77 años sin Roberto Arlt: 7 claves para pensar su obra

En 1942 falleció de un ataque al corazón a los 42 años este escritor, periodista y dramaturgo argentino. Su obra ha dejado miles de lecturas e interpretaciones que permiten comprender el siglo XX y los conflictos y emociones de nuestro país

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Roberto Arlt
Roberto Arlt

1. Origen

En el año cero del siglo XX, el 26 de abril, Roberto Godofredo Christophersen Arlt apareció en este mundo raro. Tan raro que sus padres, al registrarlo, tuvieron que cambiarle el Christophersen por un nombre más ameno, más pronunciable, más argentino: Emilio. No hacía falta, tal vez, porque lo excéntrico está monopolizado por su apellido. Él mismo recuerda cómo influyó esa extrañeza a lo largo de su vida, especialmente en la infancia. "Mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro: Debe ser Arlt", escribe en una sus Aguafuertes porteñas

El origen de todo este lío literario que causó Roberto Arlt está en sus padres. Ninguno de los dos es argentino, mucho menos latinoamericano. De hecho, habría que utilizar el gentilicio europeo, así, genérico y ambiguo, puesto que ambos provenían de países que ya no existen. Karl Arlt del Reino de Prusia y Ekatherine Lostraibitzer del Imperio Austrohúngaro. Inmigrantes pobres que se subieron a un barco a fines del XIX dejando atrás un mundo extinto que sólo habita en los manuales de historia. Eso también es Arlt.

2. Flâneur latinoamericano

El momento preciso en que Roberto Arlt vive es el de la llegada de la Modernidad a América Latina. Las migraciones del campo a la ciudad y de Europa a América comienzan a transformar a Buenos Aires en algo más que una metrópolis, forjando eso que en 1908 el escritor británico Israel Zangwill llamó crisol de razas. Aunque la tolerancia y el respeto no fueron los elementos que dominaron. Y eso Arlt lo observaba como pocos. Caminaba entre conventillos, barrios, comunidades, observaba costumbres extrañas, ajenas y propias, se perdía en el mar de gente. "Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador", escribe en una de sus aguafuertes más icónicas: El arte de vagabundear. Un verdadero manifiesto periodístico, literario y humano.

"Ante todo, para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia". Un flâneur, un Baudelaire latinoamericano, ese es Arlt, cien años después, caminando por los pasillos de la Argentina muticultural. "Aún pasará mucho tiempo antes que la gente se de cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo". Esa es su propuesta: salir a mirar a la otredad a los ojos.

3. Literatura para tu mandíobula

Como buen obrero de la palabra, Arlt encontraba en la literatura un método para comunicarse con el mundo y desentrañarlo. En sus Aguafuertes porteñas, está la siguiente reflexión: "Si usted conociera los entretelones de la literatura —recordemos: le habla a los lectores del diario El Mundo, donde publica sus columnas entre 1928 y 1933—, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después… después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor".

“Los siete locos”, primera edición
“Los siete locos”, primera edición

Cuando Arlt publica Los Lanzallamas en 1931, ya era una figura reconocida en el ambiente literario. Los Siete Locos iba por la tercera edición y El Juguete Rabioso por la segunda. Tenía apenas 31 años y el mundo se le abría de par en par. Entonces, en esta tercera novela decide escribir un prólogo. Aunque esto no es un prólogo, no, es algo más. Un manifiesto: "El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula".

Esta analogía con el golpe de boxeo refleja, no sólo una metáfora picante y conflictiva, sino también una cosmovisión de la literatura: la violenta relación entre el escritor y el lector en la que el primero despierta y sorprende al segundo. No es necesariamente asimétrica. Lo que pide Arlt es un permiso generalizado para saltearse el acuerdo ameno de la cordialidad. Lo que pide Arlt es eso que sugería Franz Kafka, en una carta de 1907, a su amigo Oskar Pollak: "Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros". 

4. Crítica social

A veces Arlt se enojaba. Pero no como se enojan esos internautas que escriben todo con mayúscula o putean o descalifican a otros con bajezas que no sostienen ni un argumento. Arlt se enojaba con elegancia. En una de sus aguafuertes, cita una novela de Octave Mirbeau, El jardín de los suplicios, donde el personaje dice: "Y si usted es aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Exclamé por todas partes: He robado, he robado". En la Argentina de todos los tiempos, no sólo en estas épocas de marketing y sonrisas, hubo honestismo. A Arlt eso lo ponía cabrón. "La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad", continúa. 

Martín Caparrós, hace unos años, ha desarrollado este argumento: "El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá…" Ese es el punto. Arlt es un hombre que necesita pensar más allá, que necesita usar la inteligencia como garrocha y saltar la superficialidad de las discusiones. Por eso, la literatura. Por eso, Los siete locos: una sociedad secreta que se reúne para pergeñar un plan maestro que los lleve a voltear el orden social existente. Sin embargo, aunque la tentación interpretativa esté, el nuevo orden que quiere instalar esa sociedad secreta no es un comunismo. 

"Roberto Arlt es, antes que un torturado, un desesperado", dice Nira Etchenique en su biografía escrita en 1962, y esa rebeldía, esa crítica social, "no indica de ninguna manera una posición política de partido. Más aún, creo que para esto Roberto Arlt estaba incapacitado por un individualismo feroz, despótico y arbitrario". Sin embargo, ese individualismo —engordado a base de masividad— no le impedía pensar y repensar el mundo desde una mirada socialista, desde la lucha de clases. Es que seguía siendo un trabajador, un obrero de la palabra, y desde ese lugar observaba todo.

En la grieta —para usar un argentinismo del siglo XXI— que se formó en la literatura argentina entre boedistas y floridistas, Arlt no toma partido pero sí simpatiza con el Grupo de Boedo: afinidad ideológica. Claridad era una editorial ubicada en Boedo 837 —por eso boedistas— donde se reunía este grupo literario. En esta editorial, Arlt publicó varios de sus libros, además de escribir en su revista, que llevaba el mismo nombre. Y lo hacía porque, pese a estar "mal escrita", "tiene un público obrero y desempeña una útil función social", opinaba en 1929. Antonio Zamora, fundador de Claridad, quería convencerlo de volverse boedista. "El día que borremos los nombres de las calles que aparentemente nos dividen, quedaremos lo mismo frente a frente, ellos y nosotros. Ellos van por la derecha y nosotros por la izquierda. Ellos están con Mussolini y nosotros con Lenin", decía Zamora en torno a floridistas como Borges, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo y Victoria Ocampo. Al igual que a Borges, a Arlt le divertía mucha esta disputa porque no se la tomaba en serio. Sin embargo, admiraba a los boedistas. 

Roberto Arlt
Roberto Arlt

La crítica social de Arlt es al Estado más que al mercado, desde luego. En Los Lanzallamas, año 1931, uno de sus personajes dice que "el estado capitalista no puede sostenerse oprimiendo al proletariado sin el inmediato auxilio de la fuerza militar". No se propone cambiar el mundo sino sacudirlo al representarlo literariamente. "Los siete locos es una pintura perfecta de la Argentina irigoyenista, la del caos inmigratorio, la de la democracia inaugurada, la de la mescolanza política suprema, el radicalismo", asegura Rosana López Rodriguez. Arlt era, ante todo, un escritor; y su arma, la literatura. 

5. El dolor del mundo

No es que Arlt sea un hombre sufrido, pero sí tenía bien claro que el mundo no iba a cambiar con tan sólo mostrarle una sonrisa. ¿Qué hubiera dicho de aquellos autores que lo único que tienen son buenas intenciones y una valija llena de frasecillas vanamente optimistas? Arlt era un escritor: podía encontrar mil epítetos para describirlos. 

En el año 2012, Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero publican un libro titulado Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988) donde aparece una a Roberto Arlt de agosto de 1929. Fue unos meses antes que apareciera Los Siete Locos, sin embargo con El Juguete Rabioso había generado tanto ruido en un extraño escenario literario que ya empezaba a consagrarse como una figura respetada. Allí dispara contra el establishment literario, pero además remarca lo que hacen los escritores del Grupo de Boedo, destacando "su interés por el sufrimiento humano, su desprecio por el arte de quincalla, la honradez con que ha realizado lo que estaba al alcance de su mano y la inquietud que en algunas páginas de estos autores se encuentra y que los salvará del olvido". 

¿Por qué interesarse en el sufrimiento humano en los albores del siglo XX, cuando la Modernidad llegaba por fin a Buenos Aires —casi un siglo después que a Europa— y el anhelado "ascenso social" entusiasmaba a un par de avispados? En una sociedad fragmentada y violentamente desigual, narrar la miserabilidad es ponerla de manifiesto. Y para que no duela tanto, la ironía. Lo explica mejor Edgardo Scott en Caminantes: "Arlt es nuestro gran moralista. No se puede hacer el bien sin haber hecho el mal, no se puede conocer el bien si se desconoce el mal". En ese contradicción, en esa dialéctica, en ese equilibrio sucio es que Arlt encuentra lo verdaderamente humano. Y ahí apoya toda su literatura.

6. Ficción y realidad

"El hombre es animal de contrastes. Y el domingo no ofrece ninguno", escribía en El Mundo hace casi cien años. Son frases que dejaba al pasar, como pensamientos en voz alta, como rimas de un freestyler encendido, como tuits ácidos de un oficina hastiado. Roberto Arlt no vivía para la literatura, vivía en la literatura. Su opinión, su mirada, su perspectiva siempre se cuela. A diferencia de autores que construyen mundos lo más alejados posibles de sí mismos, la obra de Arlt puede ser leída como una delirante autobiografía. Es que eso es lo que comienza escribiendo: autobiografías. En una, publicada en la revista Don Goyo en 1926, días después de la salida de El juguete rabioso, asegura ser "el primer escritor argentino que a los ocho años de edad ha vendido los cuentos que escribió". 

Roberto Arlt
Roberto Arlt

Sylvia Saítta lo afirma así: "Tanto las autobiografías como las ficciones de autor que Arlt va escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años –a las que podrían sumarse sus cartas personales y las entrevistas– construyen una figura de autor y cuentan una vida que busca borrar los límites entre el autor y los personajes ficcionales". En El juguete rabioso, su álter ego Silvio Astier, dice: "En realidad soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole no era menos: asesinaba, yo no asesino". No hay dudas, esa definición le calza perfecto. Ya sea porque es o porque quiere serlo, ficción y realidad son elementos atados con doble nudo por su escritura.

7. Final

Frío. La noche del 26 de julio de 1942 hacía mucho frío. Buenos Aires estaba en pleno invierno y a las seis de la tarde las calles se volvían desérticas. Roberto Arlt tenía 42 años, era joven, muy joven como para morir. Sin embargo, un paro cardíaco lo hizo traspasar el umbral de los vivos. Dolor en el pecho, pérdida del conocimiento, desmayo repentino y a los pocos minutos su cuerpo empezó a ponerse frío, como el que hacía afuera, en la calle. Sus restos fueron incinerados en el Cementerio de la Chacarita y sus cenizas arrojadas en el río Paraná. Hubo una ceremonia de despedida. Fue numeroso el grupo de gente que asistió aquella tarde. El escritor Nicolás Olivari dijo algunas palabras sentidas y el poeta Horacio Rega Molina leyó un poema. Algunos se emocionaron, otros lloraron como si hubiesen perdido a un hermano, la mayoría se quedó mirando el río con la nostalgia que se mira el abismo.

La prensa no se hizo mucho eco aquel día. El diario El Mundo, donde escribía sus columnas, publicó la última: Un paisaje en las nubes. Sus lectores, los más sensibles, habrán llorado al leerla. Sin embargo, los medios estaban más preocupados con otro asunto: el desagravio a Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura. Arlt fue respetado y admirado en su época, pero también odiado y ninguneado. Lo acusaban de ser un mal escritor, de hablar de bajezas, de tener prosa tosca, de carecer de una voz relevante. El tiempo le dio la razón. Hoy Arlt está a la altura de los grandes narradores de la historia argentina y latinoamericana. "Roberto Arlt quería ser feliz, y no pudo. Tuvo que conformarse con ser un genio", escribió Abelardo Castillo en Las palabras y los días. Un genio que, tarde o temprano, todos terminarán reconociendo.

 

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