Casi de memoria recuerdo el final del cuento, leído en 1975 y en una edición barata de Orión. Un caballo ciego queda atrapado en un salitral, y allí muere. La sal come hasta el último gramo de carne: el caballo queda en huesos, como una pieza de museo pulida y catalogada. La visión de muerte dicta reflexiones amargas. Pero llega el toque maestro: "No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la semilla, la cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos". (De Caballo en el Salitral, Antonio Di Benedetto.) Una perfecta metáfora de muerte y transfiguración. De eternidad ante la corrupción de los cuerpos…
Y de él, de ese hombre de luz y sombras, de esa pluma tan brillante como –por desdicha– demasiado olvidada, de ese escritor y periodista y profesor de tal oficio "que corregía línea por línea, con tinta roja, y agregaba consejos al margen sobre cómo mejorar", recuerdan todavía sus alumnos con la gratitud del mármol hacia el escultor, se hablará en esta evocación.
Se ha dicho de él, en las muchas redacciones que rigió –entre ellas, los diarios Los Andes y El Andino–, que "era altanero". Pero más justo sería recurrir a su antónimo: "humilde".
Porque según colegas capaces de hilar más fino, "esa actitud arrogante era su modo de defenderse. Le tenía horror a la gente, y por eso la miraba desde arriba, desde sus gruesos lentes, su bigote, su barba, con algo de tótem".
En 1956, a sus 34 años, publica su indiscutida obra maestra: Zama. La historia de Diego de Zama, un funcionario español enviado a colonias en los últimos años del siglo XVIII. Espera un mejor destino en Lima, Santiago de Chile, o la capital del Virreinato del Río de la Plata…, pero queda varado en Asunción del Paraguay a la espera –en vano– del nombramiento definitivo. Pasan así diez años. Zama, derrotado, comprende lo ilusorio de toda esperanza…
Entre ese año y 1957 –simetría de puntualidad solar–, Gabriel García Márquez termina su segunda novela: El coronel no tiene quien le escriba. La historia de un militar que, como Diego de Zama, también espera. En este caso, y durante quince demoledores años, la carta en la que el gobierno le reconoce sus servicios a la patria…
Es imposible no hallar similitud, en clave latinoamericana y selvática, en la obra del gran maestro de las postergaciones y las muertes arbitrarias y absurdas: Franz Kafka, el genio de El Castillo, El Proceso, La Metamorfosis. Porque, ¿qué escritor de talla puede escapar de ese influjo, aunque intente eludirlo?
Datos mínimos para una ficha biográfica: Antonio Di Benedetto nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922. Murió el 10 de octubre de 1986, a sus 63 años, en Buenos Aires (muerte que merecerá ser explicada en un cruel, sombrío contexto). Cuentos: Mundo animal, El pentágono, Declinación y ángel, El juicio de Dios (antología), Absurdos, Caballo en el salitral, Cuentos del exilio. Novelas: Zama, Los suicidas, Sombras nada más.
Intelectual que tocó las 88 teclas del piano literario, no llegó a ser abogado. Solitario, un anacoreta a veces, no fue menos mundano que un actor o una estrella de rock. Su pasión por el cine –casi vicio irrenunciable–, lo llevó como crítico a cuanto festival fue inventado: Berlín, Cannes, Hollywood y sus Oscars. Y cuando fue necesario, de smoking…, "en los mercados anuales de vanidad" (textual.)
¿Hay un Di Benedetto por Di Benedetto? Lo hay. Respira en el libro Diálogos con América Latina, del crítico alemán Günter Lorenz. Confiesa: "He leído y he escrito. Más leo que escribo, leo mejor que escribo. He viajado. He trabajado y trabajo. Carezco de bienes materiales, excepto la vivienda que tendré. Una vez, por algo que escribí, gané un concurso, y después otro, hasta diez de literatura, uno de periodismo, y uno de argumentos de cine que escribí. Quise ser periodista. Conseguí ser periodista. Persevero. Fui a muchos países. Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires. Dios me guarde de tener que vivir algún día en esa ciudad. Nací el Día de los Muertos del año 22. Me gusta la música, especialmente la de Bach y la de Beethoven. Y el cante jondo andaluz. Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Preciso el silencio. No hay más que decir sobre mí."
Perdió a su padre a los once años: "Quedamos solos, había mucha tristeza en casa. Me empezó a comer por dentro y me fui apagando. Un tío me llevó a Buenos Aires. Me hizo un bien pero me regó para el mal."
Pero no para tanto mal. Cerca de su hotel, en la Avenida de Mayo, oía las rotativas del diario Crítica. Tal vez esa danza de máquinas en ebullición y bobinas de papel que se convertían en diarios fue su inconsciente llegada al periodismo, a los quince años. Diario La Semana, tabloid, páginas verdes, "que se vendía en las canchas de fútbol para que algunas personas lo compraran y pudieran sentarse encima y no directamente sobre el cemento. Pero el editor, un hombre pobre, me asignó la página de cine".
En periodismo, pocas veces se leyó un estilo tan pulido, prístino, perfecto, sin que siquiera lo alterara la presión del cierre: una coma o un punto, en colisión, eran para él una cuestión de Estado…
En sus diarios innovó hasta el asombro de una sociedad de lectores encorsetados por los lugares comunes y lo previsible. Se le deben secciones insospechadas: desde Ciencia y Técnica hasta ¡el horóscopo!, y La Página de los Niños, según este credo: "Los diarios no están allí por haberse ganado un clemente destino de quietud, no están allí para convertirse en polvo. Han quedado a la espera de los investigadores, de los estudiosos, de la gente que quiere saber, de los que saben escuchar el susurro de las voces que contienen: las del estadista y el poeta, del guerrero y el labrador, del débil y el poderoso, y de los más poderosos: el pensamiento y el pueblo."
Acaso el ejercicio del periodismo, su velocidad, su síncope, le permitió una hazaña poco usual en la literatura: "Escribí Zama en dieciocho días, encerrado en una casa, durante mis vacaciones". En dieciocho días, y Juan José Saer la comparó con El extranjero y con La náusea.
Pero llegaría su martirio. Después del Mendozazo, abril de 1972, huelga de docentes y protesta contra el aumento de las tarifas eléctricas, y con sangrientos antecedentes como el Cordobazo y el Rosariazo, sentencia de muerte para la dictadura de Juan Carlos Onganía y su delirio, la Revolución Argentina que debía perdurar un siglo, Los Andes y El Andino fueron invadidos por tropas policiales y militares. Di Benedetto enfrenta al coronel a cargo del operativo. Respuesta cerril e imaginable: "El diario no sale a la calle y no se imprimirá más".
El primer acto de la caída. No mucho después, en los convulsos días previos al golpe contra Isabel Perón, el comandante de la Octava Brigada de Infantería invita a una comida a los más importantes periodistas locales y les pregunta su opinión acerca de qué hacer en tales circunstancias. Todos insisten en respetar al gobierno y permitir que Isabel terminara su mandato. Pero Di Benedetto va más allá: "Pero los militares son tan brutos que difícilmente comprendan esta situación".
Lo detienen a media mañana del otro día y lo encierran en el Liceo Militar y más tarde en la Penitenciaría. Sufre torturas y simulacros de fusilamiento. Lo liberan un año después, en 1977, pero está quebrado. El exilio en Europa, las clases que dicta en Francia y en España, los seis meses viviendo en Madrid hasta que, recuperada la democracia, retorna al país y a Buenos Aires, pero vive tres años más con las heridas abiertas.
Se muere el 10 de octubre del 86. Apenas a sus 63 años. Durante décadas, su obra cayó en el olvido hasta que la película de Lucrecia Martel, elegida entre las 10 mejores de este siglo, volvió a colocarlo en un lugar de privilegio.
Ese largo silencio, entre otras cosas, determina la mayor de las injusticias. Que uno de los grandes escritores argentinos y sus lecciones de alta literatura no pueden reparar la peor de las condenas: ser un gran olvidado
Sería presuntuoso imaginar que esta nota puede cambiar el giro de las cosas. Pero tal vez, como una botella al mar, alguien la abra y lea su mensaje.
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