De "La Mary" y "Los chantas" a "Los muchachos de antes no usaban arsénico": el cine de José Martínez Suárez

El "maestro" de Lucrecia Martel y Juan José Campanella, fue el guionista del clásico que reunió a Susana Giménez con Carlos Monzón y realizó cinco películas inolvidables, con una capacidad notable para adaptar géneros extranjeros a una sensibilidad nacional

El cine de José Martínez Suárez

En el día de ayer murió José Martínez Suárez. Para muchos esto implica no sólo el fallecimiento del presidente del Festival de Mar del Plata (puesto que ostentaba hace más de diez años), sino también del guionista de uno de los grandes y más emblemáticos films del cine nacional (La Mary, con Susana Giménez y Carlos Monzón) y de uno de los directores de cine más importantes que tuvo la Argentina, sino también de una figura asociada a una energía notable que no parecía ser afectada por el paso del tiempo, un rasgo de carácter que también se asocia fácilmente con su hermana Mirtha Legrand.

De hecho, de Martínez Suárez se decía con cariño que llevaba muchísimos años de juventud acumulada, y el propio y recomendable documental que gira en torno a su persona (Soy lo que quise ser, estrenado este mismo año) jugaba con esta idea del joven eterno poniendo en el afiche de promoción a este hombre nonagenario con anteojos de sol. En el círculo cinéfilo era conocido por su carácter fuerte pero también su conocimiento enciclopédico sobre cine, y ciertas leyendas sobre su persona como el hecho de que en un año llegó a ver 700 películas.

En Mar del Plata, en tanto, hay anécdotas tales como aquella que lo tuvo a él enfurecido porque estaban mal los rollos de la película Medianeras, de Gustavo Taretto, y su corrida alarmada (¡a sus 85 años!) a la sala de proyección a pedir que arreglaran el problema. Como también es conocido su trabajo como docente dedicado que incluyó a alumnos ilustres como Lucrecia Martel, Juan José Campanella o el mencionado Taretto.

¿Pero qué hay de su cine?, lamentablemente las políticas de difusión y conservación del cine argentino hicieron que este aspecto de su carrera no sea tan popular como debiera; de no ser así , hoy casi cualquiera sabría que con el fallecimiento de Martínez Suárez se fue también el realizador de cinco largometrajes notables, todos ellos atractivos y algunos verdaderas obras maestras, en las cuales mostró una variedad de estilos distintos (pasó del drama deportivo al costumbrismo, a la comedia negrísima y al policial negro), al mismo tiempo que constantes que volvían una y otra vez.

Quizás de esto último lo más notable (por lo dicho anteriormente en la nota), es que el cine de Martínez Suárez es uno de gente joven. A veces lo era por cuestiones etáreas (El Crack, Dar la cara, son protagonizadas por adolescentes o veinteañeros), en otras porque sus protagonistas podían estar entrados en años pero seguían conservando un espíritu juvenil, aniñado incluso, aún cuando este juego de niños podía tener como consecuencia las estafas menores (Los chantas), el delito (Noches sin lunas ni soles) o el asesinato rigurosamente planificado (Los muchachos de antes no usaban arsénico).

En El crack, su primer largometraje como director (antes de este había tenido una amplia trayectoria como asistente de dirección en los 40 y 50), realizado en 1960, Martínez Suarez tomó la historia de un joven de clase media baja, con un padre tiránico y bruto, que encuentra en su habilidad para el fútbol una vía de escape posible ante una realidad dura. Se trata de esa clase de películas que frustran al espectador dándole algo distinto a lo que este espera. Así es como en lugar de que El crack sea una historia sobre el triunfo frente a la adversidad, termina siendo una tragedia anunciada donde el envilecimiento del negocio del fútbol y la crueldad en la que puede recaer el público de las canchas termina siendo más importante que una carrera en supuesto ascenso. En cuanto a El Crack del título, termina siendo una ironía terrible, siendo que alude tanto al protagonista como a una lesión deportiva final, que muestra algo que en el cine de Martínez Suárez pasará seguido: la mostración de jóvenes con sueños a los que la realidad en algún punto devora.

Martínez Suárez y Juan José Campanella

Acaso este último rasgo está muy presente en Dar la cara, hecha 1962 y con mayores ambiciones y también más virtudes que su ópera prima. El crack tenía dos problemas: una tendencia demasiado notable al subrayado discursivo, y también ciertos rasgos que describe del negocio deportivo que hoy pueden sonar algo inocentes (el propio Martínez Suárez declaró que los negociados que se describen en El crack parecían un jardín de infantes comparado con lo que se vio después en el fútbol argentino). Con Dar la cara Martínez Suárez muestra un relato más sólido, y con guión suyo y de David Viñas y cuyo resultado es una película extraordinaria sobre un conjunto de jóvenes que salen del servicio militar dispuestos a llevarse la vida por delante cada uno a su modo y desde sus posibilidades.

El film empieza con una escena que luego se revelará como irónica. Vemos a un instructor formando filas de soldados que están en sus últimos minutos antes de terminar con la colimba: el instructor pide que aquellos que sepan inglés se separen del resto, y ni bien tres personas angloparlantes lo hacen, el instructor, a modo de chiste, los hace ir a limpiar los baños mientras el resto puede irse libremente. Si en la burbuja ordenada del servicio militar podía pensarse que tres personas más preparadas tenían cierta desventaja frente al resto, el resto de Dar la cara muestra lo contrario: que aquellos que provienen de familias más acaudaladas pueden triunfar con mayor facilidad y que aquellas jerarquías de poder, que eran claras y cristalinas en el servicio militar, pueden mostrarse en el mundo por fuera de este como más sutiles y engañosas.

De esta manera, los jóvenes de Dar la cara se encuentran cada uno viendo que quienes eran sus amigos probablemente no lo eran tanto, que sus talentos e intenciones no tienen por qué repercutir en cuestiones ventajosas, y que sobre todo no hay un solo ámbito (ni el deportivo, ni el universitario, ni el mundo empresarial o cinematográfico) que no esté envuelto en mezquindades. Hay también en Dar la cara rasgos propios de un cine moderno (por ejemplo encontramos acá la idea de ficciones cinematográficas adentro de ficciones), varios comentarios políticos (es, de hecho, una de las grandes películas políticas del cine argentino, de esas en las que los discursos de su tiempo se decantan solos del argumento y nunca se exaltan) y una carrera de ciclismo final que está entre lo mejor que dio una secuencia de acción argentina.

Los chantas, hecha en 1975 (13 años después de Dar la cara), volvió a encontrar a Martínez Suárez en el terreno de la historia coral protagonizada por personas de una misma generación, aún cuando en este caso se tratara de gente que rondara los 40 años y que en lugar de sueños de juventud tuvieran sueños de supervivencia.

Se trata de una historia, de –bueno, es obvio- chantas, que al igual que los protagonistas de la legendaria Nueve reinas parecen moverse en un mundo de estafas permanentes. Así y todo, la película es menos oscura que la obra maestra de Fabián Bielinsky y parece pertenecer más a una suerte de tradición costumbrista donde personajes arribistas son vistos con simpatía. Sus primeros minutos, con una estafa estratégicamente planificada para arrebatarle dinero a un pasajero, es un ejemplo perfecto no sólo de timing cómico sino además de una mirada de Suárez secretamente oscura de una sociedad argentina agresiva a intolerante. También es, de paso, una forma de filmar comedia grotesca que al cine argentino raramente le salió bien: donde el gusto por la exageración no tiene por qué dar como resultado una película que parece tan desesperada por hacer reír que termina por anular toda gracia.

El cine de Martínez Suárez continuó en dos películas que son de lo más conocido de su filmografía. Los muchachos de antes no usaban arsénico y Noches sin lunas ni soles. Suerte de continuidad delictiva de Los chantas aún cuando en estos dos casos los delitos serían muchísimo mayores. Puede también que en sus dos últimos largometrajes Martínez Suárez haya querido hacer un cine bien asentado en dos tradiciones distintas del cine. Por el lado Los muchachos de antes no usaban arsénico, en la comedia negra inglesa (sobre todo la de los estudios Ealing, que a Martínez Suárez siempre le habían fascinado), por el lado Noches sin lunas ni soles, en el policial negro. En ambos casos, lo notable es que estas influencias claras de cines extranjeros no impidieron que esas películas se vean y se sientan perfectamente locales. Que no sean, en suma, meras copias baratas de un cine que ya se recibía de otros lados sino que se piensen ciertas influencias pero en territorios propios.

Los muchachos de antes no usaban arsénico es varias cosas: una película genial y maliciosa, sobre un trío de personas mayores que se valen de una puesta en escena macabra para lograr su cometido de no perder la casa en la que viven. Argumentalmente hablando, no es tan distinta de El cuento de las comadrejas, la remake que realizó este año Juan José Campanella, aunque en el caso de Suárez el resultado es más oscuro y lúgubre, por varias razones. Primero, porque la película de Campanella basa mucho de su comicidad en el humor verbal y gags de ficción autoconsciente, en tanto la película de Suárez está más cercana a tener un humor que se desprende más de un clima del absurdo que hace que termine viéndose la película como un gigantesco y magistral chiste negro, antes que como una comedia más convencional.

En segundo lugar, porque la idea de ficción autoconsciente tiene una característica más mortuoria en el largometraje de Suarez, algo que tiene que ver incluso con los propios actores que trabajan en una y otra película. Si la película de Campanella tiene como protagonistas a actores que al día de hoy están en una industria argentina que los tiene como estrellas (ahí están Graciela Borges, Oscar Martínez o Luis Brandoni), el film de Suarez era consciente de estar trabajando con actores como Arturo García Buhr, el realizador Mario Soffici y Narciso Ibáñez Menta, que representaban, cada uno a su modo, una era clásica del cine argentino cuya gloria ya estaba extinta. Su final terrible podía ser argumentalmente parecido al de Campanella, pero sus connotaciones eran muy distintas; era un final no exento de oscuridad y furia, que más de una vez se ha conectado con un clima de época (la película se estrena en 1976 en pleno ascenso de la última dictadura militar), lo que ha vuelto también a este film todo un documento de su tiempo.

Noches sin lunas ni soles, de 1984, fue, finalmente, el último largometraje que Martínez Suárez entregó, y es también una de las películas con una de las escenas de acción más perfectas de todo el cine nacional (la de la huída del protagonista por las calles porteñas). Al igual que Los muchachos de antes no usaban arsénico, Noches sin lunas ni soles toma a leyendas ya establecidas del cine nacional como Alberto de Mendoza y Lautaro Murúa para hacer un film terminal, reflexivo sobre el paso del tiempo y los códigos de conducta tanto de aquellos que están fuera de la ley como de los oficiales que la imponen.

La película tiene un espíritu fatalista muy propia de un cine negro donde los delincuentes parecen ser muy conscientes de la propia característica (auto)destructiva de su oficio, así como de su irrefrenable necesidad de ejercerlo. Curiosamente hablando, en esta película de despedida, Martínez Suárez también pareció despedirse él mismo de la dirección cinematográfica, prefiriendo dedicarse a otros roles que seguiría ejerciendo con la misma pasión e inteligencia.

(Franco Fafasuli)

Si hoy su cine es su legado más notorio es porque se trata de un corpus de pocas películas dueñas de una potencia cinematográfica inusual en el cine argentino, y que logró triunfar ahí donde muchos otros cineastas argentinos fracasaron. Que supo absorber cines extranjeros sin perder argentinidad, que supo filmar acción en calles porteñas y reflexionar en sus películas sobre la propia historia del cine nacional. Quizás su único problema fue que como filmografía fue muy breve, aunque hoy puede tener la ventaja, gracias a Internet, que la misma puede ser perfectamente accesible, aunque sea en copias que no hacen justicia a la imaginación visual de un cineasta excelente.

Vean, en suma, sus cinco películas, hasta su mediometraje fallido, parte de una película mediocre de 1965 llamada Viaje de una noche de verano, aún cuando el propio Suárez la detestaba bastante. Vean, de paso, también, sus hermosas presentaciones y conclusiones de sus propias películas que hizo para el excelente programa Filmoteca, cuando Fernando Martín Peña tuvo la extraordinaria idea de hacer una retrospectiva de su obra, presentadas por el propio director. Vean, en conclusión, sus trabajos. Son de lo más trascendente y vital que dio el cine nacional, y de lo más impresionante que nos legó figura que, aún cuando nos dejó a sus 93 años, sentimos que se nos fue demasiado pronto.

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