona romana que obtiene de su depravado esposo el documento que autoriza la emancipación de su esclavo lector- consigue, de manera atroz, manumitirse por segunda y fatal vez. Ya no tendrá que consagrar más su vida y sus sentimientos a la mujer amada.
De eso trata Manumisiones. No sé bien por qué, a pesar de que Tácito y Virgilio, particularmente, me indujeron siempre a la exaltación de la historia romana, me atrajo mucho más contar algo menos comprometido con los hechos históricos conocidos, con las grandezas de Roma y sus emperadores. Más bien, me interesó comprender cómo pensaría un esclavo, por más privilegiado que fuera -como Furio, por saber leer-, y en especial qué sentiría una persona devota de los dioses paganos ante los primeros embates del cristianismo, una secta emergente del judaísmo que no respetaba la piedad hacia los dioses de los romanos ni veneraba al emperador como se debía.
Quise tener el cuidado de escribir una novela enmarcada en una época histórica, no una novela histórica en la que hablen cónsules y senadores, y actúen emperadores y tribunos. Procuré, hasta donde pude, usar la mayor cantidad de términos de etimología latina y sólo cuando un vocablo, por caso “taberna”, que se usaba para cualquier negocio al público y que podía evocar la imagen de una hostería, lo cambié por un equivalente más inteligible, como “librería”, para ser cortés con quien me lee.
Si algún raro lector probara la vigésima parte de la felicidad que yo experimenté al escribir Manumisiones, me daría por satisfecho.
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