Calor. En Buenos Aires hace calor. Se siente en las calles. Ahora, por ejemplo, la gente que sube por las escalinatas del Malba está vestida con ropa de verano, aunque no sea verano, apenas los primeros días de una primavera particularmente calurosa. Una instalación de Leandro Erlich —escaleras hacia la nada— descoloca a quienes entran al edificio de la Avenida Figueroa Alcorta buscando algo de literatura. Es que a las siete de la tarde comienza el acto inaugural de la onceava edición del FILBA. ¿Acaso no es esa instalación, la de Erlich, de su muestra Liminal, una buena metáfora de la literatura? Podría ser. Pero en esta precisa ocasión la literatura ofrece algo más que interesante: un discurso a cargo de Fabián Casas, que promete. Y esas promesas se cumplirán. A la salida, todos hablarán de las locas ideas de este poeta que ya es un tótem de la literatura local.
Adentro, el hall del Malba está lleno. “Como en los boliches”, dice uno, “esperan a que afuera se llene para abrir las puertas”. Efectivamente. El hall está lleno. Como afuera de los boliches, hay grupitos de gente charlando con entusiasmo. Están Inés Garland, Ricardo Romero, Sonia Budassi, Alejandro Dujovne, Lala Toutonian y Santiago Llach. De pronto aparece el biólogo y divulgador científico Diego Golombek de barba. A unos metros, algo impaciente, Pablo Braun, el hombre detrás del FILBA, conversa con una sonriente Julieta Venegas. También Cecilia Fanti con su bebé. Al fondo, Nacho Iraola, director de Planeta, y más allá, Fernando Pérez Morales, editor del sello Notampuán. El director del Cervantes, Alejandro Tantanián, entra apurado con cara de estar llegando tarde. Todo es una postal del mundillo literario. Conversan y esperan.
Alrededor de las 19:40, las puertas del Auditorio se abren y la gente entra como manada. Se llena enseguida. Las luces se apagan y en el escenario aparece Eugenia Zicavo. “Bienvenidos, bienvenidas, bienvenides”, dice. Empieza destacando que el FILBA es “un festival de mucha bibliodiversidad” que “trae autores con vasta trayectoria y muy reconocidos afuera que no lo son acá”. El contexto económico no pasa desapercibido: “Son tiempos de crisis. Yo me pregunto: ¿cómo se hace un festival con los vaivenes del dólar?” Luego habla de los límites, el tema de esta edición del FILBA. De los límites de la vida, del tiempo, del mercado, de la acción política. Límites. Están en todos lados. Entonces limita su presentación e invita a subir a Pablo Braun. “Estos años han sido duros”, sostiene. Hay resignación en sus palabras, pero también entusiasmo. Lo prueban las diez mujeres que suben al escenario. “Ellas son las que motorizan el festival”. Todas mujeres.
Antes de presentar a Casas —la atracción de la noche—, Gabriela Adamo, que es la presidenta de la Fundación FILBA, dice unas palabras intentando sintetizar el trabajo de todo el año. “Como me dijo Claudia Piñeiro en una sobremesa: a las buenas democracias las hacen los buenos lectores. Así que esperamos que el FILBA sirva para eso”, cierra. Aplausos y, ahora sí, el señor Casas, que hasta hace unos minutos, estaba en un rincón del Auditorio, parado contra la pared, con una mochila roja colgando del hombre, el mismo color de sus anteojos. Es justo allí, en esos anteojos ray-bans de vidrio rojizo, donde se condensa toda la excentricidad de su imagen. Sin ellos, ¿quién diría que Casas es un poeta? No hay pose en su aspecto. Un hombre común y corriente. Hasta que lo leés.
¿Qué se puede decir de Fabián Casas en estas breves líneas introductorias? Trabajó muchos años como periodista, primero en El Gráfico, después en Olé. Mientras tanto, escribía poesía. Luego llegaron las novelas, los cuentos, algo de literatura infantil, los ensayos. Casas es un narrador nato pero algo en su poesía descolló la época. En él se sintetiza una forma de escribir, la de los noventa y parte de la primera década del dos mil. El representante de una generación, podría decirse. Tal vez ni a él le guste esta definición. No importa. La literatura de Fabián Casas es, por sobre todas las cosas, única. Directa y descarnada, ácida y sensible, graciosa y dramática, cotidiana y metafísica. Pero no es de su literatura de lo que va a hablar. Ahora, en este preciso instante, va a hablar de la literatura. Así:
“Buenas noches”, dice cuando merman los aplausos. Luego se levante los lentes y mira al público unos dos segundos. “Denme un minutito porque soy muy tímido”. Agarra una careta del atril y se la pone. Es el rostro de Witold Gombrowicz. Risas, por supuesto. Se la saca, toma un poco de aire y empieza su discurso nombrando a Gyorgy Lukács, Tomas Pynchon y Juan Román Riquelme. Ese es el tono: la profundidad filosófica está en lo cotidiano. “No se puede enseñar a escribir, lo que se puede lograr es establecer ciertas condiciones para que las personas se emancipen, escriban o no”, lanza después. El título de esta oratorio es “Seis propuestas para los próximos millenials”.
Entonces cuenta de un taller literario que dio a fines de marzo. O el intento de un taller literario. Ellos son los millenials, los destinatarios de algunos consejos finísimos. “Me di cuenta de que para poder organizar una charla tenía que saber a quién le iba a hablar. Ese es el método que voy a seguir. Pues bien, les voy a hablar a unos adolescentes con los que compartí dos meses de clases cuando empezaba este otoño. Era un curso gratuito para escribir poesía. Yo era el coordinador. Se presentaron 25 chicas y tres chicos. Pero yo no les decías chiques. Les decía chicos. Eso les molestaba. También les molestaba que me gustara y defendiera Lolita de Nabokov y que me gustara ocasionalmente comer carne”.
Sigue: “Igual creo que el principal problema de que esos dos meses de taller fueran confrontativos tuvo que ver con que yo tenía puestas muchas esperanzas. No sé qué vaga idea tendría yo sobre ese momento de nuestras vidas llamada adolescencia, pero creo que me imaginé a gente entusiasta, conectada con la idea de pasar un jueves semanal hasta bien entrada la noche escribiendo y hablando de poesía. Pero algo falló. No pude conectar con ellos, no supe hacer bien mi trabajo".
Y cierra la idea: "Tener esperanzas, como dije, es algo muy malo. Hollywood, los textos de autoayuda y la retórica política intentan inyectarte la esperanza. No importa que estés en el horno; si trabajás fuerte, vas a conseguir el papel principal en la película del próximo semestre. Pero la esperanza sólo sirve para que te quedes en el molde. Un pueblo con esperanza es un pueblo pasivo; un pueblo sin esperanza, es un pueblo en estado de presente, un pueblo peligroso”.
Mientras el señor Casas habla, todo es silencio. Como suele decirse: no vuela una mosca. “Hasta las moscas lo escuchan con atención”, dice algún exagerado. No es para menos. Con lenta cadencia y voz casi susurrante, el señor Casas sigue dándole consejos a los futuros millenials. Dice, por ejemplo, que “van a ver que desde chiques se van a encontrar de manera violenta con la obligación de ser originales. Este es uno de los puntos que hay que trabajar. La idea de originalidad es malísima y está encarnada en muchas sentencias y se vuelve muy notable en las frases publicitarias: ‘imposible es nada’; ‘rompé tus límites’; ‘no saben lo que es enojar a alguien como vos’; etc”.
Continúa: “La originalidad termina siendo una mochila muy pesada. Puede ser que lean o les digan esta frase de Percy B. Shelley, un poeta inglés que se casó con una mujer genial que soñó a un monstruo: “Los poetas son los legisladores secretos de la humanidad”. Otra vez de fondo el runrun de la originalidad. Esto no es así. Los verdaderos legisladores secretos de la humanidad son los servicios de inteligencia de las superpotencias. Y en nuestro país, por ejemplo, el agente Stiusso o el Coty Nosiglia. Tenés que saber esto: seas poeta, escritora o filósofo, en la sociedad argentina no ocupás ningún lugar y eso es una bendición, porque te obliga a escribir con la boca cerrada”.
Todo está ahí, en la pesada mochila de la originalidad, como si fuera un mandato. “Yo creo que la idea de la originalidad es un cheque que te da el capitalismo para que después vos quedes endeudado tratando de pagarlo. Todos sabemos que cuando pagás la deuda, el Capital se pone mal. Lo que quiere es que no pagues, no que pagues”, dice después. ¿A qué se refiere? A “la triste guerra del ego” porque, por ejemplo, “establecer con mi gusto una regla universal es una estupidez. Mario Benedetti no me gusta. Las películas de Campanella me parecen flojísimas. El cine de Tarantino me parece efectivo, cool y divertido, pero no le encuentro metafísica. Pero a otros todo esto les parece genial. A veces lo que no nos gusta habla más de nosotros que lo que nos gusta”.
El señor Casas salta sobre las definiciones tajantes como si fuera una cama elástica perfecta. Va al hueso, evita los ornamentos y dispara. Lee versos de Alberto Girri, “el buda de la Plaza San Martín”, de Alejandra Pizarnik, “una granada metafísica”, de Juan Gelman, de Mariano Blatt, de Roberta Iannamico. “Cuando se produjo la tragedia de Santiago Maldonado, me sentí muy conmovido y tuve deseos de escribir un poema, pero no podía drenar la emoción y el didactismo. Ese es uno de los problemas cuando se escriben poemas con temas políticos inmediatos. Por eso la derecha escribe mejor que la izquierda”, comenta.
El taller del que comenzó hablando en este discurso era de poesía. Sobre escribir poesía. Ese es el tema de fondo y hacia ahí va ahora. “¿La poesía sirve para algo? ¿Se puede cambiar al mundo con un poema? ¿Hago la revolución o hago un poema?”, dice, y más tarde: “Queridos adolescentes, no se preocupen por la angustia de las influencias; preocupensé por la angustia, esa reina oscura que camina en puntas de pie sobre nuestro pecho. No tomen de los autores que los inspiran la retórica de sus textos, tomen su operación mental”.
Y pone un ejemplo de la operación mental: Jackson Pollock. “Cuando comprobó que no podía dibujar bien en términos figurativos, bajó al cuadro del pedestal y lo puso en el suelo. Y empezó a tirar pintura produciendo su famoso dripping. Tomar la retórica sería pintar haciendo dripping, la operación mental es sacar al cuadro del caballete y ponerlo en el suelo. Convertir la debilidad en potencia. Una técnica que te sirve para escribir, también te tiene que servir para vivir; si no, es pura tecniquería”. Propuestas y consejos, de eso se trataba. Aquí están.
Por último, y antes de que sobrevengan los aplausos estallados y el mashup literario de Manuel Schaller y el brindis final y los grupitos que se quedan hablando a la salida del boliche sobre el filo del discurso, el señor Casas dirá, como quien llega a la cumbre de una escalera —por más que sea la de Erlich: escalera a la nada— y, con la espada en alto, victorioso y cansado, dice: “Una vida dura necesita un lenguaje duro, y eso es la poesía. Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma suficientemente poderoso para contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse, es un lugar donde encontrar”. Entonces sí, el final, los aplausos. Los merecidos aplausos.
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