Por Fernando Krapp
A fines del 2001, cuando terminé la secundaria, hice un viaje de tres meses por la Patagonia con un grupo de amigos. Entre ellos había un chico de la escuela a quien yo apenas conocía y me caía mal. Tocaba el bajo en una banda de punk rock, ayudaba en el cuidado de las plantas en la escuela, y parecía serio y severo (lo era). Se llamaba Marcos Yonamine y por esos espirales que tienen los viajes terminamos recorriendo solos la costa patagónica y nos convertimos en grandes amigos. Una noche, en Puerto Pirámide, mientras preparábamos la comida frente a una carpa, me contó la historia de su familia, del lado de su madre, los Nakachi.
Por aquellos años yo quería escribir pero no tenía ideas. Tampoco podía recurrir a mi herencia familiar porque mis abuelos estaban tan muertos como sus historias. Cuando Marcos me contó la de él y la de su familia, marcada por la guerra, el trabajo duro en el campo, el ascenso y la caída de una empresa familiar, me vino a la cabeza la novela Absalón, Absalón de William Faulkner, escritor que yo amaba. Había una resonancia entre una cosa y la otra. Por otro lado, el relato de Marcos contaba una parte de mi vida que yo desconocía; un costado distinto del conurbano donde yo había nacido y vivido hasta esa fecha.
Quiero escribir una novela con esto, le dije. Supongo que él lo percibió como un simple anhelo o un deseo. Pero la idea quedó plantada en mi cabeza. Pasó el tiempo.
Estudié Letras, más tarde cine, tuve parejas, hice un documental, publiqué un libro de cuentos, después hice otra película, me fui del barrio, volví al barrio, me fui del país, volví al país, tuve trabajos, hice una casa; la idea siempre estuvo ahí. Intenté hacer con el abuelo de Marcos una serie de documentales pero no obtuve un subsidio. Boceté ideas para un guión de ficción sin muchos resultados. Más tarde empecé un documental sobre su familia sin suerte. Hasta que Leila Guerriero se enteró, gracias a Federico Bianchini, de mis intentos y me propuso una idea que ella tenía desde hacía mucho tiempo: un libro de crónicas sobre la colectividad japonesa.
Eso decía el mail de Leila. Y algo hizo clic en mi cabeza: la única manera que tenía de contar aquella historia era con cierta distancia. Más allá de mis colaboraciones en Radar, suplemento cultural de Página/12, no tenía experiencia como cronista. Había escrito una sola crónica en mi vida, publicada por la Revista Anfibia, y algunos guiones de documentales, pero intuyo que el ojo sagaz de Leila detectó que yo podía hacer el trabajo. Su rol central como editora (crucial, una experiencia hermosa) hizo que aceptara la propuesta. Cuando estuvo todo listo para que empezara a investigar, me dije: ¿Cómo se escribe un libro así? ¿Por dónde se empieza?
Pensaba, ingenuamente, que no se podían escribir crónicas sobre identidades; en todo caso un cronista era alguien que habitaba un territorio o una cultura alejada de la propia y sacaba conclusiones. Pensaba, en ese entonces, que debía buscar el territorio; ponerme en movimiento. Antes de leer cualquier libro o paper especializado, saqué un pasaje para el sur de Mendoza. Un amigo me dijo allí había conocido japoneses, así que sin otro dato en concreto fui a ver qué encontraba.
Encontré la historia de la Pepa Hoshi. Una mujer maravillosa de 99 años, atravesada por la experiencia japonesa, la fruticultura, los ascensos y las caídas económicas, enrevesada en una lucha de clanes familiares y de fantasmas en el desierto. Volví entusiasmado. Me anoté en la Diplomatura de Estudios Nikkei que dictan Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati Miyashiro en CeUAN (Centro Universitario Argentino Nippon), y comencé a frecuentar la Asociación Japonesa Argentina. Cecilia Onaha, su directora, siempre fue tan generosa como paciente con mis preguntas y mi presencia. Me abrió las puertas del archivo histórico y asistí a las reuniones sobre Okinawa que organizaba una vez por mes durante dos años.
Viajé a Misiones detrás de la experiencia japonesa en Oberá y en Garuhapé. Recorrí el conurbano en un Fiat Uno destartalado, desde Florencio Varela, Burzaco y Escobar hasta Colonia Urquiza en las afueras de La Plata. Mis cajas de fichas se saturaban de apuntes, grabaciones y desgrabaciones, tarjetas, fotocopias, libros y objetos. Seguía leyendo libros sobre Japón y literatura japonesa, pero aún no sabía qué estaba contando. A veces me levantaba en el medio de la noche, un poco desesperado, con los dedos doblados como tijeras. Quizás lo más fácil hubiera sido quedarme con aquello que podríamos llamar "el Japón para ver"; ese que año a año corta las calles de Buenos Aires para vender productos típicos e importados, exhibir kimonos y salsas teriyaki.
Me interesaban otras cosas: las tensiones. Los conflictos de identidad, la problemática generacional; qué tipo de hibridación se había generado entre la cultura japonesa y la cultura criolla
A mí me interesaban otras cosas: las tensiones. Los conflictos de identidad, la problemática generacional; qué tipo de hibridación se había generado entre la cultura japonesa y la cultura criolla. De a poco, dejé de leer libros sobre Japón y volví a los clásicos sobre la identidad nacional: desde Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martínez Estrada, Indios, ejército y frontera de David Viñas, hasta Facundo o Martín Fierro, de Carlos Gamerro.
La forma seguía sin aparecer. Leí entonces dos libros: Orange, del periodista John McPhee me permitió entender que se puede escribir periodismo sobre cualquier cosa (en su caso, una historia sobre el jugo de naranja en Estados Unidos), y Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson. Esa era la clave; concebir a la colectividad japonesa como un pueblo chico. Con personajes que se conocen de lejos o de oídas, que se cruzan en festividades o en viajes. Cada vez que hablaba con un japonés o hijo de un japonés había siempre alguien referido; un pariente lejano llegado desde la selva misionera o un tintorero amigo hoy devenido en profesional. En la circularidad del libro de Anderson.
Hace poco, Cecilia Onaha me escribió un mail. Me decía que había comprado el libro ya impreso el día de su cumpleaños en una librería, y había sido "el regalo más impactante" que había recibido en sus 61 años de vida. Yo estaba asustado. Escribir sobre "gente real" (perdonen el oxímoron) no es fácil. Algunas personas se lo toman bien pero al leerse no se produce el distanciamiento tan buscado que uno pretende. Cecilia me invitaba a la reunión de Okinawa del Martes.
Llegué un poco tarde, había más gente de lo normal. Un hombre de unos setenta años hablaba delante de un proyector sobre la lengua okinawense, hoy en peligro de extinción. Después de unos minutos de exposición Cecilia me pidió que pasara delante con ella. Yo seguía asustado. Había observado y escuchado durante tres años a japoneses e hijos de japoneses, y ahora el observado era yo, ¿qué tenía para decir? En el fondo, que estuviera en un banquito era lo justo. Cecilia presentó el libro con mucha alegría (lo tenía anotado), corrigió algunas erratas y destacó el valor del enfoque; leyó pasajes en voz alta y me hizo algunas preguntas, pero cuando quise hablar, la gente a nuestro alrededor comenzó a contar su experiencia, no de lectura sobre el libro, sino sobre su identidad.
El volumen del sonido en la sala subió. Los asistentes a la reunión hablaban a la vez, entusiasmados. Quedé en silencio. Me pareció que había logrado, al menos por unos breves minutos, lo que todo libro pretende; que se lo hable, se lo discuta, que remueva algunos temas ocultos, pequeños, no tan explorados por la media en general. Me pareció que, mal o bien, con aciertos o desencuentros, aquella charla con Marcos en Puerto Pirámide dieciocho años atrás había encontrado un sentido con este final.
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