¿Truco barato o patrimonio de la humanidad? ¿Ganga miserable o artificio que hace tolerable la vida? El sentido de la ilusión teatral sigue ubicándose en el centro de las inquietudes de Mauricio Kartun, tal como lo revela La vis cómica, la obra que estrenó el viernes pasado en la Sala Cunill Cabanellas del San Martín. En esta pieza, el dramaturgo y director nos invita a reflexionar sobre las convenciones escénicas que a la vez desafían y exigen la credulidad del espectador.
Por pura magia del lenguaje y la puesta en escena, un cuarteto de comicastros nos transporta a la época virreinal. Angulo el Malo (Mario Alarcón) es el ladino director de una compañía ambulante; en su aventura americana, lo acompañan su esposa Toña (Stella Galazzi) y el bardo Isidoro Salazar (Luis Campos). Mientras se estancan en el caserío precario que alguna vez fue Buenos Aires, sueñan con llegar a Asunción, un destino que conciben como Eldorado de su travesía teatral… Pero el director se rebaja a contratista –una suerte de artista empresario, que procura seducir al nuevo virrey– y el escritor, a copista o mero escribiente. Todo lo vemos a través de la perspectiva canina de Berganza (Eduardo Cutuli), la mascota de Isidoro.
No revelemos las peripecias: baste decir que la obra empieza como sainete pseudo costumbrista y que termina como “virulento esperpento”.
Cervantes en clave criolla
Sin respetar demasiado la cronología, La vis cómica aproxima el Siglo de Oro de la literatura española al suelo polvoriento de nuestro Virreinato, que también fue “el emporio criollo del contrabando y de la rapiña”. Dividida en cinco “jornadas”, como las comedias de Lope de Vega o Calderón de La Barca, la obra apela con libertad al tesoro de la imaginación picaresca de Miguel de Cervantes. El personaje de Angulo proviene de un capítulo de la Segunda Parte de Don Quijote (1615), pero ya aparecía fugazmente en la novela El coloquio de Cipión y Berganza (1613), de donde Kartun extrajo la figura del perro parlante y socarrón.
— ¿Qué lo llevó a escribir La vis cómica?
— Como siempre, las palancas que mueven una creación en general vienen de afuera. Hubo una convocatoria de la Embajada de España: nos propusieron a algunos autores hacer adaptaciones de las Novelas ejemplares de Cervantes. Las leí, me entusiasmé, me “detonó”. Después, por razones operativas, no estuve en ese proyecto, que sin embargo se hizo. La novela de El coloquio de los perros ya la había elegido un autor español: yo tenía que elegir otra, pero no me daba el tiempo. Y quedó ahí picando… Durante un tiempo no la consideré, porque me parecía muy extraño el lenguaje que pedía: el lenguaje hispano me resultaba impostado, artificial, me tiraba hacia un lugar anacrónico. Y el año pasado me di cuenta de que, en realidad, como todo en el teatro, de lo que se trataba era de encontrar una convención: con la convención todo se resuelve. Entonces decidí trabajarla con esa convención de que el lenguaje es una cosa y la actuación será otra, y de que no hay nada hispano en la actuación.
— Así como en El niño argentino estaba el personaje de la vaca, acá tenemos otra presencia animal: este perro parlante que aparece un poco a la manera de un metteur en scène.
— Sí, y que de hecho termina definiendo el final de la obra en función de su conflicto, y no del conflicto del protagonista. Es algo que apareció por la propia presencia del perro que habla. A mí lo que me conmovió fue la mirada, esa mirada cínica, literalmente, porque la palabra “cínico” viene de can, de perro. La mirada cínica sobre el mundo del teatro, sobre sus debilidades…
— Sin embargo, en ningún momento se aborda ese personaje de una manera naturalista.
— No, no, ni mucho menos. En la puesta es simplemente uno más que deambula, del que dicen que es un perro. Me divertía mucho la idea de crear continuamente la convención y desnudarla. Es decir, el teatro funciona por convenciones, y las convenciones son extremadamente ingenuas: necesitan de un espectador con cierta voluntad de ingenuidad. Entonces me divertía la idea de mostrarlas e inmediatamente desnudarlas. Mostrar por qué se hacen las cosas en el teatro.
— En ese sentido, La vis cómica me pareció la más “metateatral” de sus obras, la que más reflexiona sobre las propias condiciones del fenómeno teatral.
— Definitivamente. Una de las dudas era si, al referirnos tanto al mundo específico del teatro, eso no nos alejaba del mundo del espectador. Pero la verdad es que vivimos en un medio con tanto teatro que preferí correr el riesgo. Y ahora que la está viendo público que no necesariamente pertenece al teatro me doy cuenta de que, de todos modos, funciona igual.
De “autor de escritorio” a director de escena
“Yo creo que a La vis cómica me subí en dos álter egos” –confiesa Kartun–: “me subí en principio en el perro, en Berganza, y por momentos también en Isidoro. Yo recordaba esos momentos muy angustiantes de la producción, del autor de escritorio, antes de ponerme a dirigir, donde la necesidad estaba en estrenar: donde si uno no estrenaba no era nada. Eran materiales que morían en un cajón: a los que se condenaba, a los que les pasaba el tiempo y perdían vigencia. El sufrimiento de Isidoro y su deseo de estrenar el argumento fueron también los míos”.
— ¿Eso ocurrió antes de que, con La Madonnita (2003), usted empezara a dirigir las obras que escribía?
— Yo tengo más años de autor de escritorio que de director. Como director tengo algo así como 14 años, y llegué a tener 20 años antes como autor de escritorio. Años de terminar una obra y de buscar un director. De escribir muchas veces intentando seducir la estética de un director, en una especie de rara especulación en la que a veces el espectador quedaba relegado a un segundo lugar, porque al primero que había que entusiasmar era al director o a la directora. Y, si eso no pasaba, al material le iban pasando los años. Me sucedió con El niño argentino: le pasaron muchos años por encima –9 años– hasta que llegó al estreno en 2006. En algún momento pensé que no se iba a estrenar nunca. Y entonces fue una especie de felicidad radiante el haberla podido dirigir, haberla estrenado y que además haya funcionado muy bien. Porque, por momentos, era muy descorazonador mirar la obra y sentir que no iba a salir de esas hojas impresas.
— Por otra parte, la obra ironiza sobre la relación entre el teatro y el poder político de turno.
— ¡Me divertía mucho! Me di cuenta de que había armado una plataforma en la que podía reírme de una zona perturbadora de la que a veces me cuesta reírme –porque me resulta angustiante –, que es la mirada sobre la relación de algunos artistas con el poder. Me refiero a esa degradación, ese abandonar todo espíritu crítico y todo espíritu creativo para ponerse en rol de portavoz o de verdugo frente al poder. Entonces, en el momento de escribir la obra, me entusiasmó mucho ver ese grado de degradación –cómica en este caso– por el cual Angulo se entrega al Cabildo –al Virreinato– y termina siendo destruido por él.
“Donde duerme la rima, nace un refrán”
— En lugar de funcionar como un vehículo transparente para transmitir un mensaje, en sus obras el lenguaje se presenta en su materialidad, en su “opacidad”, digamos, habilitando todo tipo de juegos retóricos: rimas internas, retruécanos, metáforas, conceptismos, refranes.
— Sí, a mis necesidades eso le aporta unas cuantas virtudes. La primera es que me permite jugar libremente con lo musical del lenguaje. A veces los lenguajes coloquiales muy cercanos son difíciles de manipular en su musicalidad, y a mí siempre me interesa que mis escrituras estén tan llevadas por el sentido como por la forma. Y la forma inevitablemente es una métrica, una música. En segundo lugar, trabajar así me da mucha libertad: libertad de crear lenguaje, de crear incluso palabras, formas, modismos que no existen. O refranes que me resultan graciosos y que sin embargo no he escuchado nunca. La vis cómica está llena de eso.
— En la obra hay una frase muy linda: “Donde duerme la rima, nace un refrán”.
— Exacto: donde dos cosas coinciden, parecen indicar la presencia de una tercera. Por último, ese modo de trabajar también me permite explorar esa “opacidad” de la que vos hablás: es exactamente así. Es decir, la posibilidad de “nublar” la realidad para poder esconder cosas atrás de las nubes. Los lenguajes transparentes dicen las cosas con mucha claridad, pero no ocultan casi nada. Es decir, es muy difícil ver qué hay atrás de esos lenguajes porque son literales, específicos, a veces mecánicos.
— ¿Le parece que los espectadores podemos percibir todos esos matices?
— A mí me interesa que la obra se comprenda, no necesariamente que se entienda. Entender es poder atribuirle a cada palabra su significado justo; comprender es visualizar el sentido total. A mí me interesa que, de la obra, se entienda lo imprescindible: lo necesario para que el espectador no quede afuera. Pero no necesariamente que se entienda todo. Me parece que así se crean claroscuros, se crea misterio: eso crea en el espectador la sensación de estar frente a un mundo que no es simple reproducción costumbrista del nuestro. Por todo esto es que cada vez mi lenguaje se vuelve más espeso. Pero no es una ocurrencia ni un capricho formal: descubro cada vez más las ventajas de trabajar así.
Un “clásico reciente” y sus circunstancias
— Ese “claroscuro” que usted señala también se aplica a la retórica de Terrenal, otra de sus obras en cartel que, desde su estreno en 2014, fue atravesando distintas fases de la política argentina. La obra, de hecho, comenzó en la época de un kirchnerismo un poco declinante...
— Claro, en la declinación del kirchnerismo. Luego vino el macrismo y, ahora, en los últimos meses, se da cierta expectativa en torno a un posible cambio de gobierno.
— En ese sentido, Terrenal parece funcionar como una “alegoría dinámica” (por decirlo de algún modo) de la política argentina: cada avatar le va aportando nuevos sentidos.
— Sin duda. Es muy interesante la experiencia de haber podido observar un texto durante cinco años, en al menos tres grandes circunstancias históricas, y ver cómo en cada una de ellas produce un efecto diferente. Y también la experiencia de ver cómo el público –tanto los que están a favor como los que están en contra– se ha manifestado de una manera elocuente frente a la obra. Los actores se sorprenden justamente de cómo un chiste pierde vigencia y lo gana otro; o de cómo algo que no tenía sentido de pronto se transforma en un guiño. En la sala hemos tenido de todo: desde público que sale puteando hasta señoras que aplauden a Caín cuando mata a Abel, apoyando la hipótesis de que al vago había que matarlo (risas); o público que espontáneamente se ha puesto a cantar canciones políticas. Y entonces lo que uno ve es ese fenómeno extraordinario del teatro como elemento sintonizador, un fenómeno que a veces se pierde de vista.
— ¿A qué se refiere con esa función “sintonizadora” del teatro?
— Hemos naturalizado cierta hipótesis de la soledad del streaming, donde el público se transforma en otra cosa diferente: en espectador. Espectador y público son, en realidad, la versión singular y plural. Y en el teatro sigue estando esa pluralidad que se sintoniza frente a la presencia de un relato, ante el cual opina con su risa, su aplauso, sus puteadas. Opina quedándose dormido, prendiendo la pantallita del teléfono, hablando con el de al lado... Ese fenómeno es el que verdaderamente le da sentido al teatro y, además, de alguna manera le garantiza su supervivencia. Porque es el non plus ultra. Detrás de eso no hay nada. Me parece que hay algo muy poderoso en ese ritual, ese sintonizarse, ese sentarse codo a codo a participar de una ceremonia, ese tener que aceptar el tiempo abolido y tener que bajarse del avión del tiempo virtual en el que se suele volar durante el resto del día. Además, en los últimos años el teatro se ha vuelto una especie de ritual alternativo. Siempre digo que es como caminar o como atender una huerta. Era natural hace 30 años: hoy es contracultural.
* La vis cómica, de Mauricio Kartun, puede verse de miércoles a domingos a las 20:30, en la Sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Mario Alarcón, Luis Campos, Eduardo Cutuli y Stella Galazzi integran el elenco de esta obra que cuenta con diseño de sonido de Eliana Liuni, diseño de iluminación de Leandra Rodríguez, diseño de escenografía y vestuario de Gabriela Aurora Fernández, asistencia de iluminación de Sofía Montecchiari, asistencia de escenografía y vestuario de Agustina Filipini, y asistencia artística de Malena Bernardi.