No soñar es una ventaja. Ese era mi primer pensamiento cada mañana, cada vez que abría primero un ojo y después el otro. No tenía un orden establecido. A veces el ojo izquierdo era el que inauguraba el día; otras, el derecho. Nunca los dos juntos, jamás. El primer ojo echaba un vistazo y le avisaba a su compañero que estaba todo bien, que podía abrirse tranquilo, que un nuevo día estaba arrancando y que, por lo menos, a simple vista no había nada que temer. No suelo recordar mis sueños. Sí, realmente es una ventaja: eso ejercita mi imaginación.
Todas las mañanas, cuando llegaba a la tienda de despacho de pan, doña Josefina, la dueña, arrancaba con el relato del sueño que había tenido la noche anterior. No me decía «buen día», no le interesaba si había descansado bien o mal. Su manera de saludar era esa: contar un sueño. Su sueño.
Algunas veces se demoraba. Me seguía con la mirada mientras me ponía el delantal blanco, me recogía el pelo y lo escondía bajo la coa de algodón. Esperaba, paciente, a que me calzara los guantes de látex. Cuando me veía lista, rompía el silencio. «Tuve una pesadilla, los monstruos me han visitado esta noche», solía decir a modo de preludio.
Podía ser la historia de un asesino imaginario que se colaba por la ventana de su pequeña casa de piedra y, armado con una espada, la mataba para luego esparcir sus pedazos a lo largo del río Fluviá o el regreso de la encapuchada, una mujer sin edad que se cubría el rostro y, sin decir una palabra, sobrevolaba por el pueblo como una maldición. Yo fingía escuchar atentamente, mientras acomodaba los panes brioches en una bandeja de plata. Doña Josefina se entusiasmaba con su relato luego de cada una de mis actuadas expresiones de horror. No había perdido la destreza para la mentira. La ejercitaba como si fuera un músculo más de mi cuerpo: planchas para los abdominales, sentadillas para los glúteos, estocadas para los cuádriceps y sueños inventados para la mentira.
«¿Y tú qué soñaste?», preguntaba siempre doña Josefina, como si soñar fuera algo de lo que no se carece, algo que simplemente sucede en lo cotidiano como beber, comer o ir al baño. Habilitado mi turno con la pregunta, yo arrancaba y las palabras me salían como cataratas. «Soñé que la niebla matutina de Besalú era, en realidad, una nube tóxica que atrapaba al pueblo y todos nosotros nos moríamos envenenados». «Soñé que se derrumbaba el Pont Vell y ya nadie podía entrar o salir del pueblo nunca más y quedábamos abandonados, armando nuestro propio país dentro de una Cataluña nueva». «Soñé que dejaba de ser humana y me convertía en un ser hecho íntegramente de masa de pan, y que para no desaparecer tenía que cocinarme dentro del horno de leña de la panadería».
Doña Josefina me escuchaba siempre con las manos sobre su cara: con una se tapaba la boca y, con la otra, se sostenía la cabeza mientras lanzaba exclamaciones de pánico o de alegría, según mis sueños inventados lo requirieran. A veces, me parecía que ella también me engañaba. No habría sido extraño. Doña Josefina era una sobreviviente, como también lo era yo.
Mientras pensaba cuál iba a ser mi historia del día, me metía en la ducha, no sin antes mirarme desnuda en el enorme espejo, que ocupaba toda la pared de mi habitación. Me observaba de izquierda a derecha y de arriba abajo. Toda. Lo usaba para chequear mi celulitis, si mi cintura se había empezado a ensanchar, si las cicatrices seguían en los mismos lugares de siempre, si mis muslos estaban firmes o si la tensión de la piel me estaba jugando alguna mala pasada. Me quitaba la cinta con la que me ataba el pelo para dormir y sacudía la cabeza; me gustaba sentir cómo la mata, que en ese entonces era castaña y ondulada, caía sobre la piel desnuda de mi espalda. Me paraba de costado y chequeaba que mis glúteos siguieran en su lugar: altos, turgentes. Era mi rutina de frivolidad, y la repetía a diario. El espejo gigante potenciaba mi vanidad, claro que sí, pero además me recordaba quién era. Me devolvía ese yo que siempre andaba camuflado en el tiempo y las circunstancias.
Después de que el agua, no siempre caliente —vivir en un pueblo medieval tiene esos trastornos—, me limpiaba la modorra de las noches mal dormidas, me ponía la ropa de fajina, aquel nuevo disfraz. El vestido de lino azul, abotonado desde el cuello hasta las rodillas, escondía a la perfección mi cuerpo, construido para ser gozado. Unas botas de cuero con piel de oveja por dentro, un tapado de paño marrón, una bufanda tejida y un gorro de lana completaban la imagen de Charo Balboa. Esa fui entonces: Charo Balboa.
Aunque no era necesario, cuando salía, cerraba con llave la puerta de casa; una modesta construcción con dos habitaciones, un baño y una cocina tan pequeña como mis habilidades culinarias; podría no haber existido que ni me habría dado cuenta. Por unos pocos euros al mes que depositaba puntualmente en una cuenta, «el ranchito», como me gustaba decirle, se había convertido en mi morada, en mi escondite.
Don Isaac, el dueño, se había mudado con sus hijos a Barcelona. El clima helado de los Pirineos, la distancia que separaba al pueblo del centro de salud de alta complejidad y la soledad —sobre todo la soledad— lo expulsaron sin permitirle mirar atrás. Lo conocí de casualidad y tuve que mentirle. El hombre estaba convencido de que le había alquilado su casita a una mujer de ascendencia judía. El rumor sobre mi judaísmo se extendió entre los dos mil habitantes de Besalú y funcionó como la carta de presentación que me permitió ser aceptada por todos. Viví un tiempo en el corazón del barrio judío, a metros de la sinagoga, una joya arquitectónica del siglo xiii.
Don Isaac me contó la leyenda antes de despedirse de sus paisanos y de Besalú. Todavía recuerdo cómo las lágrimas se le metían en los surcos de las arrugas de las mejillas. El recorrido pausado de los hilitos de agua, que por momentos quedaban suspendidos entre la nariz y la boca, me distrajo bastante, pero no olvidé su relato. La sinagoga, que había sido construida como un mirador en uno de los extremos de la ciudad, no podía ser usada por nadie como un atajo para acortar camino. Mientras hablaba, me tomó del brazo y me llevó hasta los restos de lo que, en su momento, había sido una pared orientada hacia Jerusalén. En ese lugar, en algún punto de la historia, había estado el arca sagrada. «Siempre debe quedar con una luz encendida, allí se guardan los rollos de la Torá», dijo Isaac. Me cubrió la cabeza con su chalina y me hizo apoyar la palma de la mano en las piedras calizas de las ruinas. Por el reflejo de los rayos del sol ambarino que se filtraban entre las montañas pirineas, notamos claramente el espejismo de luz que abraza a la judería. Ambos sonreímos ante lo que parecía ser un acto de magia. Esa fue la última vez que lo vi.
El centro del pueblo estaba engalanado con un cuadrado enorme, rodeado de arcos de piedra, tiendas de recuerdos y cafeterías; en uno de los costados, lucía un cartel de chapa pintado a mano, con letras ornamentadas, que decía «Plaza Libertad». Como cada mañana, me detuve a pensar en la libertad y en su significado. A fuerza de rutina, había llegado a una conclusión: la libertad es verdadera cuando nadie espera nada de uno. En Besalú fui libre: nadie esperaba nada de mí.
—¡Charo! ¡Que te apures, niña! Hoy tendremos un día agitado, me avisaron que están viniendo unos micros de turistas —gritó doña Josefina desde la puerta de la panadería.
Me conmovía un poco su esfuerzo para hablarme en español, era el único ser humano con quien lo hacía. Para ella, el catalán era su esencia, su patria. Y yo la dejaba hacer; en definitiva, a eso me había dedicado durante toda mi vida: a dejar hacer. Sobre mi cuerpo, sobre mi mente, sobre mi alma. Aunque a veces crea que alma no tengo.
La enorme mesa de madera que ocupaba la parte central de la panadería estaba repleta de torteles, los pasteles típicos de la cocina catalana con forma de rosca. En la zona de los Pirineos, los de doña Josefina eran famosos por dos razones: la maestría secreta del hojaldre que amasaba a mano, siguiendo una receta ancestral de su familia, y por el desafío que la mujer de ochenta años le planteaba a las costumbres y al calendario. Cuando la conocí, me dijo que el tortell solo se comía en esta de Reyes, en San Antonio o en San Cristóbal, y los domingos. Pero me confesó en voz baja, como se confesan los delitos o los pecados, que a ella no le importaban las tradiciones y que en su local el famoso tortell se fabricaba a diario.
Ese fue uno de los motivos por los que acepté el trabajo de ayudante de pastelería: la rebeldía de doña Josefina. El segundo motivo tuvo que ver conmigo. Nadie buscaría a una puta en una panadería perdida de un pueblo medieval, en el fondo de Girona. Y yo era una puta. Una puta que se escondía.
—Aquí tienes, Charito. Hay crema, nata, mermelada, fruta confitada y azúcar glas. Colocas lo que gustes sobre la masa y que la confitura nos quede bien linda y llamativa.
Doña Josefina estaba tan entusiasmada que se olvidó de contarme el sueño de la noche anterior. Y no era para menos. El ayuntamiento había avisado que un grupo grande de turistas latinoamericanos iba a llegar en horas del mediodía y la noticia tenía a todos revolucionados: estábamos en pleno invierno.
Las olas de frío que bajan de los Pirineos son tan intensas como extrañas. No son de viento, no son ráfagas de aire; son capas de un frío especial. Muchas veces imaginé que alguien abría la puerta de un refrigerador gigante y que esa masa helada bajaba lenta desde las montañas nevadas. En segundos, la temperatura se acomoda por debajo de cero y lacera cada centímetro de piel que no esté lo suficientemente cubierto. Es la época en la que los turistas eligen destinos más amigables y Besalú queda abandonado a la buena del ahorro que sus habitantes hayan sabido atesorar durante la temporada estival. La fábula de la cigarra y la hormiga debe haber sido inventada dentro de esos paredones construidos en 1300.
Adriá y Emma sacaron de las valijas los platos, los fuentones y las bandejas que fabrican con vidrio y armaron el estand en la toldería de la plaza. Carmé se acomodó con una manta sobre las piedras heladas, con sus decenas de modelos de anillos y collares de metal y resina. A pesar del frío, René sacó algunas mesas a la terraza de su cafetería con la esperanza de que adentro tuviera un lleno total. Todos estaban preparados para aprovechar la oportunidad. Nacieron y se criaron para estar preparados.
Bajo la mirada atenta de doña Josefina, decoré cada uno de los torteles y los dispuse en la vidriera de la panadería. La mujer frunció la cara cuando decidí armar flores con ciruelas pasas y orejones, pero mantuvo un silencio respetuoso ante mi obra maestra. Terminó cobrando dos euros más por la decoración desmesurada.
Fue Bernat, el encargado del equipo de barrenderos de Besalú, el que con sus gritos rompió el equilibrio pueblerino que se desarrollaba contra reloj. Algunos lo vieron correr por el Pont Vell, el puente de ingreso a la comarca. Dijeron que levantaba y agitaba los brazos como si lo persiguiera el mismísimo yeti. Yo solo escuché, a los lejos, un pedido de ayuda en catalán.
—¡Ay, Dios mío y la Virgen! —exclamó doña Josefina mientras me arrastraba a la calle de un brazo—. ¿Qué sucede, qué sucede?
Todos corrimos hasta el lugar desde donde venían las novedades de Bernat. Estaba parado en el medio de la plaza Libertad, contando las noticias de la misma manera que siglos atrás lo hicieron los mandaderos de los reyes: a los gritos, para llamar la atención de la tribuna. La tribuna éramos nosotros, y lo rodeamos. Algunos por curiosidad; otros, solo para ser parte del momento en el que pasa algo en un lugar donde nunca pasa nada. Yo me incluí en el segundo grupo.
—¡Qué barbaridad, Charito! ¡Tenemos que hacer algo! —me dijo espantada doña Josefina, sacudiéndome el mismo brazo del que me había arrastrado minutos atrás.
La cosa era grave. Doña Josefina me habló en catalán, como cada vez que se asustaba o se ponía nerviosa. Yo entendía, claro que entendía. Años de sexo con polacos, franceses, suecos o rusos me dejaron, además de una cuenta abultada en euros, facilidad para los idiomas. Pero me gustaba hacerme la que no entendía; la fingida ignorancia me protegía como un escudo y, además, me dotaba de un encanto desconcertante. «La Marilyn Monroe de la fellatio», solía decirme un cliente.
—No le entiendo, doña Josefina —le dije copiando el tono de preocupación general—. Me está hablando en catalán.
La mujer tragó saliva y asintió varias veces con la cabeza, parecía estar ordenando las palabras en su cerebro.
—Dice Bernat que cuando estaba llegando al pueblo por la ruta vieja tuvo que bajarse de su bicicleta porque en un costado había un auto accidentado y entonces vio que adentro había un hombre todo bañado en sangre.
Nada me importó menos, en ese momento, que la vida de un hombre con la impericia suficiente como para lanzarse a recorrer esa ruta del demonio en el horario en el que la niebla la hace intransitable, pero puse la cara de espanto correspondiente.
—¡Qué horror, doña Josefina! ¿Qué podemos hacer para ayudar, si es que estamos a tiempo?
No llegó a contestarme. El alcalde apareció en la plaza poniendo en funcionamiento un operativo de rescate a los gritos. Según Bernat, el hombre estaba vivo. El frío bajó de golpe. El lino de mi vestido era David frente al frío Goliat que descendía de las montañas.
—Doña Josefina, volvamos a la panadería. Tenemos trabajo para hacer y, además, usted se puede engripar con este frío —dije convirtiendo las necesidades propias en ajenas.
Con paso rápido y tomadas del brazo, recorrimos la distancia que nos separaba del refugio de masa de hojaldre y chocolatinas. Eran mis últimas horas en Besalú, aunque todavía no lo sabía.
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