#CuentosEnInfobae: "El vuelo", de Marina Yuszczuk

Infobae Cultura reproduce un relato del libro “¿Alguien será feliz?”, la última obra de la escritora argentina

“Desnudo azul” (1902), de Pablo Picasso, en el Museo Picasso de Barcelona

La casa de los padres estaba en las afueras de la ciudad. Quizás por eso, aunque no se podía hablar de campo, la sensación de campo estaba. Sobre todo en invierno, cuando la nieve cubría las manzanas que todavía estaban sin edificar y borraba los límites entre calles, terrenos, veredas.

La visita a la casa de los padres era obligada, dos o tres veces al año. Hacía tiempo que la hija vivía en la capital, y en todos esos años la vida parecía pautada por un ritmo que se desplegaba en meses: el del avión que, cada vez, golpeaba contra la pista de aterrizaje del aeropuerto de eso que era casi un pueblo, un aeropuerto de dos vuelos por día, y la depositaba en el lugar donde todo era pasado.

Antes iba a la escuela ahí, antes caminaba por esta calle, en el 2000 me mudé a ese departamento, pensaba cada vez que recorría esa ciudad, tan chica que casi no había barrio en el que no le hubiera pasado algo. La nostalgia también había tenido su ciclo en espiral. Durante el primer año en que vivió en la capital todo era extrañar, una comparación permanente y minuciosa entre la hostilidad de una ciudad enorme, en la que no era nadie, y esa otra que parecía ajustarse mejor a su escala, casi hecha a medida.

Después vino la sensación de que se había alejado de alguna especie de refugio o paraíso al que por suerte, cada vez que lo necesitaba, podía volver por unos días. Eso a pesar de que, cada vez más, ver a los padres le confirmaba que lejos estaba mejor. Porque lo primero que le saltaba al encuentro como un perro, durante cada visita, eran los mismos conflictos que desde su primera adolescencia le habían instalado el deseo de irse de casa.

Por último, cuando formó una pareja, la fantasía enloquecida de volver a su ciudad de origen fue algo contra lo que su novio tuvo que luchar con bastante dureza, porque ella se había convencido de que era el mejor lugar posible para armar una casa, una familia, criar un hijo en el futuro.

Él había ganado, así que a ella le quedaban las visitas que se prolongaban durante varios días. La mitad de las veces terminaba por cambiar el pasaje de avión uno o dos días antes de viajar para quedarse un poco más en la casa de los padres. Pagaba carísimo esa diferencia entre la semana que a ella le parecía suficiente para visitar a su familia, cuando sacaba el pasaje, y los quince o veinte días que finalmente se quedaba.

Ese julio no fue distinto. A la mañana amanecían ante un paisaje blanco, como de espuma. A la tarde las huellas de los autos embarradas se imprimían en esa nieve aguachenta que ya estaba salpicada de tierra, hojas y ramas.

Llegó a la casa de los padres cansada del trabajo de meses. Percibió enseguida que la madre no se había teñido el pelo y esa vez lo tenía completamente blanco, así que lo primero que hizo fue ir a la farmacia a comprar una tintura. Durmió mal en el colchón hundido que los padres guardaban desde la adolescencia de ella, y le dolieron los hombros y la cadera cada uno de los días que duró la visita. Jugó con sus sobrinos, se ofreció para quitar la nieve aunque sabía que el padre, como siempre, no la iba a dejar hacer nada. Miró televisión y cabeceó todas las noches en el sofá, a la mitad de una película, como lo había empezado a hacer en la segunda mitad de sus treinta.

Se daba cuenta de que algunas cosas habían cambiado, a pesar de que en algún momento había tenido la sensación de que volver a la casa de los padres era volver a algo que se mantenía siempre igual. Ellos envejecían. Y como las pausas entre visitas eran tan grandes, para ella eran muy notorios los cambios que ellos difícilmente podrían registrar todos los días al mirarse al espejo. La manchas de color marrón claro en las manos de la madre se parecían a las que recordaba en las manos de su abuela. La piel del padre se llenaba de otras manchas y relieves difíciles de explicar, la panza seguía redonda pero las piernas se afinaban, el cuero cabelludo de color muy rosado se dejaba entrever, cada vez un poco más, abajo del pelo finísimo.

Seguramente ellos también la verían cambiada, aunque nunca se lo decían. O quizás no: quizás era ella la que sospechaba que estaría cambiada cuando se miraba en el espejo del baño en la casa de sus padres, mientras que ellos se esforzaban por mantener una especie de ilusión de que ella era la nena, la de siempre, la hija. ¿Era posible que al mirarla vieran lo mismo que habían visto antes?

A veces se acostaba a dormir en la casa de los padres y en la oscuridad total, incómoda en la cama de una plaza a la que se había desacostumbrado, pensaba cómo eran las cosas antes y cómo eran ahora. Era difícil imaginar el paso del tiempo sin esas idas y vueltas entre dos ciudades que marcaban grandes cambios, en grandes períodos. Antes, cuando se había ido a vivir sola y de vez en cuando se quedaba a dormir en la casa de los padres, se sentía acompañada. Antes sentía la necesidad de contarles a ellos las cosas importantes, cotejar el pasado, informarlos sobre cómo era ella en el presente.

Pero un día el efecto de refugio desapareció para no volver más. Hubo otro viaje durante el cual le molestó bastante que la madre no le prestara la misma atención que antes cuando se sentaban a tomar café y ponerse al día, y gradualmente se empezó a dar cuenta de que ella, lo mismo que el papá, se estaba encerrando en un mundo más chico. Ella les exigió que las cosas siguieran como antes, y con el tiempo dejó de exigirles. Antes le gustaba ir a almorzar a solas con la mamá, por ejemplo, para tener una charla de mujeres. Pero después la mamá dejó de querer manejar el auto, y ella se lo reprochó, hasta que ya no le reprochó nada. Ahora se conformaba con sentarse al lado de ella, que leía una revista o resolvía crucigramas en silencio.

Tenían una nueva rutina de viejos en la que ella encajaba como podía. Se hablaban poco, descansaban mucho y no querían casi nada.

Marina Yuszczuk (Anita Bugni)

La hija se adaptó. A la noche no sentía nada parecido a la protección. La casa quedaba en silencio muy temprano y era un poco aburrido sentarse a mirar la tele sola, a esperar que llegara el sueño, porque estaba cansada pero cada vez se desvelaba más. De todas formas le gustaba estar en la casa de los padres, y le gustaba por razones que la sorprendían. Era cada vez más irritante la obsesión de ellos por mantener todo pulcro y ordenado, cada vez más desproporcionado que el bienestar de todos pareciera depender de que cierta caja estuviera o no estuviera en su lugar, de que los libros se apilaran de la forma correcta, de que no se salpicara la mesada al lavar los platos.

El matrimonio parecía estar en una guerra declarada contra el afuera, contra la naturaleza misma: durante la estación seca, el polvo que se metía a través de las ventanas, en esa zona golpeada cada día por el viento, era el enemigo máximo. Para dejarlo afuera habían adoptado la costumbre de tener las ventanas cerradas, y en uno de sus viajes la hija notó que la casa olía distinto. Ya no tenía olor a polvo mezclado en el aire sino a encierro, a esa mezcla particular de olores estancados en un ambiente sin ventilación que en los últimos años le salía al encuentro cada vez que visitaba la casa de su abuela.

Le molestaba que los padres trataran de que ella respetara las reglas impuestas por ellos, como no abrir las ventanas, cerrar todas las puertas a su paso o no bañarse con agua muy caliente para que no se empañaran las paredes del baño. Pero a la vez, había algo del orden y la limpieza que le resultaba cómodo, casi consolador. Ellos vivían en un mundo que estaba organizado, ella no.

Había muy pocas cosas que se mantuvieran iguales, o quizás solamente una: cuando trabajaban juntas en la cocina, la madre y la hija, apenas se hablaban. La hija podía sentir lo tranquilo que era estar así, cada una concentrada en sus cosas pero juntas, muy conscientes de la presencia de la otra.

Ese invierno hicieron chucrut, o la versión extraña de ese plato alemán que circulaba en su familia. Mientras la hija cortaba repollo en juliana sobre una tabla, la madre le daba la espalda y le sacaba la grasa a una tira de carne de cerdo. Cuando tenían algo que consultarse lo hacían con calma; en general era la hija la que rompía el silencio para reírse de algo, muchas veces de alguna cosa que había hecho mal, y la madre no se inmutaba. No había ninguna lucha, ninguna mandaba a la otra y, por fin, después de toda una vida, cuando cocinaban juntas eran algo diferente de una madre y una hija, un tipo de compañía entre mujeres que la hija nunca había encontrado en otra parte más que en sus abuelas cuando estaban vivas. Ese invierno en particular fue más frío que otros, y casi no salieron a la calle en los días que duró la visita de la hija. Ella se dejó caer en la rutina de la casa de los padres como en ese colchón de más de veinte años que le quedaba incómodo. Aparte de cocinar hablaron poco, se pelearon por las mismas cosas. En el punto máximo de irritación, el padre dijo que ella era imposible. Ella le repitió que no estaba acostumbrada a que alguien la persiguiera para darle instrucciones con respecto a todo y que, al contrario de lo que él parecía creer, no afectaba en nada al universo si las cosas se hacían de una manera y no de otra. La madre como siempre se metió para decirles que ellos dos se peleaban porque eran parecidos, ante lo cual el padre y la hija interrumpieron por un segundo su pelea para darse vuelta y decirle a la madre que se callara la boca.

Después se calmaron, almorzaron juntos, ella hizo las valijas y a la tarde los padres la llevaron en auto al aeropuerto. La despedida fue breve y contenida, como siempre. Cuando se quedó sola, la hija notó como pocas veces el alivio de no estar por fin con ellos. Lo que más le gustaba de ese aeropuerto, a pesar de que era tan chico, era que la escalera mecánica, y luego el detector de metales, le permitían dejar a los padres atrás con la tranquilidad de que la separación era definitiva una vez que llegaba a la sala de embarque. Desde esa habitación alfombrada y rodeada de vidrios podía ver el exterior, los restos de nieve sobre las grandes extensiones de tierra. Ya se empezaba a sentir la distancia.

Cuando faltaba poco para la hora de partida los pasajeros formaron cuatro filas delante del mostrador de la aerolínea, ordenados de acuerdo al lugar que ocuparían dentro del avión. Ella se quedó sentada en un sillón mientras miraba fotos en su teléfono, un poco ansiosa por la espera. En un momento las puertas de vidrio que conducían a la manga se abrieron y pasó un hombre, por lo que ella pensó que había empezado el embarque. Pero no: las filas de pasajeros seguían fijas en sus lugares, y de pronto todos se acercaron al mostrador y rodearon a las empleadas de la aerolínea, que parecían explicarles algo. Un hombre de traje que arrastraba una valija con ruedas se separó de la multitud y salió de la sala de embarque apurado; ella alcanzó a escucharlo cuando le decía a alguien, a través del teléfono, que se había cancelado el vuelo. Entonces sí, se acercó hasta donde estaban todos y les preguntó a los chicos que cargaban las valijas qué había pasado. Era algo con el tren de aterrizaje, un desperfecto técnico. Había que hacer mantenimiento y el avión no podía salir. Las empleadas pedían a los pasajeros que se acercaran a los mostradores de ventas para cambiar sus pasajes.

Ella se puso la mochila y se sumó a la masa de gente que bajaba las escaleras para ir a la planta baja a retirar sus valijas, y después a los mostradores de la empresa. Lo único que sintió fue aburrimiento, porque ahora tendría que llamar al padre para que la viniera a buscar, llegar a la casa de los padres, hacer la cama que acababa de deshacer un par de horas atrás, dormir en el mismo lugar del que se había despedido. Se acordó con un arranque de mal humor de lo que había en la heladera y entendió que tendría que cenar fideos.

Pero la cena estaba lejos; primero le tocaron dos horas de cola entre pasajeros enojados, llamadas telefónicas, nenes corriendo de una punta a la otra del aeropuerto y empleadas que tartamudeaban al explicar que estaban tratando de conseguir un transporte alternativo para las personas que necesitaban hacer conexiones en el aeropuerto de la capital. Ella solo quería cambiar el pasaje para el día siguiente pero tuvo que esperar a que se resolviera lo de las conexiones, el problema que tenía a los pasajeros más enojados, incluso a un par de niños llorando.

Durante esas dos horas el papá la llamó varias veces, ansioso, y puteaba cada vez cuando ella le decía que todavía faltaba bastante para que la atendieran. Las dos horas de cola se hicieron larguísimas, los pies le dolían cada vez más y varias veces pensó que podía simplemente irse y resolver el problema en otro momento. Pero eso implicaba que los días por venir se volvieran inciertos, y además se dio cuenta de que su mente ya estaba corriendo con el taxi por las avenidas iluminadas de la capital, rumbo a su casa.

Finalmente cambió su pasaje con toda facilidad, después de una espera ridícula, y fue a encontrarse con el padre en el estacionamiento. Volvieron a la casa en silencio; no había nada para decir con respecto a la situación que no se hubieran dicho por teléfono.

La madre ya se había acostado, el padre la siguió enseguida. La hija se quedó sola en el comedor, con su plato de fideos de paquete que estuvo listo a la medianoche, y se preguntaba si en algún lugar muy recóndito no la alegraba que el vuelo se hubiera cancelado, que pudiera pasar un día más con los padres a los que seguramente no tardaría en extrañar, pero no sabía la respuesta.

Al día siguiente ellos tuvieron que salir a la mañana y a la tarde, así que apenas los vio en el almuerzo. Fue un miércoles aburrido, nublado, de pura espera. Se reencontraron a la hora de la merienda, y poco después ella salió con el padre para el aeropuerto. Esta vez la despedida fue casi un trámite, porque a la poca emoción que eran capaces de demostrarse ya se la habían demostrado el día anterior. El padre se despidió en el estacionamiento. La hija llegó traqueteando con su valija hasta la entrada del aeropuerto y repitió todos los movimientos del check in y el embarque. Los empleados de la aerolínea la saludaron con familiaridad, como si la conocieran desde mucho antes del día del tren de aterrizaje roto. Esa vez fue con menos tiempo al aeropuerto para no aburrirse en la sala de embarque, así que a los pocos minutos de llegar se encontró caminando junto con los pasajeros de la cola que correspondía a las filas 28 a 17. El día se había vuelto noche al otro lado de los vidrios, en ese aeropuerto que era el menos iluminado que había visto en su vida. De hecho cada avión que llegaba de noche no se veía más que por las luces diminutas en las alas, verdes y rojas, hasta que terminaba de acercarse a la manga y emergía de la oscuridad con su silueta blanca.

Enseguida le revisaron la tarjeta de embarque y pudo cruzar la puerta de vidrio para entrar a la manga, donde sintió alivio. Ya estaba casi adentro. La gente era tremendamente lenta para acomodarse en el avión, así que una larga fila de personas ocupaba el pasillo estrechísimo entre las filas de asientos, pero a eso ya estaba acostumbrada. Al rato llegó a su asiento, guardó la campera en el portaequipajes y la mochila con la computadora abajo del asiento delantero. Antes de que una azafata lo pidiera por el altavoz, apagó el celular y se puso el cinturón de seguridad. Al libro de cuentos que había elegido para ese viaje lo puso en el bolsillo en el respaldo del asiento delantero, y se dijo a sí misma que no tenía que olvidarse de llevarlo al bajar del avión. Por la ventanilla se veían apenas las luces de la ruta cercana.

Quizás se había apurado en apagar el celular, faltaban muchos pasajeros todavía. Lo volvió a prender y se puso a leer twitter, que usaba solo para esos ratos de aburrimiento y de lectura dispersa.

Un rato después, levantó los ojos de la pantalla blanca y sintió que había pasado bastante tiempo. Todos los pasajeros estaban acomodados en sus asientos, las valijas y bolsos guardados, las puertas de los portaequipajes cerradas. Le llamó la atención que el avión no empezara a moverse hacia la pista de aterrizaje como lo hacía siempre, y también que esa empresa en la que viajaba muy seguido fuera impuntual.

Junto a la cabina, una reunión de azafatas parecía indicar algo. Enseguida la voz del piloto dio la bienvenida a todos los pasajeros a través del altavoz y explicó que debido a un incendio cerca del aeropuerto de la capital, que había afectado los radares, todos los vuelos que se dirigían hacia esa parte del país estaban demorados. Agregó que había un sistema alternativo de radares pero que llevaría un tiempo indeterminado ponerlo en funcionamiento, y por último dijo que en breve volvería a dar noticias.
La chica miró hacia uno y otro lado. Sus compañeros de fila seguían inmersos en sus celulares y no parecían alterados por la noticia.

Seguramente no habían asistido a la cancelación del día anterior y por eso no estaban, como ella, empezando a desesperarse. Recién entonces se dio cuenta, por primera vez, de lo usados que estaban los aviones de esa aerolínea, algo en lo que no se había fijado porque las azafatas usaban chaquetas rojas y elegantes, se pintaban los labios, lucían rodetes prolijos y sonrisas plenas. Ella siempre miraba a las azafatas. Pero esta vez se fijó en las paredes blancas del avión, descascaradas en algunas partes, en el tapizado gris de los asientos y el efecto triste que armaba con la luz blanca del interior de la cabina.

Se imaginó llamando otra vez al padre desde el avión para decir que se cancelaba el vuelo y toda la secuencia posterior. La vuelta a la casa en auto por la ruta, el sonido de las ruedas sobre el pedregullo a la entrada del garage, el arrastre de la valija a la habitación de huéspedes, donde la abriría para sacar el piyama, guardarlo de nuevo a la mañana siguiente antes de deshacer la cama, en esa nueva rutina donde lo provisorio se iba haciendo permanente a fuerza de repetirse.

La voz del piloto por el altavoz la sacó de esa fantasía para anunciar que por el momento no había novedades, y que tenían que esperar una nueva comunicación de las autoridades aeroportuarias. Si la espera se prolongaba demasiado se iba a quedar sin batería, pero de todas formas eligió la función llamadas en el celular y marcó el número de su novio, que a esa hora ya estaría camino al aeropuerto de la capital, para avisarle que el vuelo estaba demorado y no estaba segura de llegar a casa esa noche.

‘El vuelo’, en “¿Alguien será feliz?” (Blatt & Ríos), de Marina Yuszczuk

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