Por Raanan Rein
La trayectoria personal de Najman Milleritzky nos permite ver sus aspectos singulares, pero también refleja en muchos aspectos la de miles de inmigrantes judíos de la Europa oriental. Al llegar a la tierra prometida, es decir a Buenos Aires, en los años diez del siglo pasado, Najman se transformó muy rápidamente en Nahón y el niño del pequeño pueblo de Volinia se convirtió casi instantáneamente en un adolescente porteño.
Las élites y las autoridades nacionales argentinas adoptaron a partir de mediados del siglo XIX una política inspirada en ideales positivistas, que incluía fomentar la inmigración desde Europa. Cabe recordar que, al comenzar el proceso de independencia del yugo del colonialismo español, en 1810, la superficie del país era de unos 2.780.000 km2, o sea, algo equivalente a casi toda la Europa continental, más sus pobladores no llegaban a ser medio millón, que equivalía a la cuarta parte de los que tenía por entonces la pequeña y montañosa Confederación Suiza, o la quinta parte de los pobladores con que contaba la ciudad de Londres.
La esperanza de convertir el país en un polo de atracción para inmigrantes protestantes del noroeste europeo más industrializado, una población que podría contribuir al desarrollo y la modernización, quedó pronto reducida a la nada. La mayor parte de los recién llegados fueron precisamente del sur y del este de Europa, sobre todo italianos y españoles. Una minoría no profesaba alguna denominación cristiana, e incluía a judíos, musulmanes y japoneses. Buenos Aires se convirtió rápidamente en una metrópolis en la que hasta la década del veinte del siglo pasado la mitad de sus habitantes, o incluso más, no habían nacido en ella.
Los rumores sobre las posibilidades que ofrecía la inmigración a la Argentina, donde cualquiera podía vivir libremente y prosperar, se difundieron entre las concentraciones urbanas y rurales de judíos en Europa, incluyendo la región de Volinia. El mito de "hacerse la América" fue diseminado rápidamente por redes transoceánicas familiares y étnicas. En realidad, para la mayor parte de los judíos inmigrantes la Argentina demostró ser la "tierra prometida", un lugar en el que podían asegurarse la vida para ellos mismos y una educación para sus hijos, y donde podían establecer su nuevo hogar. En un lapso breve establecieron instituciones comunitarias y una red de escuelas judías que satisfacían sus necesidades sociales, económicas y culturales, y que además servían de marco para un rico mosaico de vida que reflejaba una amplia variedad de creencias, identidades, ideologías y prácticas sociales.
Mientras las élites gobernantes intentaban imponer su concepto de crisol de razas para asimilar a los nuevos inmigrantes en la nueva sociedad argentina, sobre todo mediante el sistema educativo estatal, distintos grupos e individuos elaboraban de hecho variadas identidades híbridas que dejaban lugar a distintos componentes identitarios culturales y étnicos. Muchos de estos inmigrantes llegaron a posiciones prominentes en diversas esferas sociales, económicas, artísticas, académicas, culturales y políticas.
La elección de vivienda en un barrio determinado u otro estaba influenciada por varios factores que tenían que ver, entre otros criterios, con la distancia del lugar de trabajo; el precio del alquiler; los medios de transporte disponibles; las oportunidades comerciales para el negocio que pensaban instalar; la cercanía de parientes, familiares y paisanos. Obviamente, para muchos resultaba más fácil integrarse en una zona en donde también se podía utilizar la lengua materna y donde los códigos culturales de algunos vecinos no parecían desconocidos. En tales circunstancias, era menor el desafío de desarrollar sentimientos de pertenencia con la adopción de componentes identitarios locales, sin perder algunos componentes étnicos, o convirtiéndolos en una nueva forma híbrida que les permitiera sentirse igualmente hermanados con congéneres judíos de otras latitudes y también con compatriotas de su patria de adopción.
Este fue el caso de miles de inmigrantes judíos, incluyendo a la familia Milleritzky. Es precisamente el fenomenal éxito de su ascenso social lo que llevó a Nahón a escribir en ídish y de esta manera manifestar que el ídish, o cualquier otro idioma llevado desde Europa o Asia, es también parte de América Latina y de su panorama lingüístico.
Balvanera —denominado popularmente "el Once"— y Villa Crespo pasaron a ser durante muchos años los barrios judíos por antonomasia. Ambos se convirtieron rápidamente en los centros de comercio y vivienda más importantes de los judíos porteños. Villa Crespo, que hacia mediados de la década de 1930 era ya el hogar de unos 30.000 judíos, es a la vez escenario y uno de las protagonistas de una importante parte de la creación literaria de Nahón Milleritzky. Los cuentos del "ángel de Villa Crespo", como podemos llamar a este médico que atendía a tantos pacientes del barrio, nos sirven como un lente adicional para acercarnos a observar la vida social de los obreros, sastres, carpinteros, tejedores y personas de otros oficios que poblaban sus calles. El barrio que ha producido a Manuel Gleizer, inmigrante judío proveniente de Rusia en 1908, que se convirtió en uno de los padrinos de grandes escritores; a Samuel Eichelbaum, escritor de sainetes de gran popularidad; a Julio Jorge Nelson (Julio Rosofsky), periodista, autor y comentarista de temas tangueros; a Ben Molar (Moisés Smolarchik Brenner), figura clave en la difusión del tango; y al gran autor considerado a veces como prototipo del judío porteño, César Tiempo (Israel Zeitlin); este mismo barrio también fue el semillero de una figura mucho menos conocida para las nuevas generaciones, ya alejadas del uso del ídish en sus vidas cotidianas: el Dr. Nahón Milleritzky.
Cacho Lotersztain merece nuestro agradecimiento por rescatar la memoria de esta figura tan argentina y tan judía con la traducción de varios de sus cuentos al castellano y la importante Introducción a este volumen.
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