Al igual que Gyorgy Lukács a la hora de escribir su teoría de la novela, el primer problema que tuve con esta charla fue de orden metodológico. Lukács, en un prólogo posterior que acompaña una nueva edición de su famoso ensayo, elige el efecto de narrar en tercera persona sobre sí mismo –como Juan Román Riquelme- para cuestionar su estrategia epistemológica. Con eso consigue que más que una autocrítica sea una crítica a alguien que ya no es él. Tomas Pynchon –usando la primera persona, más cálida- hizo algo parecido cuando decidió publicar sus relatos inéditos que le parecían mal terminados, imperfectos, cincomesinos. El libro se llama Un lento aprendizaje y creo que es una buena forma de nombrar al arte milenario de escribir.
No se puede enseñar a escribir, lo que se puede lograr es establecer ciertas condiciones para que las personas se emancipen, escriban o no. No se puede definir a la poesía, eso es antipoético. Por eso me gusta mucho una frase de Alberto Girri que dice: “A la poesía no se la define, se la reconoce”. De esta manera, la poesía puede estar encarnada en cualquier hora, en cualquier día, en cualquier lugar.
Me di cuenta de que para poder organizar una charla tenía que saber a quién le iba a hablar. Ese es el método que voy a seguir. Pues bien, les voy a hablar a unos adolescentes con los que compartí dos meses de clases cuando empezaba este otoño. Era un curso gratuito para escribir poesía. Yo era el coordinador. Se presentaron 25 chicas y tres chicos. Pero yo no les decías chiques. Les decía chicos. Eso les molestaba. También les molestaba que me gustara y defendiera Lolita de Nabokov y que me gustara ocasionalmente comer carne. Igual creo que el principal problema de que esos dos meses de taller fueran confrontativos tuvo que ver con que yo tenía puestas muchas esperanzas. No sé qué vaga idea tendría yo sobre ese momento de nuestras vidas llamada adolescencia, pero creo que me imaginé a gente entusiasta, conectada con la idea de pasar un jueves semanal hasta bien entrada la noche escribiendo y hablando de poesía. Pero algo falló. No pude conectar con ellos, no supe hacer bien mi trabajo. Tener esperanzas, como dije, es algo muy malo. Hollywood, los textos de autoayuda y la retórica política intentan inyectarte la esperanza. No importa que estés en el horno; si trabajás fuerte, vas a conseguir el papel principal en la película del próximo semestre. Pero la esperanza sólo sirve para que te quedes en el molde. Un pueblo con esperanza es un pueblo pasivo; un pueblo sin esperanza, es un pueblo en estado de presente, un pueblo peligroso.
Por otro lado yo no recordaba eso que es la adolescencia. Me acordaba sí, de una canción de Spinetta para el segundo disco de Invisible, Dios de la adolescencia. Podía cantar estos versos: “Ah, si pudiera/ si ella quisiera abrirse del ser y la nada/ tal vez podría ver/ que su Dios está en la adolescencia”. ¿De qué está hecho ese Dios? La adolescencia, pude comprobar mientras miraba a esos chicos, es el runrun del motor de una heladera que no para nunca. La necesidad de estar mostrándose siempre y no conseguir satisfacción. O la de esconderse para que nadie te vea, mientras te observa sin parar el ojo de la mente. Tener todo el tiempo por delante pero no saber qué hacer con él. Tenemos tiempo, pero todavía no tenemos ser. Esa época en que la poesía que escribimos y nuestra adolescencia coinciden. Una prepoesía que todavía está sujeta a nuestros caprichos y a la necesidad de decir todo. Cada poema adolescente es una declaración de principios. Pero esos principios, como cierto lenguaje demasiado actual, duran la vida útil de una mariposa, un pequeño momento de instagram.
Queridos adolescentes: sé que se burlaban de mi. Y sé que los defraudé porque no encontré la manera de sacarme el fastidio que me producía su desidia, que se hablaran gritando, que no escucharan cuando una compañera o compañero leía, que chequearan sus celulares cada dos minutos, como un pestañeo recurrente, y que empezaran a hablar en grupos atomizando la clase. También me molestaba ese deseo terrible de querer mostrar lo que escribían sin importarles que a su alrededor se cayera el mundo. Así que, hallándome en días tan difíciles, decidí usar técnicas físicas y lúdicas para ver si se interesaban por algo. Los saqué a pasear con los ojos cerrados, girando de acuerdo a las agujas del reloj por una plaza, para que después escribieran lo que habían escuchado y olido. Les pedí que vinieran con la ropa puesta al revés, pero después, cuando lo hicieron, no me di cuenta de que la tenían al revés porque yo no distinguía su forma de vestirse. “Profesor ¿estamos con la ropa al revés y…?”, me dijo una chica rubia que escribía poemas catárticos y los leía de manera psicótica. No sé, les dije. No sé para que les pedí eso. Cada vez menos puntos a favor mío. Un día les confesé que no soportaba las clases y que no veía la hora de que el taller terminara. Fue a mitad del curso y fue un error. Un hermoso error. La cosa se puso, como se dice, cuesta arriba. Ellos traían comida, pero yo no comía porque tenía miedo de que me envenenaran. Cuando cumplí años, sorpresivamente, fueron amables y me preguntaron qué quería que me regalaran. Les pedí un megáfono, para poder hablar por encima de sus gritos, risas y murmullos, para recitarles poemas. En un momento, encontré que era inútil pelear. Decidí entrar en la clase cuando ellos bajaban su nivel de distracción y me escuchaban. Ahí hablábamos de ciertos poetas, les pasaba teoría, historia. Estos momentos duraban muy poco, como la vida útil de una pareja. Cuando se dispersaban de nuevo, yo me iba a leer un libro o a fumar un cigarrillo. Cuando veía que estaban de vuelta en estado de atención, retomaba la clase. Era una técnica de ataque y repliegue. Cuando faltaba media hora para terminar la clase les decía que podían empezar a armar sus cigarrillos y todos sacaban sus bolsitas de tabaco y volvía el bullicio. Pero ya no me importaba. Y así hasta que un día terminamos el bendito taller. Por eso hoy, aprovechando la gentileza de los organizadores del Filba, quiero dedicar este texto a esos alumnos adolescentes y dejarles por escrito algunos puntos sobre mis investigaciones poéticas que no pude terminar de cuajar en esas clases. Teniendo en cuenta, claro, que la literatura, por suerte, es un terreno inestable y que cualquier cosa que se afirme sobre ella puede ser puesta en duda enseguida. Uno puede enunciar determinada fórmula como, por ejemplo, no está bueno repetir una palabra muchas veces en un poema largo y después viene Nicanor Parra y escribe el Hombre imaginario y te hace callar la boca. Teniendo en cuenta esto, por favor, saquen papel y lápiz y anoten los siguientes puntos:
Van a ver que desde chiques se van a encontrar de manera violenta con la obligación de ser originales. Este es uno de los puntos que hay que trabajar. La idea de originalidad es malísima y está encarnada en muchas sentencias y se vuelve muy notable en las frases publicitarias: imposible es nada; rompé tus límites; no saben lo que es enojar a alguien como vos; etc. La originalidad termina siendo una mochila muy pesada. Puede ser que lean o les digan esta frase de Percy B. Shelley, un poeta inglés que se casó con una mujer genial que soñó a un monstruo: “Los poetas son los legisladores secretos de la humanidad”. Otra vez de fondo el runrun de la originalidad. Esto no es así. Los verdaderos legisladores secretos de la humanidad son los servicios de inteligencia de las superpotencias. Y en nuestro país, por ejemplo, el agente Stiusso o el Coty Nosiglia. Tenés que saber esto: seas poeta, escritora o filósofo, en la sociedad argentina no ocupás ningún lugar y eso es una bendición, porque te obliga a escribir con la boca cerrada. En nuestro país la operación de Tomas Pynchon de no dejar conocer su rostro no tiene sentido porque nadie te conoce. Charlie Feiling se preguntaba: “Si no tuvimos esplendor, ¿por qué tenemos decadencia?”. Nosotros nos podríamos preguntar, si nos nos conoce nadie, ¿por qué esta presión por la originalidad que envenena a tanta gente?
Yo creo que la idea de la originalidad es un cheque que te da el capitalismo para que después vos quedes endeudado tratando de pagarlo. Todos sabemos que cuando pagás la deuda, el Capital se pone mal. Lo que quiere es que no pagues, no que pagues. El Yo, que es tan importante en un momento de la constitución de nuestra vida, es un locutor que nos habla todo el día y que termina trabajando en contra de nuestro estado de ánimo. Es, como escribió Alejandro Rubio en un hermoso poema, “un locutor de la contra”. También es una embajada del capitalismo dentro nuestro. No estoy hablando de la “literatura del yo”, ese concepto tranquilizador para las universidades y las revistas culturales, estoy hablando del yo de verdad. De la triste guerra del ego.
Hay un concepto del esoterismo de las escuelas del Cuarto Camino que siempre me gustó: dice que cuando nacemos uno es pura esencia, pero que a los cinco o seis años se empieza a formar la personalidad, y si no hacemos un trabajo espiritual para sostener la esencia, ésta se detiene y lo que crece como una hiedra venenosa en torno nuestro es la personalidad. Pero en el fondo somos huecos. Por eso hay ciertas personas que nos parecen muy dominantes, de gran personalidad, pero si las tocamos suenan como un caño de metal. Alberto Girri trabajó mucho contra la idea del yo. Escuchen este poema magnífico que se llama “Cuando la idea del yo se aleja”: “De lo que va adelante/ y de lo que sigue atrás/ de lo que dura y de lo que cae,/ me deshago,/ abandonado quedo/ del fuerte soplo/ del suave viento/ y quieto las espaldas/ vueltas las manos hacia arriba/ apoyo en el suelo/ corazón/ abjurando de armas, faltas/ de oraciones donde borrar faltas,/ blando organismo, entidad/ que ignora cómo decir yo soy/ y en la enfermedad y la muerte/ vida y nacimiento/ ya no encontrarán lugar, / como no lo encontraría el tigre/ para meter su garra/ el rinoceronte el cuerno,/ la espada su filo./Antes hacía, ahora comprendo”.
Alberto Girri fue parte de la generación del 40. Pero uno podría decir que siempre se movió sólo. Aunque formó parte del grupo Sur no tuvo el paraguas protector de una generación con una estética afín. Vivía en frente de la Plaza San Martín en un departamento pequeño. Solía tomar sol en la plaza y mantenía aún en invierno, un tostado perfecto. Le decían el Buda de la Plaza San Martín. Escribía un poema por día; publicó Playa Sola en 1946 y el primer arco narrativo de su poesía va desde esa época hasta 1963, cuando publica El Ojo, el libro que produce una inflexión en su poesía y que contiene el poema que acabo de leer. Antes Girri escribía poemas líricos, elegíacos y de amor, pero no le salían bien, es decir, era como si un robot intentara conquistar a un ser amado de carne y hueso. Quedaba esa sensación monstruosa de cuando una actriz es doblada por la voz de otra. Había lírica pero también un tono especulativo, un tono mental que iba a hacer eclosión en El Ojo. Una vez Borges dijo de él: “Alberto Girri, ese poeta que se olvida a medida que se lo lee”. ¿Una crítica demoledora? No sé. Porque si vemos el plan que Girri inicia en 1963 y que está tematizado en “Cuando la idea del yo se aleja”, la idea de finalmente poder ser olvidado es un don. Y la crítica de Borges tal vez sea un elogio supremo, ¿no?
Los poemas de Girri necesitan siempre un stalker que guíe a los lectores, porque, si no, uno se puede perder en la sintaxis mental de esa zona de combustión extrema. No es ni mejor ni peor; hay poetas que inmediatamente empatizan con los lectores y otros retraídos, de pocas palabras. Los poemas de Girri utilizan la técnica del golpe retrospectivo que da Beatrix Kiddo en Kill Bill. Leés el poema, no le das bola y después mientras estás haciendo algo –preparando la bañadera para meter a tus hijos, por ejemplo- el golpe de Girri llega y tu percepción queda modificada para siempre.
Acusar a cierta poesía de oscuridad es un slogan que habla más de la pereza del lector que del poeta en cuestión. No quisiera terminar este punto sobre la originalidad –que de alguna manera es también la búsqueda de la derrota del yo- sin contar un hecho que me aconteció en la infancia. Cuando tenía 10 años vino a vivir a mi casa mi tía Cristina, una hermana muy joven de mi mamá. Era, como se decía antes, una bomba. Me enamoré de ella rápidamente pero el guionista siempre está ahí para complicar las cosas. Mi mamá contrató a un pintor llamado Horacio para pintar la casa. La casa era grande y el tipo se quedó un tiempo largo. Una tarde Horacio y Cristina se besaron y yo los vi de casualidad. Eso me liquidó. Ardía de celos. Ni bien pude la confronté a Cristina, le pregunté qué era lo que le gustaba de Horacio. Me dijo que Horacio era muy romántico, que le componía canciones. ¿Canciones, qué canciones? Me compuso una muy linda que se llama “Tu nombre me sabe a hierba”. Me quedé duro. Yo sabía que esa canción era de Serrat. Urdí un plan. Me fui a la disquería y compré el disco simple donde estaba esa canción. Le dije a Cristina que tenía que hablar con ella. Nos sentamos en el living de mi casa y puse el disco sabiendo que le estaba dando un golpe mortal a Horacio. Ella escuchó la canción y empezó a llorar. Le dije que Horacio le había mentido y la abracé para consolarla. Entonces escucho que dice: qué genio Horacio, qué valiente lo que hizo, de alguna manera es una canción que también es suya, ¿no? Pasó el tiempo y Cristina y Horacio se casaron. Viven juntos hasta el día de hoy. A veces, cuando me cruzo con mi tío el se ríe y me dice “me quisiste liquidar”. Esa fue la primera vez que me di cuenta de que la originalidad no sirve para nada. Mucho tiempo después, en la trasnoche de las clases de Carpio en Filosofía, leyendo Ser y tiempo de Heidegger, leí esta definición de originalidad que me pareció muy productiva: “Querer es ser original”.
Sabemos que la literatura, como las grandes partidas de ajedrez, es una serie combinatoria de movimientos estudiados. Uno leyó millones de poemas de amor y sobre estos hace sus jugadas hasta que encuentra una pequeña variación. Una vez Juan José Saer me dijo: ¿Para que robar un quiosco si podés robar un banco? Así que aconsejo robar todo lo que se pueda hasta encontrar no la voz personal, sino la voz extraña en nuestros textos. Esa voz construída por muchísimas voces y que está ahí afuera sonando desde el comienzo de los tiempos. Cuando uno lee los poemas de juventud de T.S. Eliot, descubre con alegría cómo le metió la mano en el bolsillo a Jules Laforgue, un poeta al que admiraba. Sus poemas son casi gemelos, unos escritos en francés y otros escritos en inglés. Bien por Eliot. Laforgue parece ser el caso de un poeta muy singular. Era admirado y denostado por muchos. A principios del siglo pasado, Max Jacob, Picasso y Apollinaire recorrían las calles de Montmartre gritando “¡Abajo Laforgue!”. Más tarde, los surrealistas, con Breton a la cabeza, lo considerarían un decadente anacrónico. Pero Marcel Duchamp –al igual que Eliot- ve de entrada en Laforgue a un poeta que escapa a las clasificaciones, siente en su poesía la inteligencia de un individuo que se niega a asumir una posición contra otra. Para algunos, Laforgue es un poeta menor; para otros, repetir la palabra menor como un mantra -menor menor menor- hace surgir la palabra enorme. Para algunas personas ciertos autores son una mierda. Lo que no hay que olvidar es que con la mierda se hace combustible. Como a mí me gusta más leer que escribir, no puedo entender a esos lectores que se ponen contentos cuando sale un libro que les parece malo. Y mucho menos a los que aconsejan no leer a alguien. Por su puesto que tengo mis gustos y que hay autores que me resultan insoportables, pero establecer con mi gusto una regla universal es una estupidez. Mario Benedetti no me gusta. Las películas de Campanella me parecen flojísimas. El cine de Tarantino me parece efectivo, cool y divertido, pero no le encuentro metafísica. Pero a otros todo esto les parece genial. A veces lo que no nos gusta habla más de nosotros que lo que nos gusta. No me olvido de que en una larga antología de Benedetti yo leí epígrafes de Juan Gelman y eso me hizo salir a buscar a este autor argentino que en ese momento estaba exiliado.
Juan Gelman es un buen punto para analizar otra de las problemáticas que tiene la poesía. Juan Gelman y Alejandra Pizarnik. Cada uno en las antípodas estéticas y políticas del otro. Sin embargo, las preguntas que emergen de sus obras siguen estando en nuestro horizonte. ¿La poesía sirve para algo? ¿Se puede cambiar al mundo con un poema? ¿Hago la revolución o hago un poema? Cuando Pasolini acusaba a Eugenio Montale de escribir poesía pequeñoburguesa, el Upupa le contestaba: “Malvolio, no tenés que mezclar lo esencial con lo transitorio”. ¿Qué sería lo esencial? ¿La condición humana? ¿Y lo transitorio? ¿Los vaivenes políticos? Si después de la publicación de Rayuela muchas chicas querían ser la Maga, cuando yo empecé a leer poesía, quería ser Pizarnik. “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”. Un poema breve, una granada metafísica. ¿Qué mierda le pasaba a Pizarnik? Esa pregunta se hace uno varias veces a medida que va leyendo los diarios que dejó la autora después de suicidarse. La palabra mierda es una palabra que Pizarnik repite varias veces en sus diarios y que resalta en ellos porque su escritura es, por lo general, “literaria”, es decir, poco propensa a escribir de manera coloquial. Sin embargo, en los diarios delgados y finales, ya cerca de la muerte voluntaria, Pizarnik escribe de forma más cotidiana, menos romántica, más dura, como si frente a la muerte que se desea, el artificio del lenguaje fuera un oropel vacío.
Cuenta Samuel Beckett que una vez asistió junto a un psicoanalista amigo a una conferencia de Carl Jung, y éste contó la anécdota de una paciente a la que trató y que tenía la sensación de que “no había nacido”. Y ese era su gran trauma. Beckett se sintió conmocionado por lo que escuchaba ya que él también comprobó que se había sentido muchas veces como alguien que no “había nacido”. Alejandra Pizarnik, por lo que se lee en sus diarios, parece haber tenido esa sensación de inadecuación a la vida. Si alguien no nació, ¿está muerto? ¿Es una tautología entonces el suicidio? ¿Fue Pizarnik una zombie? Leer sus diarios es una experiencia límite. Poco afecta a narrar situaciones cotidianas, las páginas giran casi siempre como un largo loop sobre las mismas palabras: angustia, depresión, muerte, hastío. Ni siquiera se permite la gloria de la melancolía, esa especie de depresión bella, como puede llegar a serlo un paisaje de otoño. El diario es, por momentos, una libreta de instructivos.
Una jovencísima Pizarnik de 19 años escribe: “Alejandra: recuerda. Recuerda bien todo lo que has oído. Primeramente debes aprender a separar el sueño de la vigilia, recuérdalo y no pienses que ‘estás desnuda o llevas un traje de vidrio’”. Y rápidamente apunta lo que tal vez sea el punctum de su existencia o su no-vida: “Aparentemente cada cosa tiene su sustituto. Situación que se sucede infinitamente. Yo creo que nada se reemplaza”. Si tuviéramos que reconstruir su vida a través de las pocas informaciones que filtran los diarios, podríamos decir que vivió de adolescente en una casa junto a unos padres a los que nos les importaba su vocación literaria (algo similar modificó para siempre la conducta de otro suicida famoso: Kurt Cobain), que durante mucho tiempo vivió de ellos aunque no los soportara, que encontraba en el sexo la posibilidad de salir momentáneamente de su soliloquio autodestructivo y que cuando no pretendía ser poeta, escribía estas descripciones: “Como esos domingos de los suburbios con las calles cerradas y las voces radiales exhalando grotescamente la situación de las canchas de ‘football’. “Cómo sufres Alejandra”, le dice Martín, el personaje de Sobre Héroes y Tumbas a la heroína de Sabato. No le dice como “sufrís”. Leyendo estos diarios se me ocurrió que Sabato le puso Alejandra a su torturado personaje por Alejandra Pizarnik.
A veces Pizarnik es una retórica, una pose, antes que un ser real que vivió y sufrió en un tramo de nuestra historia reciente. Ser Pizarnik es enamorarse de sus poemas adolescentes y ser dark. Pero lo que muestran los diarios con crudeza es que en ella nada era una pose, todo era una tragedia. Es curioso cómo su lenguaje alcanza potencia, no cuando escribe sobre sus desgracias introspectivas ni cuando busca el artificio poético, sino cuando trata de describir al otro, a los que son de otra clase social y que le resultan feos e incomprensibles: “Se me ocurre pensar en los seres que habitan esas casas horrendas que observo apasionadamente cuando viajo en los ómnibus que pasan por el Dock Sud o la Boca. Casas resignadas, desamuebladas por la tristeza, que huelen a vicio y suciedad. Me estremezco al pensar en el frío que debe reinar en los cuartillos oscuros, en el jardín desolado. Luego paseo mi percepción por mi cuarto, tan confortable y tierno”. En la descripción no hay ningún lamento social sobre la condición de esa gente, ninguna vocación de servicio. Un viernes 22 de noviembre anota este mantra: “Fe en ti sola, Alejandra. Fe en ti sola”.
Son muchas las veces en que Alejandra se debate ante un lenguaje que no se deja escribir y un convencimiento en que es “la única poeta de la que me gusta lo que escribe”. De golpe, durante los largos trozos de prosa introspectiva y clonazepánica, aparecen pequeños poemas para armar si uno quiere: “Pero hoy y mañana y siempre/ repito que sólo es posible vivir/ si en la casa del corazón/ arde un buen fuego”. O este: “La noche insiste en ser un silencio/ Yo golpeo las puertas de la noche”. O este: “La mañana para llorar/ la noche para desear/ la tarde para jugar a la vida”. Alejandra leía, fumaba miles de cigarrillos, pasaba largas noches de insomnio y no dejaba de poner la lupa en sus sentimientos: “A veces me pregunto si mi enorme sufrimiento no es una defensa contra el hastío. Cuando sufro no me aburro, cuando sufro vivo intensamente y mi vida es interesante, llena de emociones y peripecias. Es verdad, sólo vivo cuando sufro, es mi manera de vivir. Pero algo en mí no quiere sufrir. Algo quiere observar y callar, analizar y tomar nota.” Cuando la poesía no da en el blanco, produce resentimiento. Y nunca da en el blanco. Por eso no es conveniente poner el centro de nuestra vida sólo en ella.
Sobre el final de sus diarios y de su vida, Alejandra se encontraba aislada porque nadie la llamaba para hablar, nadie la visitaba y ella tampoco encontraba deseos de salir de su cuarto de reclusión: “Digo lo que hace años. El amor pudo haberme salvado. Y no me amó nadie y está bien, digo que está terminado y es punto final. Ahora me sobrevivo”. Mientras tanto, en otro lugar de Ciudad Gótica, Juan Gelman escribía: “Ah pájaros de la pasión/escribiendo en toda pared/ FAP ERP o FAR o fuerzas fuertes/ que se levantaron un día/ contra la sucia el deshonor/ las vergüenzas que nos crecían/ sin merecerlas en la piel/ con la madre que nos parió/ en el hijo que nos nació/ como un espejo brusco o/ una mitad emancipada/ iban andando la país/ y despertando la valor/ la perro oscuro todavía”. Y en el poema Confianzas, afirma: “se sienta a la mesa y escribe/ con este poema no tomarás el poder dice/ con estos versos no harás la revolución dice/ ni con miles de versos harás la revolución dice”. George Oppen, un poeta yanqui que formó parte del grupo de los objetivistas, dejó de escribir durante veinte años para dedicarse al trabajo social, ya que consideraba a la poesía como una actividad insuficiente para las urgencias de la época. A este período, la crítica modernista lo llamó “el largo silencio de Oppen”. Un día soñó que su padre le decía que unas herramientas se estaban herrumbrando en un cajón y él interpretó este sueño como una indicación de que debía volver a escribir poesía. Lo hizo y sacó un libro hermoso llamado Of Being Numerous. Oppen decía dos o tres cosas que a mí me parecen importantes. Una: que un poema no es sobre algo, que el poema es algo. Dos: utilizar las palabras siempre y cuando sepamos que las palabras son enemigos. Tres: “Claridad, claridad, es lo único que busqué en mi vida”.
Volvamos a Gelman y a Pizarnik. Uno llevando la pastilla de cianuro y la otra las pastillas de seconal. Aún en las antípodas políticas y estéticas, cuando muere Pizarnik, Juan Gelman escribe un poema que yo creo habla sobre ella y que sintetiza de manera muy bella lo que trasmite la “experiencia Alejandra”. El poema se llama “Proposiciones” y de él extraigo estas partes: “¿A dónde fue la obrera enamorada?/ ¿Fue al aire la obrera enamorada?/ La obrera de la palabra murió/ ¿por qué caminito se fue? (…)/ ¿La obrera se fue porque ya no podía trabajar?/ ¿el aire estaba sordo mudo roto y ella/ apenas tenía confianza en su palabra confianza? / yo digo: mejor no llorar/ mejor hacer otro mundo/ yo digo: mejor hacer un mundo para que Alejandra se quede”.
Si seguimos la línea de pensamiento de George Oppen que dice que el poema es algo en sí mismo, entonces todo poema es político aunque trate de una manzana. Pero puede pasar que además el poema trate sobre un acontecimiento político exterior. ¿Cómo volver interior lo exterior sin debilitarse? ¿Cómo escribir sobre las cosas que nos conmueven bajo el contagio de la emoción? Juan Gelman, por ejemplo, escribió un largo poema sobre Ernesto Guevara ni bien se supo de su muerte en Bolivia. Es un poema que admiro profundamente aún en sus derrapes emocionales. Gelman, como el tenista Jimmy Connors, se caracterizaba por jugar sobre el fleje. Es una prueba suprema porque si no pega la pelotita justo en la línea, se va muy lejos. Para Adorno, la oralidad no era suficiente para expresar toda la potencia del pensamiento. Prefería escribir aunque a veces sus párrafos se volvieran crípticos, paratácticos. Yo creo que hay algo de la oralidad que es necesario dosificar en la escritura. Aún cuando escribamos que la vida es una herida absurda, el hecho de escribirlo ya es un movimiento afirmativo. Pero en un escritorio de escritor, con una lapicera de escritor, sólo se pueden hacer frases de escritor. Entonces el lenguaje se convierte en un animal embalsamado.
Antes de hacer un largo viaje, a los 21 años, leí Trilce, de César Vallejo, y no entendí nada. Después viajé por América dos años, viví miles de peripecias y escuché hablar en múltiples registros de lengua. Eso me abrió el oído y el corazón. Cuando volví, Trilce me hablaba en mi idioma. No necesité libros que me explicaran la operación de Vallejo, necesité acumular experiencia. ¿Qué es la experiencia? Saber que lo que vivimos va a morir con nosotros. Al sacarnos una selfie, las personas decidimos dejar de tener experiencia. Cuando se produjo la tragedia de Santiago Maldonado, me sentí muy conmovido y tuve deseos de escribir un poema, pero no podía drenar la emoción y el didactismo. Ese es uno de los problemas cuando se escriben poemas con temas políticos inmediatos. Por eso la derecha escribe mejor que la izquierda. Sin embargo, encontré un hallazgo. Mariano Blatt había escrito este poema que les quiero leer. El poema se llama Diego Bonnefoi y dice así: “mataron a un pibe por la espalda en bariloche/mataron a un pibe por la espalda en bariloche/mataron a un pibe por la espalda en Bariloche/ que se llamaba Diego Bonnefoi/ que se llamaba Diego Bonnefoi/ que se llamaba Diego Bonnefoi/ pero la vida sigue igual/pero la vida sigue igual/pero la vida sigue igual/te compraste zapatillas nuevas/ te compraste zapatillas nuevas/ te compraste zapatillas nuevas/es un hecho de la realidad/ es un hecho de la realidad/ es un hecho de la realidad/a lo mejor algún día/ a los mejor algún día/ a lo mejor algún día/Diego Bonnefoi vuelva en formato de música electrónica/Diego Bonnefoi vuelva en formato de música electrónica/ Diego Bonnefoi vuelva en formato de música electrónica/ y en las pistas y en sótanos de todo el mundo/y en las pistas y en sótanos de todo el mundo/ y en las pistas y en sótanos de todo el mundo/ los pibes levantamos las manos/ los pibes levantamos las manos/ los pibes levantamos las manos/ los que tomaron éxtasis/ los que tomaron éxtasis/ los que tomaron éxtasis/que levanten las manos/ que levanten las manos/ que levanten las manos/ en memoria de Diego Bonnefoi/ en memoria de Diego Bonnefoi/ en memoria de Diego Bonnefoi/ en tributo a su espalda/ en tributo a su espalda/ por eso también bailamos/ por eso también bailamos/ por eso también bailamos/ y en todo el mundo hay un montón de pibes/ y en todo el mundo hay un montón de pibes/y en todo el mundo hay un montón de pibes/ que no bailan para salir en la foto/ que no bailan para salir en la foto/que no bailan para salir en la foto/bailan para que mañana/ bailan para que mañana/ bailan para que mañana/ a la mañana salga un sol radiante/ a la mañana salga un sol radiante/si es posible y si eso no es posible/ si es posible y si eso no es posible/ si es posible y si eso no es posible/que no haya en este mundo/ que no haya en este mundo/ que no haya en este mundo/y que no haya en ese mundo/ y que no haya en ese mundo/ y que no haya en ese mundo/ nunca más una cordillera/ nunca más una cordillera/ nunca más una cordillera/ de los Andes que solo haya/ de los andes que solo haya/ de los andes que solo haya/ hechos de la realidad/ hechos de la realidad/ hechos de la realidad/ sucedidos unos atrás de otros/ sucedidos unos atrás de otros/ sucedidos unos atrás de otros/ Y la espalda de Diego Bonnefoi/ Y la espalda de Diego Bonnefoi/ y la espalda de Diego Bonnefoi/ esté ahora también/ esté ahora también/ esté ahora también/corriendo a la intemperie/ corriendo a la intemperie/ corriendo a la intemperie/ bajo este sol radiante/ bajo este sol radiante/ bajo este sol radiante/ flores en la ladera de la primavera/ flores en la ladera de la primavera/ flores en la ladera de la primavera”.
Tres conclusiones. Uno. Blatt toma la estrategia de la repetición de la música electrónica para drenar la emoción del acontecimiento. Dos. La tragedia de Diego Bonnefoi es un loop desgraciado en nuestra historia. Tres. El poema sobre la tragedia de Santiago Maldonado tiene que escribirse antes de que el hecho suceda.
Queridos adolescentes, no se preocupen por la angustia de las influencias; preocupensé por la angustia, esa reina oscura que camina en puntas de pie sobre nuestro pecho. No tomen de los autores que los inspiran la retórica de sus textos, tomen su operación mental. ¿Qué es la operación mental? Pongo un ejemplo: cuando Jackson Pollock comprobó que no podía dibujar bien en términos figurativos, bajó al cuadro del pedestal y lo puso en el suelo. Y empezó a tirar pintura produciendo su famoso dripping. Tomar la retórica sería pintar haciendo dripping, la operación mental es sacar al cuadro del caballete y ponerlo en el suelo. Convertir la debilidad en potencia. Una técnica que te sirve para escribir, también te tiene que servir para vivir; si no, es pura tecniquería. Otra cosa que pueden llegar a escuchar es que, gracias a la poesía, la gente viaja. Te invitan a leer poemas en Berlín, por ejemplo. Pero a mí me gusta más la idea de viajar hacia la poesía. Soy fan de los poemas de Roberta Iannamico. Creo que leí casi todos sus libros. Los personajes que aparecen en sus poemas –su amiga Patricia- son casi tan reales como mis amigos. Una tarde le propuse a Gustavo López, su editor, ir a Villa Ventana, el lugar donde vive Roberta y donde uno se ilusiona que pasan sus poemas. No quería conocer a Iannamico, quería viajar al territorio de su imaginación. Villa Ventana parece un pueblo de esos que están estampados en las etiquetas de agua mineral. Un dique, arroyos, casitas bajas, bosque. Lo recorrimos lentamente en una camioneta. En un momento nos bajamos en un lugar frondoso y yo me imaginé que ahí sucedía su hermoso poema Dantesca, donde Roberta dice: “Era el mejor día de primavera/ después de haber tomado refugio/ en la casa de Patricia/ descansado comido y bebido/ emprendí el regreso/ Patricia me acompañaría/ hasta mitad del camino…”. Y empieza un largo discurrir y cada verso es la pura sintaxis del caminar. Los poemas de Iannamico son poemas para habitar. Y en Dantesca, la poeta queda maravillada mirando el bosque hasta que llega a un lugar que le parece “una plataforma de piedra, un lugar para oficiar ceremonias” y ahí decide hacer pis. ¡Qué bueno que se pueda hacer pis en un poema! Leyéndolo me di cuenta junto con Roberta que la enseñanza no se transmite sólo con palabras. Había poesía en la tierra antes de las palabras y la habrá una vez que las palabras se hayan acabado. Sólo somos un canal a través del cual se expresa el espíritu. Quizás nuestro trabajo consista en vaciar el canal para que lo que se tenga que expresar se exprese drenado por nuestra singularidad.
Una cosa más y se van a armar cigarrillos para fumar:
Jeanette Winterson es una escritora inglesa que tuvo una infancia intensa. Fue adoptada por una madre muy religiosa y un padre derrotado. Vivió la posguerra y el comienzo del liberalismo de Margaret Thatcher. Sin embargo, encontró un resquicio para vivir. Su madre la mandaba a la biblioteca para que le sacara novelas policiales. Por error, le pidió que retirara un libro que se llamaba Asesinato en la catedral; pensó, por el título, que era un policial más. Pero era de T. S. Eliot. Y leyó ahí estos versos que la hicieron llorar: “Este es un momento/ pero has de saber que otro/ te atravesará con una repentina alegría dolorosa”. Esa obra extraña –Jeanette no sabía nada de poesía- le hizo soportable el día. Terminó el libro en las escaleras de la biblioteca, bajo el típico vendaval del norte. Y lo recuerda de esta manera: “No tenía nadie que me ayudara pero T.S. Eliot me ayudó. Por eso cuando la gente dice que la poesía es un lujo, o una opción, o para las clases medias cultas, o que no se debería leer en el colegio porque es irrelevante, o cualquiera de esas extrañas tonterías que se dicen sobre la poesía y el lugar que ocupa en nuestras vidas, sospecho que a la gente que las dice le ha ido bastante bien. Una vida dura necesita un lenguaje duro, y eso es la poesía. Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma suficientemente poderoso para contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse, es un lugar donde encontrar”.
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