Por Vicente Battista
Ficción y mentira son sinónimos. "La literatura no es otra cosa que una mentira que dice la verdad", leemos en una cita que, como es costumbre, le atribuyen a Borges. Ciertamente, él nunca la pronunció, pero de algún modo la avala: uno de sus mayores libros de cuentos se llama Ficciones.
Acaso con el propósito de separar verdad de mentira, se fundó un subgénero: la Non-fiction, propuesto como una suerte de rótulo con el fin de anunciar: "esta novela o este cuento que usted se dispone a leer no es una mentira, se trata de una historia real con personajes reales". Una advertencia innecesaria para las biografías, género que, como bien se sabe, opera con sujetos reales. Si bien en alguna de mis novelas puse en movimiento a criaturas verdaderas, pienso en Cuaderno del ausente, cuyo personaje principal es Evaristo Meneses, jamás conté la verdadera historia del comisario, eso lo consideraba un espacio reservado a las biografías. El cambio en la forma verbal —consideraba en lugar de consideré— tiene su razón de ser, de pronto comprendí que las biografías también resultan un modo de la ficción.
A comienzos del año 100 d.C., Cayo Suetonio escribió Vidas de los Doce Césares. Julio César encabezaba la lista, Suetonio, con la precisión y la frialdad del buen biógrafo, narró los hechos que frente a la puerta del Senado acontecieron en aquel infausto 15 de marzo de 44 a.C., detalló cómo César fue asesinado y puso en boca del emperador su frase póstuma: "Et tú, Bruté". Un detalle a tener en cuenta: el crimen se llevó a cabo un siglo y medio antes del relato de Suetonio; es decir, el biógrafo no contó con ningún testigo presencial, todos ellos también habían muerto.
Mil cuatrocientos años después, Shakespeare le haría repetir a Julio César la frase que imaginara Suetonio: una mentira que decía la verdad. Casi cuatro siglos más tarde, Borges, en trece incomparables líneas, evocará otra vez a esos "impacientes puñales", ahora el crimen sucederá "en el sur de la provincia de Buenos Aires". La trama, es el título del cuento y se encuentra en su libro El hacedor. "Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías", apunta Borges: el 25 de marzo de 1977, se repetirá la escena, pero no será ni en las puertas del Senado romano ni en un campo al sur de la provincia de Buenos Aires, sino en la esquina de Entre Ríos y San Juan. Ahí Rodolfo Walsh, igual que el emperador romano o el gaucho de Borges, fue sorprendido por los esbirros del almirante Emilio Massera, las balas reemplazaron a los puñales. Julio César, herido por veintitrés puñaladas, cayó muerto junto al pedestal de la estatua de Pompeyo. Ignoramos cuántas balas atravesaron el cuerpo de Rodolfo Walsh; se sabe que mutilado lo cargaron en un coche, probablemente murió en la ESMA, su cuerpo continúa desaparecido. Por el contrario, su obra literaria y política crece y se multiplica sin descanso.
Conocí a Walsh a comienzos de los años sesenta, fue en el entrepiso de la librería Jorge Álvarez, en ese espacio de unos pocos metros cuadrados funcionaba la editorial que iba a publicar mi primer libro. Walsh había regresado de Cuba, era uno de los fundadores de Prensa Latina y había colaborado activamente en una revolución que cambiaría el destino de América Latina. Por entonces, Operación Masacre ya era un libro de permanente consulta y Walsh, fiel a su estilo, incisivo, categórico, se había convertido en un indudable referente de los sesenta. En aquel tiempo jamás imaginé que muchos años después volvería a leer sus libros con el fin de cumplir con la propuesta de UNIPE (Editorial Universitaria): escribir Walsh, 1957. Acerca de Operación Masacre, para la colección "Autor/Fecha".
Hay relecturas que resultan frustrantes. Suele suceder que aquellos textos que en algún momento festejamos ahora nos parecen menores, dignos de olvido. Por fortuna, no siempre sufrimos esa decepción: regresar a los libros de Walsh, tanto los que ya había leído, como los que ahora leía por primera vez, fue un ejercicio gratificante: Operación Masacre, además de preanunciar un nuevo género, mantiene el vigor y la vigencia de los primeros días, es sorprendente comprobar cómo el propio Walsh lo recreó sin descanso. Su teatro también resulta anticipatorio, el cuento Esa mujer, según una encuesta realizada entre escritores y críticos, fue elegido el mejor cuento argentino del siglo XX. Pero Walsh no se quedó exclusivamente en la literatura, supo darle un tinte distinto al periodismo, para entender lo que quiero decir basta con recordar El semanario de la CGT de los argentinos, que dirigió a pedido de Raymundo Ongaro, o la creación de ANCLA, la Agencia de Noticias Clandestina que fundó y funcionó durante la última dictadura cívico-militar.
Aquel Walsh que conocí en la librería de Jorge Álvarez apenas superaba los treinta años y además de Operación Masacre había publicado un libro de cuentos, Variaciones en rojo, y estaba a punto de aparecer otro: Cuentos para tahúres. No disimulaba su orgullo por descender de irlandeses y menos aún disimulaba su antipatía por todo lo que oliese a británico. Poco más que eso era lo que sabía de él, para escribir este libro tuve que retroceder hasta sus primeros años, pude comprobar que entonces ya despuntaba su curiosidad por todo lo que lo rodeaba. Si tuviera que compararlo con un animal, el gato es quien mejor lo representaba: ya de pequeño exhibía la paciencia, la tozudez y la astucia que caracteriza a los felinos.
Recorrer la vida de Walsh fue una experiencia fascinante. Desde aquel hombre que simpatizaba con la Alianza Libertadora Nacionalista y celebraba, sin el menor rubor, los bombardeos del 55 sobre Plaza de Mayo, hasta ese mismo hombre que colaboró con la Revolución Cubana y fue parte de Montoneros, hay un camino muy largo, cubierto de contradicciones. ¿En qué momento se produjo el quiebre definitivo? Tuvo que haber sido en la tarde del 18 de diciembre de 1956, Walsh estaba concentrado en una partida de ajedrez cuando alguien le dijo: "Hay un fusilado que vive". A partir de aquel momento, ese hombre que estaba por cumplir los 29 años y al que sólo parecían preocuparle el ajedrez y los cuentos policiales, de pronto habrá entendido cuál sería su destino, su razón de estar en el mundo: dejó casa, trabajo, familia y entró en la clandestinidad con el sólo propósito de revelar la verdad de lo sucedido en un basural de José León Suárez la noche del 9 de junio de 1956.
En tiempos en que se discutía el compromiso, Walsh ciertamente fue el prototipo del intelectual comprometido. Y se le fue la vida en ello. Componer este libro, entre otras muchas cosas, significó reencontrarme con un escritor formidable, dueño de una obra excepcional. En el prólogo a Cuentos Completos de Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia recurre a Bertolt Brecht para cifrar las claves de esa obra: "Hay que tener, decía Brecht, el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios y la astucia de saber difundirla".
No soy académico, tampoco lo es mi escritura. Intenté contar Walsh, 1957 al mejor estilo narrativo, con el interés y la tensión que toda escritura exige. Si lo logré o no queda a juicio de cada lector.
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