Por Juan Ignacio Orúe y Martín Latorraca
La conversación es sobre Borges y Onetti, también se lo nombra a Saer. Rivera escucha, interviene poco, en la mesa del restaurant. Comparten la tertulia Guillermo Saavedra y Ricardo Piglia. Están en El Toboso. Los atiende un mozo mala onda y eficiente, que no confunde los platos ni olvida nada. Piglia es una máquina de hablar; Rivera, parco, parece enojado, dice que aprende.
Rivera en un bar, boliche o comedero habla de literatura, política y cine. Hay una genealogía ahí: una costumbre vital que mantuvo hasta que le dio el cuerpo, una manera de vincularse con el afuera, un ritual bien porteño que inició con su tío Felipe en Villa Crespo y terminó en la esquina de su pequeño departamento en el barrio de Belgrano, sobre la calle Echeverría, frente a un café con leche y medialunas con Clarín y Página 12 en la mesa junto a la ventana. Algunos sitios que frecuentaba son clásicos de Buenos Aires: café La Paz, Tortoni y La Opera, el restaurant Pippo, Pepito, además de El Toboso.
Cada lugar tuvo su época y compañeros de cenas y whisky. El paso del tiempo modificó los recorridos, la manera de andar la ciudad, el vínculo con la nocturnidad. Compartió momentos con los hermanos David e Ismael Viñas, Pirí Lugones, León Rozitchner, sus compañeros del PC. En los últimos años estrechó una relación fiel con los mozos que le hablaban lo justo y atendían sin yerros su pedido, que mantuvo casi intacto, con infrecuentes variaciones: bife de chorizo cortado mariposa, ensalada de radicheta, botella de vino tinto Norton o López, hielo.
–Andrés es muy puntual. A las 15 pedía un remis para verme a las 20.30. Para él, era fundamental bajar todas las mañanas a comprarle una factura a la señora del remis que está al lado de su casa. Cenábamos una vez al mes y siempre llegaba antes –dice Díaz–. Fumábamos mucho en las comidas. Es un hombre muy austero y su gran derroche o el gusto que se daba violando ciertas normas marxistas, estrictas, era su whisky. Iba cambiando: Jack Daniels, J&B.
La relación entre Rivera y Díaz comenzó en 2004. Finalizado el vínculo con Alfaguara, Rivera estaba sin editorial y con una nueva obra que continúa la línea de sus últimos trabajos: narrar la degradación social y cultural que dejó el menemismo y la fallida Alianza UCR-Frepaso, una llaga que multiplicó los dolores posibles en un desfile sinfín de pérdidas y humillaciones para los trabajadores. Una injuria que sembró un tendal de excluidos sin conciencia política ni gremial al quedar desconectados del mundo del trabajo. Los escritores Eduardo Belgrano Rawson y Ricardo Piglia, de alguna manera, propiciaron el encuentro. Belgrano Rawson le recomienda a Rivera que se viera con Díaz y Piglia le recomienda a Díaz que contratara a Rivera.
Así es como Esto por ahora (2005) se publica en Editorial Planeta bajo el sello Seix Barral como todos los libros de Rivera hasta Kadish (2011).
–En Esto por ahora actualiza la temática social en Argentina. Hijos lumpenizados de un policía torturador van a matar a Arturo Reedson, el alter ego de Andrés –dice Díaz–. Describe la nueva realidad social. Los pobres ya no leen, no militan, no están sindicalizados, tres generaciones sin trabajo. Por nada se puede llegar a matar. Antes hablaba de los obreros de Villa Crespo que leían a Marx, a Lenin. Pasa de los judíos pobres de Villa Crespo a estos chicos destrozados en todos los vínculos. Hay un salto frente a esta degradación.
–En la obra de Andrés hay mucha autobiografía. Una autobiografía falseada, también. Con varios personajes, la biografía queda alterada. Es Reedson, Rivera y Fontán. Sus últimos textos son muy desencantados –opina Saavedra–. Él no ha perdido la fe o sus convicciones de izquierda. Lo que dice Andrés es que es mucho más difícil para la izquierda operar sobre la realidad de sectores sociales que ya no son proletarios, sino lúmpenes. Esa precarización, ese quedar excluido del sistema, generan esos tipos de personajes que no tienen una inscripción social. Y su manera de sobrevivir es cartonear o afanar.
Debido a una crisis de pareja con Susana Fiorito, Rivera decide instalarse en su departamento de Buenos Aires casi sin volver a Córdoba hasta 2012. Escribe, mira televisión y bebe whisky. Se cita con amigos y se encuentra a menudo con su hijo Jorge, que es, también, su representante. Dice que es un privilegiado y lo celebra cuando habla con periodistas.
Fueron años de creatividad en el que cierra su obra literaria. Analiza la realidad social, no se queja y envejece. Duerme bien, se levanta temprano y ya entrada la tarde le aparecen los fantasmas y entonces fuma en esas horas difíciles, cuando el día se muere mientras le pone las comas, los puntos, los puntos y comas a los panelistas y periodistas que hablan de política en la TV.
Pequeño, austero, de pocos muebles, el departamento parece de una persona joven que está de paso por la ciudad. Sobre un corcho, recortes de diarios y fotos de Faulkner y Borges; un sillón cómodo, dos sillas forradas de azul y una banqueta con respaldo rodean la mesa marrón y plegable que está pegada a otra blanca de fórmica, que es más común usar en una cocina; frente al televisor viejo de 17 pulgadas, que el alababa, hay un sofá sencillo cubierto por una manta verde, debajo de una biblioteca de estantes con libros, más fotografías, boletas de servicios, papeles y cartas.
La biblioteca principal ocupa tres paredes por debajo de las ventanas desde donde se ve el Río de la Plata; en el centro, un cuadro de su amigo Gorriarena da un toque pop, moderno; un recorte de la revista Ñ con las imágenes de Freud, Marx y Einstein cuelgan de chinches en un estante sobre las obras de su querido Hemingway. En la puerta tiene más collages de papeles y fotos, y un recorte de prensa que le da orgullo: "Confirman que Rivera fue plagiado por Zicolillo"; la habitación tiene una cama, una silla y una mesa de madera con su máquina de escribir, una daga y una botella de Jack Daniels abierta por la mitad. Frente a la cocina diminuta, tiene enmarcada una foto con sus dos hijos y, también, un cuadro de Engels.
–Vos entrás al departamento del viejo en Belgrano y hay dos tenedores, dos platos –dice Jorge–. Cuando le digo al viejo: 'Te compré un jean', me dice: '¿Para qué, si tengo uno y me alcanza?'. Eso me parece interesante del viejo. Admiro su coherencia. No es una declamación.
A Andrés Rivera se le enciman los recuerdos en la penumbra, las epopeyas en las que creyó mientras percibe y palpita en calma que el final está cerca; también lo perturban los dolores físicos, la pérdida de la vitalidad, lo abruma un escepticismo denso y oscuro que penetra en su obra final. Y queda en silencio, en Córdoba, alejado de la vida pública, casi inaccesible.
"Yo soy mi piel. La piel de un viejo. Se aja, la piel de un viejo. Y es acometida por ronchas moradas. Que enfurecen a viejos como yo" (Esto por ahora, 2005).
"Yo, hombre viejo, puedo decir qué fue Felipe para mí. Fue el hombre de cabello rubio y crespo que me llevaba, los sábados a los cines de la calle Lavalle, en pleno centro de Buenos Aires. Y que, cuando aparecía el The end en la pantalla, me invitaba a cenar. Felipe fue quien puso bajo mis ojos de adolescente, con una sonrisa apenas esbozada, pero irónica, Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, y Guerra y Paz, de León Tolstoi" (Estaqueados, 2008).
"Arturo Reedson, antes de que Lucas le partiese el corazón de una puñalada, alcanzó a interrogarse: ¿Qué más tengo que decirme que no me haya dicho? (Punto final, 2006).
–Andrés es sus personajes. Es una de sus grandes enseñanzas. Siempre narra él. Andrés es Rosas, Castelli, Bedoya, Guido. Fue genial. Se mandó un montón de libros con él como personaje central sin aparecer –dice Russo–. Repasa su vida, sus quilombos, sus dolores. Más allá de los achaques de la edad, se quedó vacío, agotado. Lo dijo todo.
–Andrés deja de hablar como le pasa a Castelli. Creo que encuentra algo de lo personal en esos seres de ficción que también son metáforas reales del yo de Rivera. No tiene un lugar, no se halla – dice Andruetto–. Como él es un hombre que ha dicho cosas al límite de lo soportable, entonces, bueno, tampoco se congració por esa misma condición ética tan fuerte que tiene. Él ha sido así. Es muy radical en ese sentido. Eso lo va dejando solo. Hay algo de la construcción de la soledad que él hizo.
–Hace tres años que no hablo con él. Es por inercia. Él está en Córdoba. No nos peleamos. Envejecer es difícil y él siempre tuvo un mambo con la vejez –dice Saavedra. Los viejos joden, dice. La obra de Andrés ya está cerrada. Sus últimos libros son epígonos de sí mismo. Son pequeñas variaciones, matices, que pueden tener más interés para alguien que estudie su obra que para un lector genuino. Haberlo conocido fue una experiencia invalorable. He aprendido mucho en términos humanos, de una ética inquebrantable. Al mismo tiempo esa honestidad lo vuelve muy rígido. Ha tenido peleas con Ricardo Piglia de las que no han vuelto. El momento de la reconciliación coincide con el deterioro de ambos.
Y entonces, Kadish. Su libro más breve, casi sin lomo, dos relatos, 67 páginas. Díaz recuerda que incluso tenía menos y que persuadió a Rivera para que lo trabajara más. Kadish se llama la oración que los judíos creyentes pronuncian al momento de la muerte para homenajear a las personas que amaron con intensidad excepcional. Es su última obra. Rivera muere como escritor. Vuelve, con obsesión, a Villa Crespo, a Fioravanti, hay citas de Marx, sus flirteos con Pirí Lugones, habla del peronismo, los amigos, las lecturas, sus padres.
Al poco tiempo desapareció de la vida pública luego de haber hecho pocas entrevistas por su última obra. Quedó replegado en Bella Vista, con escasas visitas a Buenos Aires. El 5 de noviembre de 2015, Rivera fue al teatro San Martín junto a su hijo Jorge. En la platea también estaba Reneé Dana, que descartó por completo toda posibilidad de entrevista porque prefiere, por Rivera y Gelman, un silencio piadoso. Desde hacía unos meses los actores Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna estaban interpretando la adaptación de El farmer, que luego llevaron al interior del país; más adelante, Rivera la vio nuevamente en Córdoba con Susana Fiorito.
–El farmer es una pieza literaria extrañísima. Es un gran poema largo, una novela muy corta –dice De la Serna–. Es una obra de teatro, también es una película. Tiene muchas dimensiones. El libro está en tercera y primera persona. Entonces hay una escisión en Rosas. Eso nos permite una operación teatral y dramaturgia interesante. Tratamos de llevar eso a una consecuencia extrema. La potencia del personaje es tremenda, Rivera es tremendo. Como actor me pasa de querer respetar hasta la última coma. No hay que agregar nada. La cadencia de Rivera genera mucha tensión, la musicalidad del texto sugiere mucho.
Ambos conocieron a Rivera en Buenos Aires, en el departamento de su hijo, a poco de comenzar los ensayos. Rivera los esperaba allí, sentado en un sillón, pegado al pequeño balcón.
–El encuentro con él fue muy interesante –recuerda De la Serna–. Sus libros me llevan a imaginar muchas cosas, es un universo que proyecta muchas cosas. Me impactaron mucho La revolución es un sueño eterno, La sierva y El amigo de Baudelaire. Rivera habla como escribe. Eso me llamó la atención. Su prosa también es perfecta en la oralidad. Es literatura pura. Además, tiene algo parecido a Rosas. Es un exiliado cultural. ¿Qué lugar tiene hoy Rivera? Hay una falta de reconocimiento a su figura, es lo mismo que pide Rosas. Es el último gran genio de la literatura argentina.
–Me impactó profundamente –recuerda Audivert–. Cuando lo vi a Rivera pensé en él como si fuera Rosas, como Rivera en una suerte de exilio. Una gran figura histórica muy potente que ha hecho su gesta en la literatura, que ha hecho sus revoluciones en la literatura. Está como exiliado de lo histórico por una gran fatiga que le ha producido su lucidez, una lucidez que no cesa, la lucidez implacable que analiza el proceso histórico de una manera marxista y que no concede nada, no negocia nada, que no transa, que pulsea y atraviesa el progresismo, todas las versiones o visiones más o menos condescendientes. Sus ojos lanzan fuego, son ojos escrutadores. Parece una persona sumamente potente, de mucha intensidad. Una suerte de prócer.
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