Llega desde su casa en San Telmo a los estudios de Infobae en Palermo en subte. "Y no es sólo porque es un día de piquetes. Es porque es el mejor modo de viajar en Buenos Aires", le explica al técnico que la ayuda a colocarse el micrófono. Liliana Heker no tiene el más mínimo gesto de superioridad aunque sea considerada por todos los intelectuales argentinos como una de las mejores escritoras y maestra irrepetible de muchos otros.
En la charla con Infobae recuerda su primer contacto con Abelardo Castillo, cuando a sus 16 años le envió un poema que él consideró muy malo pero nacido de la pluma de una verdadera escritora. Jorge luis Borges, Roberto Fontanarrosa, Ana María Shua y tantos otros colegas aparecen en la conversación en la que cuenta el porqué de su último libro La trastienda de la escritura (Alfaguara), un recorrido por sus 40 años de taller de escritura, por donde han pasado grandes autores nacionales. Con ella conversamos.
— Empezamos hablando un poco de escritura, ¿para qué escribís?
— Creo que es una de las preguntas más difíciles de contestar. Una vez que uno ya está metido en eso, a lo mejor se pregunta para qué escribe o qué sentido tiene que uno lo haga en un universo que ya está perfectamente completo sin uno. Eso hay que saberlo, un escritor tiene que tener una mezcla de humildad y de arrogancia: humildad para aceptar que el campo de la literatura se arregla perfectamente sin él, y arrogancia para, a pesar de todo, decir bueno, voy a hacer lo mío a ver qué pasa, voy a instalar lo mío en medio de ese universo que hasta ahora estaba completo, con la esperanza de que sí tenga una cabida.
Entonces uno se larga a escribir, y yo te puedo contar cómo de pronto estaba metida en eso, pero mucho tiempo después uno se plantea, ya como una cuestión ideológica, para qué escribo. Qué sentido tiene esto. ¿Va a cambiar algo? Qué sentido tiene en realidad un libro. En los años 60, en la época en que los intelectuales realmente tenían mucho peso, cosa que no ocurre en el momento actual, Sartre en París largó esa frase famosa: "Ante un chico que se muere La náusea no tiene peso". Lo que creó acá enormes polémicas y algunas posiciones extremas que negaban prácticamente toda la literatura por su incapacidad de darle de comer a un chico. Y lo que no planteaban es que para Sartre, sin duda, fue un interrogante personal, ¿no? Qué sentido tiene. En realidad ante un chico que se muere de hambre nada tiene sentido. Nada, ninguna de las cosas que se hagan. Siempre ante un chico que se muere de hambre lo primordial es que ese chico coma. Por lo menos según yo entiendo la realidad y el mundo. Pero, al mismo tiempo, en ese mundo que yo quiero cabe el Quijote y cabe Shakespeare. Yo quiero un mundo en el que los chicos coman y puedan estudiar, y la gente tenga trabajo. Es mi ideología básica. Llamála como quieras. Pero al mismo tiempo en que, por supuesto, entre el arte y entre todo lo que puede hacer mejor al ser humano.
Uno siempre ante el texto que quiere escribir está en una total incertidumbre y sin ninguna garantía. Y mejor no perder ese estado de incertidumbre
— Dejame tomar algo que dijiste, porque no solo por tu trabajo personal tan admirado sino porque has enseñado, has tutelado a muchos que quieren escribir, me quedé en esto de la arrogancia y la humildad. ¿Uno escribe mejor desde la arrogancia o desde la humildad?
— En realidad creo que están las dos cosas y mejor no volcarse a ninguna de las dos. No creo que sirva ser demasiado humilde, yo no lo soy, pero el exceso de arrogancia también lleva a creérsela. Y la verdad es que lo mejor que puede hacer un escritor es no creérsela. Porque uno siempre ante el texto que quiere escribir está en una total incertidumbre y sin ninguna garantía. Y mejor no perder ese estado de incertidumbre. Para los demás tal vez uno ya está investido, para los demás yo soy escritora, ya está, tengo un lugar. Pero para mí yo soy escritora en la instancia en que estoy escribiendo. Escribiendo quiero decir no simplemente estar tecleando, el acto físico de escribir, sino cuando ya voy maquinando una novela o un cuento y voy por la calle y se me ocurre alguna idea, y tiro papeles, y estoy en todo ese estado tan incierto y al mismo tiempo tan fascinante que es la creación de algo nuevo. En esos momentos yo estoy escribiendo. En los momentos en que no lo estoy haciendo, bueno, nada me garantiza a mí, en mi interioridad, que soy escritora.
— ¿Cuánto el éxito -comillas, negrita, todo lo que vos quieras- interfiere o impulsa el deseo de escribir?
— A mí la palabra éxito me resulta absolutamente carente de significación. Si vos me hablas de cierta repercusión, del hecho de que un libro mío o un texto cualquiera mío haya marcado a otro, lo haya llevado a pensar, a discutir, lo haya movilizado en algún sentido, eso es lo que realmente busco y es lo que le da sentido a mi trabajo. No sé qué es el éxito. ¿Qué es el éxito, vender muchos ejemplares de golpe? ¿Qué quiere decir vender muchos ejemplares en un país que tiene 44 millones de habitantes? Es muy relativo ese éxito. Y la verdad es que no tiene significación. Ahora, cuando alguien me dice, por ejemplo una adolescente o un adolescente, alguien muy joven, me dice ay, leí Zona de clivaje, me movilizó, yo digo ay, yo escribí esa novela, en realidad la publiqué en el 87 y su idea surgió cuando yo tenía 20, 21 años, cuando me planteé bueno, para una mujer su cuerpo es trascendente. Porque era una época muy de escritores muy machistas y se valorizaba el alma, la inteligencia, el espíritu, y el cuerpo era medio desdeñable. Yo me planteé esa cuestión muy sola, yo me sentía muy sola en ese planteo, cosa que no me molestaba, cuando era muy joven. Si eso moviliza a algún adolescente en este momento yo siento que tuvo sentido el trabajo. Uno quiere permanecer, ser leído. Ser leído seguramente de una manera distinta a como fue leído 30 o 40 años atrás. Pero al menos yo como escritora lo que me planteo es eso. Lo otro, y bueno, sí, que mis libros se lean me encanta, pero esa venta explosiva…
— No te dice nada.
— Significa muy poco.
— Claro, pero si nos obligaran a buscar la expresión "éxito", esa adolescente movilizada por Zona de clivaje se parece más al éxito que…
— No, no, yo no lo llamaría éxito. Tal vez lo llamaría conseguir de alguna manera aquello que yo soñaba cuando empecé a escribir esa novela o cuando empecé a escribir. Yo me acuerdo, éramos muy grandilocuentes, éramos muy jóvenes en la época de El grillo de papel y de El escarabajo, el principio de El escarabajo de oro, pero lo mínimo que nos planteábamos era "uno tiene que durar 500 años como el Quijote". Ahora, no sabemos si el mundo va a durar no 500 años, no sabemos qué va a pasar dentro de 50 años. Pero seguramente esa necesidad de permanencia, de que lo que uno escribe esté diciendo algo que permanezca y se vaya modificando con el tiempo y les diga algo a los otros eso es lo que espero de mi escritura. No digo que en el momento que estoy escribiendo me plantee eso, yo cuando estoy escribiendo, estoy escribiendo. Pero cuando me planteo, y volviendo a tu pregunta original, para qué escribo, y bueno, escribo para permanecer de alguna manera. Para seguir dialogando con ese lector al que en realidad no conozco y al que no voy a conocer.
— Mencionabas el tema de aquella orfandad de cuando decías el derecho a reconocer sobre tu cuerpo la autoridad propia, que hoy parece en algunos sectores indiscutida. Digamos, en ese recorrido de los 60 a hoy, ¿sentís que el año pasado, este año, la mujer se instaló, nos enseñó aquello que vos tan solita planteabas?
— Yo creo que el movimiento más fuerte, el cambio más revolucionario de los que se están dando en la época actual se da respecto de la condición de la mujer en tanto mujer. Por supuesto, van a haber modificaciones. Siempre hay extremos, hace falta una reflexión muy profunda además que acompañe ese cambio. Y eso siempre será bienvenido. Pero hay sí una condición de la mujer que cambió muy nítidamente. Digamos, en la época en que yo empecé a escribir, yo era muy joven cuando entré a El grillo de papel, tenía 16 años cuando entré, era muy joven realmente, y era la única chica que iba. Estaban las novias de los jóvenes escritores, pero yo iba por las mías. Y eso marca en realidad, eso se fue modificando. Incluso en los talleres. Yo empecé a dar taller durante la dictadura militar, me habían echado por "subversiva" de lugar donde trabajaba y del teatro IFT me llamaron para coordinar un taller. Y en ese grupo eran siete u ocho varones y una sola chica. Esa única chica era Silvia Schujer, que fue la única escritora que salió. Era toda gente sensacional, hay uno que es un economista conocido hoy. Otro es fotógrafo. Pero la única escritora del grupo fue la única chica. Pero esa era la composición. En cambio ahora yo sigo dando talleres y hay grupos donde hay más varones que chicas, otros que hay más chicas que varones. El talento está absolutamente bien distribuido, cada uno tiene su mundo, cada uno se instala con su mundo, con su experiencia, con sus choques con la realidad, y esa discriminación que existía y que me llevó muy tempranamente a escribir mi ensayo, o la primera versión del ensayo Las hermanas de Shakespeare, no existe, o, si existe, cada vez pesa menos.
Todos empezamos enamorándonos de la literatura a través de la lectura. Después a lo mejor descubrimos la escritura.
— Me interesa porque tu último trabajo tiene que ver con tu experiencia en los talleres. ¿Cuánto hay de chance de moldear, de acompañar al escritor a través de la enseñanza en un taller y cuánto es imposible modificar de la esencia?
— A ver, vamos a partir de algo que no me canso de decir: nadie le puede enseñar a otro a escribir o a ser escritor. Cada escritor aprende su oficio. Lo aprende de su propia experiencia, de sus propios errores, de los libros que lee, ¿no? Todos empezamos enamorándonos de la literatura a través de la lectura. Después a lo mejor descubrimos la escritura. En ese aprendizaje a veces entra la opinión de otro, la crítica de otro, de ciertos otros. Yo tuve la enorme fortuna de formarme en la revista con escritores notables y a veces implacables en la crítica, Abelardo Castillo sobre todo, que fue el gran amigo de toda mi vida, y además un gran maestro, un tipo que te decía las cosas, las criticaba sin ninguna condescendencia pero al mismo tiempo con una enorme generosidad. Pero no solo Castillo, estaba Humberto Constantini por ejemplo. Estaban, que eran mis compañeros de generación, te estoy hablando de Piglia, de Briante. Era realmente una generación poderosa, todos escribíamos, nos leíamos los cuentos unos a los otros y nos criticábamos con mucho rigor, a veces con una falta de piedad total, nos fuimos haciendo duros. Todos sabíamos en los 60 que era importante trabajar nuestros textos y que íbamos a publicar. Es decir, no solo se publicaba, había editoriales chicas que publicaban, los medios se ocupaban de los jóvenes escritores, además nos leían. Eso es un estímulo.
— Claro.
— Yo me formé, así creo que todos nosotros nos formamos de esa manera, en esas reuniones, las reuniones por ejemplo del Escarabajo que se hacían en el Café Tortoni eran famosas, las reuniones de los viernes, entonces nos reuníamos todos, alguien venía, leía un cuento y todos discutíamos pero a muerte cada texto, algo que fue arrasado por supuesto entre todo lo que fue arrasado por la dictadura militar.
Yo sé que eso me sirvió. De alguna manera lo que yo trato de reeditar de otra manera, con otros métodos, en otro contexto, de hecho en un taller la gente paga a un coordinador, lo que ya cambia las cosas. Pero el camino es ése, es tomarme apasionadamente el texto de otro, ir viendo qué pretende con ese texto, hasta qué punto eso que quiere hacer, que a lo mejor es excelente, se malogra porque se metió en una primera persona que es un baile del que no puede salir y qué pasa si lo pasas a tercera. Y mirá, este principio es muy largo. Es decir, ¿no te parece que en el segundo párrafo arranca de otra manera? Y eso, esas indicaciones, igual no sirven para nada si el otro cuando se las lleva a su casa no las piensa a fondo y no consigue hacerlas suyas. Porque por ahí te dan una indicación y vos decís sí, es muy correcto, pero no es lo que yo quiero hacer.
— Yo quiero que sea por acá.
— Entonces lo único que uno hace, creo yo, es favorecer en el otro esa revelación propia. Esa revelación que él solo se va a provocar. Eso es lo que yo creo y eso es lo que trato de poner en juego en los talleres. Como se notará con todos los movimientos, me apasiona ese trabajo, el meterme en el proceso creador del otro, en ver qué busca, en ver por qué todavía no consiguió lo que quiso. Insisto mucho, muchísimo, en la corrección. Bueno, siempre digo a los que vienen: si necesitás traer diez veces un cuento lo traés, porque yo corrijo diez veces un texto. Es decir, nadie viene a un taller a escuchar novedades, venís a meterte en el trabajo del otro, no solo soy yo eh, cada uno de los que vienen al taller interviene en ese proceso, y entonces viendo qué pasa en el otro también empieza a ver qué pasa con sus propios textos, cómo funciona la corrección, qué es el trabajo creador.
— Y dejame, porque me da una curiosidad enorme, de vuelta la humildad y la…
— La arrogancia.
— La audacia. ¿Cuándo te permitís decir: es la corrección diez y entrego?
— Nadie se recibe de escritor, y yo tampoco. Es decir, ¿cuándo es? Yo creo que llega un momento que uno dice bueno, ya está el libro. Yo estoy hablando de mí. Bueno, listo, ya está. Seguro que cuando se edite después voy a encontrar algo. Y si se reedita voy a… Es decir, corregir. Borges seguía corrigiendo; en las sucesivas ediciones corregía sus cuentos. Abelardo Castillo corregía. Un cuento que fue de esos extraordinarios como "La madre de Ernesto" Abelardo lo terminó cuando tenía 25 años y lo publicó en la revista. En las sucesivas ediciones, y te estoy hablando del año 60, ¿no? Yo creo que las últimas ediciones que salieron él todavía le cambiaba alguna palabra, algún giro, algo en el final. O sea, ese cuento es excepcional, siempre fue excepcional, sin embargo un autor siempre encuentra que algo puede ser mejor.
— ¿"La madre de Ernesto" es el de los chicos del pueblo?
— Claro, son los chicos que van a ver a la prostituta que es la madre de uno de ellos. Es un cuento…
— Perfecto.
— Perfecto, absolutamente perfecto, tiene uno de los finales más notables de la literatura. Vos fijate que en ese cuento se da la mujer que pasa de uno de los arquetipos de la mujer que es la puta a la madre, así, y en un solo gesto. Es realmente extraordinario. Sin embargo, Castillo en las sucesivas reediciones de ese cuento seguía corrigiendo. Así que bueno, eso es, no hay un momento y ah, ya está. Por lo menos para un autor, no.
La vida no te da esa ventaja, lo que te salió mal ya no lo arreglas. La literatura sí, vos podés seguir buscando eso que querés hacer.
— Hablemos del mito, la fantasía, vos me dirás, de la inspiración.
— (Risas) Ah, sí, yo justamente tengo en el libro un texto enel que cuestiono la inspiración. En realidad yo sé, lo sé por experiencia propia además, que hay momentos privilegiados en los que uno siente como si las palabras le cantaran en la oreja; uno sabe que está escribiendo exactamente lo que quiere decir, con el ritmo que quiere, con las palabras que hacen falta, llamalo como quieras a ese estado. Es altamente improbable, no ocurre siempre. Si uno esperara escribir nada más que en uno de esos estados privilegiados, a lo mejor escribiría una sola página en toda su vida. Yo me acuerdo que así escribí el último capítulo de Zona de clivaje, pero para el resto estuve, creo que, mirá, la primera idea ocurrió más o menos en el 62, y publiqué la novela en el 87. Es decir que esa novela recorrió mi vida, tiré muchos papeles, todavía no había computadora, ahora, el último capítulo, sí, lo escribí de un tirón. Ahora fijate, si yo hubiese esperado ese estado creo que todavía estaría dando vueltas y no habría publicado ni esa novela ni nada. Creo enormemente en la búsqueda, en el trabajo creador, en buscar lo que uno quiere decir. Las cosas nunca salen bien de entrada, o casi nunca. Entonces la vida no te da esa ventaja, lo que te salió mal ya no lo arreglas. La literatura sí, vos podés seguir buscando eso que querés hacer. Supongo que un escritor, a mí me pasa, tiene una idea de lo que quiere comunicar, digamos, qué quiere despertar en el otro. Eso no se consigue en general de una sola vez. A veces puede salir, hay cuentos que salen más rápido que otros. A mí las novelas me dan mucho trabajo, los cuentos también. Bueno, esa búsqueda es lo hermoso.
— ¿Cuánto pesa la voz de un escritor hoy, en el 2019?
— Yo creo que la voz, es decir la obra de un escritor -si uno habla de la voz de un escritor por lo menos según yo lo entiendo habla de su voz en tanto intelectual-, creo que en ese sentido está pesando muy poco esa voz del escritor, su voz personal. En cambio me parece que se sigue leyendo y se sigue escribiendo. Hay libros nuevos, hay creadores nuevos. Y eso es maravilloso. Vivimos, atravesamos épocas difíciles, en este momento estamos en un momento terrible, y sin embargo sigue habiendo creadores, sigue habiendo excelentes obras de escritores nuevos. Y la gente sigue leyendo. Tal vez se compran menos libros, no se compra pan, entonces es difícil que se compren libros, también se compran menos, pero no es tanto menos. Creo que se sigue leyendo, teniendo en cuenta que los lectores siempre son una minoría, porque hay muchas cosas para resolver de modo que los lectores sean una mayoría. Pero por problemas sociales, no por falta de interés. Yo creo, más allá de las redes, de todos los otros medios, el diálogo entre un lector y el libro, creo que es singular…
— En el soporte que sea.
— A mí no me interesa el soporte, a mí me gusta leer en el libro de papel, creo que es perfecto, tiene un formato que nunca pudo ser superado. Ahora volvemos al papiro en realidad, ¿no? Pero bueno, eso a mí no me importa, cada uno elige leer en el soporte que le parezca.
— Sin contar la experiencia sensual de tocar el libro.
— El papel es maravilloso. Es recorrer a las hojas. El olor. Todo es hermoso. Es decir, para mí el objeto libro es realmente…
— Saber que ahí está el lomo de tu libro.
— Poder marcarlo. Marcar, yo corrijo a mano incluso. Yo imprimo, pero necesito eso físico. De la lapicera tachando una palabra, sacando una flechita al margen, anotando una palabra. Hay algo maravilloso en el papel. Pero bueno, yo al principio cuando alguno de mis alumnos traía la computadora me enojaba, le decía "hace copias", ahora me da lo mismo, y de pronto dicen "ay, no pude imprimir", y leen desde el teléfono. Pero bueno, a mí qué me importa.
— Claro, claro. Hablemos, si podés, no sé cómo plantearlo, hablemos de Abelardo Castillo.
— Pero bueno, hablemos de Abelardo Castillo. Mirá, Abelardo Castillo creo yo, y trato de objetivarlo todo lo que pueda, creo que es uno de los mayores escritores que ha dado la Argentina. Es decir, un escritor en cuanto a su obra, vos fijate que abarcó excepcionalmente todos los géneros, porque cuentista fue sin ninguna duda un maestro del cuento y uno de los enormes cuentistas en un país de cuentistas enormes, porque éste es un país de cuentistas excelentes. Sus novelas, bueno, Crónica de un iniciado es una novela de una intensidad realmente increíble. El que tiene sed, que bueno, para mí es su obra más extraordinaria, que se puede considerar como una novela o tal vez como una, digamos, una suma de cuentos que tienen una unidad, bueno, no importa cómo se lo clasifique, eso no es importante, es una obra excepcional. El evangelio según Van Hutten además muestra un conocimiento profundísimo de Castillo de ese mundo que cuenta. Es un gran conocedor de la Biblia y de los evangelios y realmente se ha documentado para ese libro y escribió una obra realmente excepcional ¿no? Su primera novela, La casa de ceniza, que él escribió cuando estaba en el servicio militar. En su diario cita a los 21 años ahí en Sierras Bayas donde hizo el servicio militar cómo empezó esa novela que se llamaba Una cosa en la colina.
Como hombre de teatro, como dramaturgo: Israfel, El otro Judas, Las piedras de Jericó. Sus ensayos. Su tarea en la revista. Es decir, nosotros llamamos la revista porque es una continuidad, El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco, pese a que cada una de las revistas dialogó con su tiempo, porque eso es lo que tiene con su tiempo ¿no? Uno escribe una novela para ser leída mucho tiempo después, pero una revista dialoga con su ahora y aquí, y cada una de esas revistas dialogó con su ahora y aquí. Pero haber llevado a cabo desde la fundación de El grillo de papel hasta que dejó de salir El ornitorrinco, esa revista, sus editoriales. Toda su obra realmente es excepcional, pero además hay algo, creo que su integridad, su ética, estaba en cada uno de sus actos, esa coherencia no es muy fácil de encontrar en otros escritores. Realmente espero que se acepte que puedo hablar con cierta objetividad más allá del cariño enorme que he tenido para Abelardo, de la amistad que nos unió y de la tarea en común que fue sacar la revista que unos unió a lo largo de los años. Creo que puedo hablar de él y de su obra. Tal vez no me hubiese animado a hablar con tanta libertad si Abelardo estuviese vivo: se habría enojado conmigo ante tanto elogio, pero creo que es absolutamente merecido.
— Conversábamos antes de empezar la nota de un libro que no leí tuyo y que quiero leer ya porque plantea el tema de la muerte como modo de entrevista, y yo creo que en el fondo un poco más, un poco menos, todas las entrevistas dan vuelta sobre estas inquietudes que uno tiene, ¿no? Lo trajiste a Sartre y Sartre dice que no hay ningún pesimismo en el planteo de decir la finitud de la vida, que todo lo contrario, que el hecho de haber sido arrojados a la vida sabiendo que uno va a terminarla inexorablemente transforma esa vida en algo muy positivo en el hacer, en el poner en marcha el deseo. Y cuál es el sentido de la vida.
— Es decir, es muy difícil. Uno va construyendo su propio sentido. Creo, es decir, con una visión optimista, que hay una continuidad. En ese mismo libro del que hablaste, Diálogos sobre la vida y la muerte, que yo hago entrevistas desde Borges y Abelardo Castillo, Fontanarrosa, Ana Shua, Pavlovsky, a psicoanalistas, médicos, un profesor, un jesuita profesor de religiones comparadas, le hago una entrevista excepcional a un hombre excepcional que es Marcelino Cereijido, un científico argentino que vive desde hace muchísimos años en México, él tiene un libro que a mí me dio vuelta que es La muerte y sus ventajas. Es tremendo ¿no? Ver la muerte como una ventaja. Y, sin embargo, él dice que si no fuera por la muerte en este momento seríamos una especie de protoplasma, que somos lo que somos porque existe la muerte y entonces hay una renovación. Es decir, en realidad si uno lo entiende así, se ve como ventaja, si uno piensa en que uno construye y que se va a terminar lo ve como algo muy difícil de concebir. Y eso lo pude percibir en los otros cuando hice ese libro, era impresionante, por ejemplo Fontanarrosa. Fontanarrosa negaba la muerte, contó anécdotas divertidísimas, porque no podía dejar de ser Fontanarrosa aún si hablaba sobre la muerte, pero era terrible su actitud, lo mismo la de Tato Pavlovsky. Y la de Abelardo Castillo, yo le hice esa entrevista en la primera versión de ese libro, que ocurrió en el 79, Abelardo tenía 45 años, y hay algo que yo cito en el prólogo y que es muy significativo, yo le hice una entrevista muy larga, muy intensa, realmente excepcional, mientras yo le hacía la entrevista Abelardo, eso lo pinta completo, ese es tal vez el aspecto que no se conoce de él, porque él hacía cosas, arreglaba cosas, entendía la computadora, tenía un Citroën 211 ligero y se metía en los autos, sabía cómo funcionaban los motores, arreglaba, ponía parlantes por todos lados e inventaba sistemas. Bueno, mientras yo le hacía la entrevista Abelardo hacía una biblioteca. Él martillaba. Yo sentí después, cuando hice el prólogo, que le estaba poniendo al futuro todavía varios estantes vacíos, ¿no? Eso es maravilloso. Entonces hablaba de la muerte y de su negación de lo que más le angustiaba que era la muerte de los otros, de su gente querida, hablaba de que ni siquiera podía soportar la muerte de su gato, que eso es cierto, uno entiende y puede pensar la muerte cuando se le muere un gato. Mientras hablaba de todo eso hacía una biblioteca. Eso es algo que realmente da exactamente esa idea contradictoria que uno tiene. Uno es capaz de pensar en la muerte hasta cierto punto.
— Digo, no sé si es por tu admiración y por el privilegio de haber hablado esto con Borges, con Fontanarrosa, con Abelardo, vos me decías, creo, que uno construye el sentido de la muerte y no me dejaste escuchar cuál es el que vos has construido.
— Bueno, como casi todos, es decir, creo que vivo negando el hecho de que me voy a morir. Es decir, creo que si uno pensara continuamente que se va a morir casi se quedaría paralizado. En el momento en que podés pensar la muerte a lo mejor te quedas pensando si me voy a morir qué sentido tiene seguir haciendo cosas. Y sin embargo, sí, tuve que pensar además muy a fondo la muerte, porque todos sabemos que nos vamos a morir, es la única certeza que todos tenemos en común, sin embargo no pensamos mucho en la muerte. En no estar. Es decir, no estar es algo muy difícil, uno continuamente está manejando todo, yo puedo pensar ah sí, bueno, van a quedar mis libros, sí, los van a leer, pero creo que eso no es un paliativo, que yo necesito estar, pensar realmente, ver la realidad, juzgarla. No conozco otra manera que estando viva. Entonces es muy difícil realmente concebir la propia muerte. Por eso uno va buscando un equilibrio, uno va construyendo un sentido. Es decir, sentir que bueno, que tal vez este estar en el mundo, ese haber sido instalado acá, puede tener algún sentido para los otros. Seguro que lo tiene para la gente que me conoce y me quiere. Es decir, seguramente existo para ellos y para algunas personas muy queridas debo ser imprescindible y eso está bien. También pienso que, bueno, si yo escribí un cuento y eso marcó a alguien, son pequeños sentidos que uno va encontrando. Este libro que acabo de escribir, y que yo digo, que acabo de publicar, que digo para mí es un acto, yo sentí que este libro era un acto, que había ciertos saberes, ciertas experiencias que yo fui elaborando a lo largo de mi vida y que necesitaba darlas a los otros. Posiblemente actos como esos son los que construyen un sentido. La literatura construye sentido. Es decir, cuando vos vivís un episodio, algo te impactó, entonces no se trata de contar, reproducir ese episodio, sino darle sentido. Tomemos a Kafka. Kafka construye libros con sentido de cosas que carecen de sentido, de todo lo que lo ha perturbado, ¿no? Es decir, Kafka construye una novela como El castillo, o como El proceso, o como La metamorfosis, y construye sentido. Bueno, yo creo que uno trata de hacer eso. Para otro será, digamos, criar un hijo. Hay algo que uno necesita, es decir, sentir que su estar en el mundo no fue en vano. A lo mejor uno se engaña, pero creo que uno necesita sentir que ya que fuimos instalados acá, es por algo.
— Deseo, imagino leerte un texto que empiece con una frase que dijiste que ojalá pudiera repetir de memoria que es "no me conozco de otra forma que existiendo".
— Claro, sí, no me conozco más que viva, no me concibo no viviendo, no me concibo…
— No estando.
— Exactamente. En la entrevista que le hice a Borges hablaba de la ausencia hacia atrás. Digamos, no haber estado en el pasado. Ahora, yo esa angustia de no haber estado en el pasado no la experimento. El pasado yo lo asimilo a mí manera, me lo apropio, pero no puedo apropiarme, el tiempo en que no estuve antes no me provoca ninguna angustia, porque es mío, lo conozco, puedo escribir historias con eso, puedo reflexionar sobre eso. El no estar es no estar hacia adelante.
— Y eso es inconcebible.
— Eso es inconcebible, sí, realmente es inconcebible. En realidad, a Borges cuando le pregunté qué le sugiere la palabra muerte me dijo "una gran esperanza, la esperanza de dejar de ser". Lo reproduje por supuesto como frase de Borges. Yo no siento, para mí no es una gran esperanza dejar de ser.
— Bueno, deseo que tu último libro sea esto, una construcción más de un sentido que, si te sirve de algo, a muchos de tus lectores nos transforma, nos alegra, nos perturba, nos hace mejores. De verdad tengo una gran admiración por vos, ha sido una charla que he disfrutado muchísimo.
— Ay, qué bueno, yo también la disfruté por supuesto.
— Que se repita.
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