Las tapas de sus libros lo llaman Juan José, pero en el día a día es Juan, Juan Becerra. Nacido en Junín, provincia de Buenos Aires, en 1965, es escritor y periodista y no hay narrativa que le resulte ajena ni parece existir objeto o fenómeno que no sea de su interés: Becerra escribe ensayos sobre temas de actualidad (como Grasa o La vaca. Viaje a la pampa carnívora) y artículos sobre literatura, arte o fútbol con la misma fluidez con la que escribe guiones y produce su narrativa, conformada por una obra sólida y progresiva que, en los últimos años, pasó a ser celebrada con el fervor lector de aquellos que pueden acuñar clásicos.
Aunque sus novelas no pasaban desapercibidas, fue a partir de El espectáculo del tiempo (2015) y la novela siguiente, El artista más grande del mundo (2017), cuando la literatura de Becerra comenzó a ser sinónimo de un estilo particular, en el cual el humor, el cinismo, la ironía ácida y el desparpajo son condimentos sustantivos de historias originales narradas con una prosa distinguida y virtuosa que se permite, incluso, la vulgaridad.
En esta misma dirección parece correr ¡Felicidades! (Seix Barral), su nueva novela, que cuenta la historia de Andrés Guerrero, un ¿experto? en literatura que viaja a Europa tras las huellas de Cortázar con otros especialistas con el objeto de montar una exposición de objetos homenaje al autor de Rayuela. Un matrimonio en estado de cálido sopor, la presencia de una mujer muy joven y cercana (y posible), la tilinguería de cierto universo cultural y un bar con música de los 80 que habilita la ilusión de la juventud perenne son algunos elementos de una trama que retrata la decadencia, el patetismo y las obsesiones de un hombre.
Días atrás, Juan José Becerra estuvo en los estudios de Radio Nacional para grabar un programa del ciclo Vidas Prestadas. Allí habló de su novela, de la influencia de Cortázar, de los autores que funcionan a la manera de "rayo paralizante para los jóvenes" y de la literatura argentina que, según Becerra, se ocupa poco del cuerpo salvo cuando trata de retratar la violencia.
— En los últimos años, a partir de El espectáculo del tiempo posiblemente hay como un despegue, un cambio en tu obra. Escribiste hace poco sobre ¡Felicidades! un texto en el que mencionabas algo así como que ahora ya no llevas el cuadernito anotando lo que querés escribir en la novela, sino dejándote ir. ¿Cómo es eso? ¿Cómo fue ese cambio, además?
— Es como soltar un perro. Ese perro, viste, a veces está vacunado, a veces no; pero yo lo veo como la liberación de una bestia porque, es cierto lo que decís, durante mis primeros tres libros trabajé mucho el control de la prosa. Es decir, yo creía que la prosa era un trabajo artesanal, que tenía que tener una terminación muy precisa. Pero eso me parece que atentaba contra la voluntad de fluidez que por ahí el propio texto tenía, entonces aparecía yo como un policía controlando que no se saliera de cauce lo que había pensado. Y me di cuenta un día que descubrí en mi casa unos papeles que eran el plan de Atlántida, mi segunda novela.
— Santo fue la primera.
— Exacto. Santo fue la primera, Atlántida la segunda. Y yo tenía un plan, un plan por capítulos. Que además después vi que cumplí a rajatabla. Eso me impresionó un poco porque no tenía demasiado que ver con mi carácter.
— Una especie de corsé, al mismo tiempo también una disciplina férrea ¿no?
— Mira, no tanta disciplina. Disciplina para pensar lo que iba a escribir, no tanto para escribir. Yo soy mucho más disciplinado ahora de grande, porque viste que el tiempo…
— (Risas) Apremia.
— El transcurso del tiempo es más veloz. Entonces ahora soy como más disciplinado, ahora tengo más horas hombre. Antes tenía una disciplina mediana pero sí tenía como un berretín del control. Bueno, eso lo abandoné como decís vos en El espectáculo del tiempo.
— ¿Y cómo surgen las novelas? Porque en ese caso quién sabe vos tenías la idea de una novela a partir de un personaje o de una situación, elaborabas un plan y te disponías a trabajar sobre ese plan. ¿Ahora qué pasa?
— Bueno, ahora en principio no hay un plan, entonces lo que hay en sustitución del plan es la deriva. Que es lo que más me gusta a mí, que el único estilo que pide esa situación es dejarse llevar. Entonces, lo que hago yo es seguir ese flujo hasta el agotamiento, que por lo general se da en el momento en que me empiezo a aburrir, o sea, me doy cuenta. Entonces, en ese momento la novela pide como su pista para aterrizar y hay que bajar de donde uno esté, no importa la altura en la que se está escribiendo.
— Pero esa deriva surge a partir de algún personaje o de algún tema, imagino. En el caso de ¡Felicidades! ¿qué fue primero?, ¿quiero escribir una novela sobre una exposición en homenaje a Cortázar quiero escribir una novela sobre un señor que está buscando siempre la misma mujer en distintas mujeres, de distintas edades?
— No, yo creo que primero fue la relación del personaje con un boliche, con un bar al que iba.
— Con ¡Felicidades!, justamente.
— Sí, con ¡Felicidades!, que es un boliche que puede tener alguna analogía con algún boliche de Buenos Aires. El boliche yo lo veía como una escenografía que podía funcionar o tenía que funcionar como un aparato que permitiera viajar con la imaginación en el tiempo; de hecho es un boliche donde se pasa música de los 80, digamos, no es un boliche contemporáneo, no es un boliche para jóvenes. Es un boliche…
— Para seguir sintiéndose jóvenes.
— Sí, viste, hay una trampa ahí, hay gente grande que queda como cristalizada en un momento de la juventud. Eso le pasa un poco a él. Y le pasa cuando ingresa, digamos, a una crisis, una crisis personal que él describe como spleen matrimonial, o sea se empieza a embolar. Y cree que puede tener…
— Spleen es más cool que aburrimiento ¿no?
— Sí, es más baudelariano digamos, sí, sí. Pero me parece que lo que le ocurre es que se aburre y empieza a pensar que pudo haber tenido otra vida. Que es algo que le puede pasar a cualquier persona en cualquier momento de su vida, porque en realidad uno puede tener otra vida, el problema es que debido a las facultades lineales de la vida uno tiene una sola. Entonces, lo que le ocurre a él, me parece a mí, lo que hace, lo que siente, es el impulso de producir saltos cualitativos en su vida. Es decir, representar identidades que no tiene pero que anhela.
— Convertirse en escritor (risas).
— Convertirse en escritor. Y, además ,dejarse llevar por la propia deriva de la aventura amorosa, que termina estrellándolo contra un amor juvenil. Que es un error táctico del hombre maduro. Error táctico del hombre maduro. Estratégico, bah.
— Leo tu literatura, y sobre todo en estas últimas novelas, y pienso en una especie de cóctel de virtuosismo y pornografía, ¿no?
— Sí. Bueno, a qué le damos más valor (risas).
— Bueno, eso dependerá del lector y, en tu caso como autor, hay que ver cómo equilibras esa receta.
— Para mí, digamos, lo que se llama pornografía desde el punto de vista técnico es un sistema de representación como cualquier otro, como podría ser la geografía, ¿no? Es decir, el cuerpo en la literatura es una representación verbal del cuerpo, es decir, no está el cuerpo ahí. Está obviamente su vocación literaria. Y en mis novelas aparece a menudo porque me parece que forma parte del régimen vital más ordinario, es como comer, digamos.
— De lo que tampoco se habla tanto en la literatura.
— No. No, no. Se come poco en la literatura argentina.
— Se come poco, se va poco al baño.
— Sí, es cierto, sí. Es decir, las actividades, es cierto que son actividades ordinarias, que uno podría llamar ordinarias, si es que piensa que son las actividades ligadas al cuerpo.
— Vos decís ordinarias como comunes, no como groseras.
— Como comunes, como masivas, como universales y como frecuentes. Pero me da la sensación de que justamente la literatura argentina tiene como un déficit ahí. No digo que la literatura argentina tiene que ocuparse del cuerpo, del sexo, de comer, de ir al baño, etcétera, pero me parece que la relación con el cuerpo es bastante modesta y solo se reduce a la relación con el cuerpo a través de la violencia. Violencia hay mucha, viste, la literatura argentina está poblada de violencia.
— Bueno, arranca así. La literatura argentina, diría David Viñas, arranca con una violación, la de El matadero.
— Exactamente, la escena primaria es una violación justamente, sí.
— Y tu amado Osvaldo Lamborghini, con El niño proletario, sigue también en esa línea.
— Exacto, exactamente, sí. Pero digo, esa es una presencia bastante nítida. Pero no la del cuerpo como factor a través del cual se puedan disfrutar algunas experiencias. Quizás la literatura argentina canonizada, digamos, o su tradición más reciente sea un poquito conservadora. En ese sentido, eh, en ese aspecto. Para mí es lo más natural, es decir, soy totalmente refractario cuando alguien me dice "eh, mira que ésta escena, digamos…"
— ¿Pero te pasa con lectores o te pasa con editores?
— No, con editores nunca, no, no, no. Me pasó con personas que han dicho bueno, en El espectáculo del tiempo hay un fragmento muy extenso, pornográfico, que podrías haberlo evitado o podrías haberlo reducido, y la verdad que yo lo que quise hacer con eso es…
— Es convertirlo en intolerable (risas).
— Exactamente, digamos, saturar la escena por el lado yo diría del capricho. Es decir, si hay un capítulo sobre la historia del universo que va del Big Bang al Big Crunch que dura cuatro páginas, por qué un acto sexual donde se concibe un bebé no puede durar cuarenta páginas. Quiero decir, quién dijo lo que duraron las cosas, quién es el que mide la duración de las cosas. La ficción se permite esa licencia que es la del uso de la arbitrariedad a extremos un poco patológicos, lo reconozco, pero es un poco también el único ejercicio de poder que puede hacer la ficción frente a las cuestiones materiales de la vida. Mirá, esto que dura un instante, para mí dura mucho, y el universo, que dura mucho, para mí dura un instante. Esos intercambios son los que quise yo establecer, por lo cual hubo damnificados con las escenas llamadas pornográficas.
— Capacidades de creador de mundos. El mundo posible de Becerra lo inventa Becerra.
— Digamos, soy la autoridad.
— Por eso.
— En otro lugar no, o sea, a un metro de mi compu, no de mi casa, de mi computadora y ya mi autoridad se disuelve en la de los demás. Pero cuando me siento a escribir lo único que quiero es ser soberano. Y ya demasiados límites tengo como escritor, digamos, que hay cosas que no puedo hacer, que no sé hacer, que no se me ocurren.
— ¿Que no podés? ¿Que no sabés?
— Bueno, yo creo que hay un ADN en cada escritor. Ese mapa genético que todos tenemos como escritores se explota más o menos, yo trato de ver la manera de explotarlo lo máximo que puedo, dentro de los límites de ese mapa, no puedo hacer cualquier cosa. Por ejemplo, ahora me puse a escribir cuentos y me di cuenta que me cuesta escribir cuentos.
— En cambio el ensayo, la novela, fluyen.
— Sí, la novela tiene una interioridad que es como más receptiva para escritores como yo, en cambio el cuento me parece que tengo que salir antes de entrar.
— Porque la deriva es más propia de la novela, no del cuento.
— Y más propia de mí.
— Además.
— Yo soy una persona a la deriva, digamos.
— Claro, claro. Pero vos de lo que estás hablando, puntualmente, es de estilo. Porque lo que uno puede pensar, sobre todo a partir de esta última etapa, es que uno hoy abre así una novela, mira y dice "esto es un Becerra".
— Bueno, quizás… Yo lo veo eso más por el lado de la voz. Quiero decir, porque a mí me quedó como muy clavada en la cabeza la idea de Proust sobre el estilo cuando dice que el estilo es una experiencia de imitación. Él ve al marqués no sé cuánto, y después dice pero camina igual que el padre, el padre caminaba igual que el abuelo. No sé si exactamente así pero lo que parece ser a simple vista un ejercicio de estilo lo ve como una emulación, una imitación. Y yo lo que creo en realidad es que si bien tuve mi temporada imitativa, con Saer y todo eso, ahora se me da por pensar, o tener la ilusión al menos, de que lo que escribo es un poco más personal, que tiene más que ver con cierta profundidad a la que pude haber llegado.
— Pasarías vos a ser precursor de otros.
— Y, me gustaría que mi literatura tuviese un carácter. Es a lo único que aspiro. ¿Viste cuando alguien manda a la mierda a otra persona porque tiene un carácter? Bueno, eso me gustaría tener a mí en la literatura.
— ¡Felicidades! es una novela en cuya cubierta está Tony Manero, el personaje de John Travolta pero con la cara de Cortázar y esto es porque es una novela en la cual Cortázar tiene un lugar privilegiado precisamente porque todo parte de un homenaje a Cortázar. Justo en un año aniversario, además. ¿Qué es Cortázar para Juan Becerra?
— Bueno, en realidad, hay que pensar en la primera relación que uno tiene con ciertos libros. Hoy es muy fácil para mí decir no bueno, lo que pasa es que cuando aparece Borges en la escena y después Saer, después Puig, después Aira, entonces como que va quedando relegada la obra de Cortázar, pero lo cierto es que para mí, Cortázar es el escritor que me hizo desear ser escritor.
— Ni más ni menos.
— Pero además no me hizo desear una escritura, me hizo desear una vida de escritor que nunca tuve, valga la paradoja.
— Viviste de otra cosa siempre (risas).
— Siempre viví como una persona. Porque en realidad un escritor es una persona normal, no vive en clubes donde se discute el cuadro de Braque o la película de Fulano. Quiero decir, esa cosa como de outsider que tenía él, de lumpen, que es muy atractivo para la juventud, a mí me fascinó cuando leí Rayuela a los 17, 18 años…
— Bueno, lumpen en París.
— Claro, bueno (risas), así cualquiera. Pero fijáte, yo el otro día pensaba, en el momento que leí ese libro, que debe haber sido en el año 83, 84, era difícil viajar para un joven de clase media como yo, del interior, no era tan fácil viajar como se viaja hoy.
— No estaba tan incorporado tampoco ¿no? No era algo para lo que uno ahorraba dinero, eran pocos los que hacían eso.
— No, no, el viaje era una cosa medio, es decir, se podría haber hecho, lo podría haber hecho…
— Era más de clase decís, ¿no?
— Claro. Pero me quedé más bien con la fantasía, pero me gustó mucho esa fantasía, porque lo más importante de Oliveira de Rayuela es que es un escritor que no escribe, no hace nada, está todo el día al pedo. Yo creo que lo que quise emular fue esa disponibilidad.
— Pero eso en El artista más grande del mundo también tenés un escritor que no escribe.
— Bueno, pero porque no le queda más remedio que dictarle a una máquina porque tiene problemas físicos. En el fondo, la literatura es, bueno, alguien que abre la boca y habla. Es decir, la prehistoria de la literatura no tiene nada que ver con Gutenberg.
— Borges durante mucho tiempo no tipeó.
— No, obviamente, pero está como naturalizado que solamente la literatura está vinculada al libro o que su soporte natural es el libro y no estoy de acuerdo con esa idea. Es una idea industrialista. Está perfecto que exista el libro, de hecho nosotros somos lectores y no concebimos la relación con la literatura sino a través del puente del libro. Pero me da la sensación de que hay una fuerza anterior que es la de la composición como en el aire, ¿no?
— Cuando estuvo Alan Pauls hablamos mucho de esto a partir de su libro Trance y de la descripción de la vida de un lector y de, justamente, los soportes en los que uno lee porque uno lee todo el tiempo: uno lee señales, uno lee rostros, o sea, la pregunta es qué es leer.
— Sí, sí, tal cual, tal cual. Yo pienso que por ejemplo en las escuelas, que se habla tanto de leer y hay tanta presión sobre los alumnos para que lean libros, para mí hay que enseñarles a leer en el sentido en el que hablamos, en el sentido más amplio, a leer qué ocurre en los segundos planos, qué pasa con los gestos, qué pasa con lo que está oculto a simple vista en el mensaje que recibís. Una lectura que sea como una actividad masiva, constante, y a través de la cual uno sepa detectar dónde está el peligro, leer como animales digamos, como animales son capaces de leer como presas, son capaces de leer a sus predadores.
— Para terminar de conformar también una especie de espíritu crítico, que por momentos falta tanto, ¿no?
— Es que para mí es el gran déficit de la sociedad, no de ésta sino de la mayoría de las sociedades, es no saber ver lo que pasa. Bueno, yo creo que si nos ponemos a pensar la lucha, si hubiese un bien, debería ser descargada no contra el mal sino contra la boludez. Y la falta de lectura, la falta de talento para la lectura, para ver, para…
— Para avivarte.
— Claro hermano, avivate.
— Te están vendiendo buzones y los compras.
— Sí, para qué, son indigestos. Es decir que el metabolismo que tiene que tener un cuerpo humano para digerir un buzón, no sé. Entonces yo creo que estoy muy de acuerdo con esa idea como universal de la lectura, que uno lee todo, lee personas en general, y a veces las leemos mal porque, bueno, uno tampoco tiene la culpa si viene alguien y te miente. Y además que tiene cierta sabiduría en ese tipo de rubros. Entonces, bueno, hay también un factor de inocencia al que uno se entrega. Pero me da la sensación de que si uno pudiese ver realmente, avivarse de lo que se le viene encima, seríamos todos un poquito más inteligentes.
— Decís que Cortázar te llevó a querer escritor. Yo diría que a muchos de nosotros nos llevó a ser lectores. Si fueras editor de la obra o si fueras crítico de Julio Cortázar y tuvieras que hablar un poco de lo que es su literatura hoy, con la experiencia que tenés, con la edad que tenés y con las lecturas que tenés, qué te pasa con la lectura de Cortázar, ¿qué dirías? ¿Qué Cortázar te gusta, por ejemplo?
— Bueno, no sé, Rayuela me parece un libro snob, obviamente muy atractivo, que funciona por momentos como catálogo del arte del siglo 20, con un desinterés, un desdén por la literatura de vanguardia del siglo 20, o sea a Cortázar ni le iban ni le venían Proust y Joyce, ninguna relación con eso, más bien él dio saltos atrás y cayó en el siglo XIX, digamos, su referencia es Poe. Bueno, eso uno lo puede ver. Pero si yo tuviese que quedarme con algo hoy, me quedo con las cartas. Las cartas son extraordinarias. Y lo que más me impresiona es que son muy parecidas a las cartas de Lamborghini porque desde muy jóvenes los dos hablaban como escritores consagrados, o sea, como si hubiesen intuido el futuro en el cual iban a ser grandes figuras literarias, cada cual a su modo, ¿no?
— Pero esa construcción del personaje escritor en el caso de Cortázar fue exitosa, pero hay, uno conoce gente que desde que despunta, desde que arranca ya está armando el modo en el que además quiere que se lo trate, ¿no?
— Pero Hinde, no seas mala, porque me estás obligando a nombrar personas.
— (Risas) Podés hacerlo.
— No, no, no, tu maldad en la radio la tenés que controlar. Sí, estoy totalmente de acuerdo con vos. O sea, ¿qué es un escritor? Vamos a pensar eso. ¿Qué es un escritor? Nada, una persona que se sienta y escribe. Quiero decir, cuál sería la gracia por la que pasaría por encima de otras, ¿no? ¿Cuál sería la gracia de escribir como para pasar por encima de otras gracias?
— Lo que estoy diciendo es cuántas veces, hablando de buzones, también nos compramos personajes porque son atractivos a la hora de hablar de su obra y de la de otros, atractivos como personajes, atractivos incluso físicamente, y de pronto su obra, cuando uno la ve despojada de esa autoría, no dice tanto.
— Bueno, es que yo creo que lo que hay que hacer es recortar el objeto, recortar la obra, y bueno, después los elementos secundarios, los epifenómenos de la obra como por ejemplo el autor personaje, dejarlo de lado. Es decir, para mí la relación es con el objeto. Por eso me parece que es bastante fácil definir dónde está la literatura. O sea, no siempre está donde está el personaje literario, es decir el autor personaje.
— Al mismo tiempo, para los que estuvimos y seguimos cerca de lo que es la industria editorial y la promoción de la lectura muchas veces son esos personajes y los libros de esos personajes los que ayudan a que una persona entre de algún modo a la literatura.
— Eso es cierto. Eso es cierto, sí.
— Lo que no quiere decir que sea buena literatura, estamos hablando de cosas diferentes.
— Sí, pero, digamos, yo creo que el autor personaje es una composición de sí mismo, que los escritores que se dedican a eso toman una decisión estratégica, o en todo caso no pueden impedir llevar a cabo ese tipo de composición. A mí me gustan los escritores de obra digamos, y los puedo reconocer. Obviamente aparecen personajes como Cortázar o como Bolaño o como Céline, bueno, o el propio Borges, y son personajes.
— También, claro.
— Es más difícil relacionarse con los autores personajes colegas.
— Sí, te iba a preguntar por los pares en ese sentido. ¿A qué pares leés?
— Yo leo mucho a mis pares.
— ¿Hombres y mujeres?
— Sí. Sí, sí. Yo tengo una relación como de aprendizaje de la lectura de muchos escritores de los que me he hecho amigos como Alan Pauls, Daniel Guebel, Martín Kohan, Esteban López Brusa, son escritores a los que yo admiro y al mismo tiempo con algunos tengo relación de hermandad. También leo a mujeres. Leo, digamos, cuando aparecen libros de personas que para mí son una garantía de oferta literaria como Matilde Sánchez. Sí, leo, leo mucho. Y después me fascino con personas que no conozco, con escritoras que no conozco como me pasó con Lucia Berlin. Quedé realmente fascinado.
— Pero viste que ahí también tenés un personaje, cuyo libro Manual para mujeres de la limpieza cuando apareció, que eran textos que ella había ido escribiendo a lo largo del tiempo, fue como un descubrimiento alucinante muchos años después de su muerte. Fue una de estas mujeres que quedó como oculta y que escribía también como textos espasmódicos ¿no?
— Sí, tal cual, sí. Textos breves y en general alrededor de su experiencia. De cualquier manera, yo creo que hay que escritores que componen su figura, digamos, volviendo un poco a lo que decíamos recién, y hay otros a los que les aparece la figura sin la voluntad de darla. Bueno, son un poquito más desagradables los que se fuerzan por componer la figura, me parece a mí.
— Pero volviendo a Cortázar, si tuvieras que decirle a alguien qué leer de Cortázar ¿qué les dirías?
— Y, si tenés 20, Rayuela. Es un shock me parece ¿no?
— Sigue siéndolo.
— Yo creo que para una persona joven puede seguir siéndolo. Aunque la aparición estelar de Bolaño puede ser que haya usurpado ese lugar. O que se lo haya ganado en buena ley, ¿no? Yo creo que hay un linaje un poco desalineado pero que se puede reconstruir por deducción. Digamos, hay un hilo que puede tenderse desde Kerouac, pasando por Cortázar y terminando por lo menos hoy en Bolaño. Si bien Cortázar tiene algo de beatnik, porque tiene algo sin haber tenido por lo menos una relación como lector que sepamos con ese mundo…
— Un beatnik sandinista (risas).
— Sí, yo creo que sí. Digamos, el tema de que la vida es la ruta, que es un poco la divisa de Kerouac, es también la divisa de Rayuela y de varios libros de Bolaño. Y vos fijate que son tres escritores que se vinculan de una manera casi de rayo paralizante con la juventud. A mí me interesa mucho el lector joven, porque el lector joven cuando asume que es un gran negocio ser atacado por ese tipo de literatura es capaz de convertir su vida en una cosa mejor. Entonces, qué quiero decir, como yo tuve esa experiencia, vos también, leer de joven algo que te impacte te hacer ver las cosas de otra manera y esa relación se da solamente con escritores de esa naturaleza.
— O Pizarnik en la poesía por ejemplo.
— O Pizarnik. Pero por ahí no se da con Borges.
— No claro.
— No se da con Borges. O no se da con Proust. Sí se da con estos escritores que, me parece, hunden su raíz en la sensibilidad juvenil. ¿Y si la literatura es para jóvenes, solamente?
— Si solo fuera para jóvenes.
— O, en todo caso, cuando pasan los años, para volver a sentirse jóvenes.
— Casi como ir a Felicidades, el boliche de tu novela, por ejemplo (risas).
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