Cualquier persona ha visto una o más películas de eso que se ha catalogado de vez en cuando como "la tríada italoamericana", conformada por Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Brian de Palma; tres realizadores que cimentaron su fama en los 70 y que lograron conjugar un cine comercial adulto y personal.
Ahora bien, de esta tríada indudablemente son Scorsese y Coppola los que llevaron la mejor parte en lo que a prestigio se refiere. De Palma, en cambio, no tuvo en este aspecto la misma suerte. A diferencia de los otros dos, nunca pudo aspirar a los que podrían considerarse los dos premios más prestigiosos de la industria (nunca tuvo siquiera una nominación al Oscar y ninguna de sus 30 películas fueron parte de la competencia de Cannes). Más aún, De Palma fue a lo largo de su carrera nominado en cinco ocasiones a los Razzie Awards (suerte de anti Oscars que premia lo que se considera lo peor de la industria) al peor director del año. Lo más curioso de esto último es que tres de esas nominaciones fueron por Vestida para matar, Doble de cuerpo y su particular versión de Scarface, tres largometrajes destrozados por la crítica en su tiempo y hoy considerados con justicia como clásicos de los 80.
Si el cine de De Palma no logró, al menos no en el momento de su estreno, que sus películas tuvieran la respetabilidad inmediata de sus otros dos contemporáneos, es muy posiblemente debido a ciertas preferencias estéticas que le impidieron obtener ese prestigio más inmediato. Dichas preferencias estéticas vienen ya desde el primer momento, cuando en la década del 60 había abandonado sus estudios de física para adentrarse en la realización cinematográfica.
Por esos años se dedicaba a hacer películas con presupuestos mínimos que contaban o historias de crímenes o films políticos que satirizaban aspectos de la vida americana. De allí salió por ejemplo Hi, Mom!, película protagonizada por un jovencísimo y en ese momento desconocido Robert De Niro. En uno de los segmentos más célebres de este largometraje caótico e impredecible, De Palma filmaba una obra llamada Be Black, Baby (Sé negro, nena); se trataba de una parodia del teatro experimental de los que habían sido furor en Nueva York en los 60. Allí un grupo de gente blanca ingresaba a esta "obra de teatro", en la cual unos negros se encargaban de estafarlos, apalearlos vestidos de policías, y hasta violar a la esposa de uno de ellos impunemente.
El segmento, filmado con cámara en mano y de forma deliberadamente desprolija como si se tratase de un momento documental, empieza causando gracia para transformarse en una escena primero incómoda, luego perturbadora y por último horrorosa. Finalmente, cuando todo este calvario termina y el grupo de blancos sale de allí, el público termina hablando de la obra como si hubiese sido aleccionadora para ellos y estuvieran de lo más agradecidos. Frente a esto, es difícil como espectador no quedar desconcertado frente a lo que se acabó de ver: si se trató de una farsa cómica, un raro clip de horror, una crítica social, o todo esto al mismo tiempo.
Vayamos, sin ir más lejos, a su primer gran éxito: Carrie. Esta película resultó la consagración comercial y se sigue considerando una de las mejores adaptaciones de una novela de Stephen King. También es famosa por la monumental escena del baldazo de sangre filmada en cámara lenta, uno de los sustos finales más extraordinarios de la historia del cine y una masacre escolar brutal. Esta última se da en un contexto especial. Sucede que Carrie es, por un lado, una película sobre una adolescente con poderes telekinéticos a la que le hacen bullying, y también es una película en la que un espectador desea, inevitablemente, que esta chica use esos poderes de una vez por todas para que pueda vengarse de sus compañeras. El juego depalmiano radica en jugar con estas expectativas para que cuando la venganza venga, suceda de manera tan brutal, tan horrorosa, que inmediatamente el espectador quede horrorizado hasta por sus propios deseos.
Este juego de una violencia que es al mismo tiempo esperada por el espectador y luego tan brutal que se vuelve intolerable es una marca con la que De Palma experimentó más una vez. Se ve, por ejemplo, en los asesinatos demorados y sádicos de Vestida para matar y Doble de Cuerpo, y se tratan por supuesto y nuevamente de un juego de manipulación. Es un cine que, después de todo, se hace muy consciente de que hay un espectador mirando esa historia y de las posibilidades del cine de jugar con ese espectador; algo que se hace muy presente además en un cine que habla de un tema que a De Palma le obsesionó siempre: el de la mirada, mirada tanto de varios personajes de De Palma (que son espías o vouyers) como el de un público al que De Palma también insiste en volver al mismo tiempo un vouyer y un detective de imágenes posiblemente reveladoras.
Como bien ha señalado un extraordinario ensayo visual del cine De Palma hecho por Adrian Martin y Cristina Álvarez, el acto de mirar, de ser mirado y de espiar tiene cantidad de funciones distintas en su cine. Espiar le permite a De Palma construir planos particularmente creativos, reflexionar sobre las nuevas técnicas para mirar, construir hechos trágicos o de suspenso a partir de espacios que personajes suyos no llegan a ver, o por el contrario, establecer revelaciones importantes a partir de la observación de ciertos detalles.
Agregaría que dos de los sellos visuales más distintivos de De Palma implican básicamente jugar con la mirada del espectador. Por un lado, la cámara lenta que obliga a que uno tenga que prestar atención a los planos como si fuesen revelaciones; por otro, la pantalla dividida que lógicamente juega a que uno tenga que dividir su atención en dos situaciones distintas de la pantalla.
Por supuesto que este aspecto de De Palma también se relaciona con sus famosos reciclajes hitchcockianos, compuestos por las películas Hermanas Diabólicas, Obsesión, Vestida para matar, Doble de cuerpo, Blow Out, y Demente. Todos largometrajes que se dedican a releer tres films específicos de Hitchcock que tocan el tema del vouyerismo: La ventana indiscreta, Vértigo y Psicosis.
Quizás este tipo de reciclajes son los que han hecho que De Palma fuera apresuradamente catalogado como una suerte de continuador o imitador del cine del realizador inglés, algo que incluso le jugaba en contra cuando sus detractores lo ponían al lado de un cineasta de tamaña envergadura.
Sin embargo, hay algo de muy superficial, diría incluso hasta errado en esa apreciación. Sin lugar a dudas que Hitchcock es una influencia en De Palma (como son otros cineastas como Welles, Godard, o Nicholas Ray), pero es verdad también que Hitchcock nunca fue un director caracterizado por la desmesura y lo caricaturesco. Incluso en sus películas narrativamente más disparatadas persistía la idea de hacer un cine elegante, con actuaciones sobrias y un evidente amor por los relatos simétricos y los planos matemáticamente planificados, es un cine donde pueden suceder locuras, pero donde la persona que nos contaba la historia lo hacía de forma armónica.
De Palma, en tanto, apuesta más a un cine de la locura y la extravagancia, en el que puede haber un regodeo en un mal gusto que puede mover tanto a lo paródico como a lo desconcertante. Basta remitirse para esto al descenso del protagonista de Doble de cuerpo al bizarro mundo del porno ochentoso, al inicio de Blow Out con su parodia a las malas películas de terror, y sobre todo, a esa puesta en escena de Scarface que pareciera adaptar su estética al mal gusto patológico de su protagonista.
En todos estos casos, hay escenas o una película entera que parece estar tratando de crear formas de fealdad tan creativas y extrañas que terminan volviéndose atractivas y hasta dueñas de una rara e hipnótica belleza. En la mayoría de los casos, ese regodeo en la fealdad también tiene que ver con el estado de furia de un cineasta que ve una decadencia estética inevitablemente asociada a una decadencia moral. Y ahí está, para comprobarlo de modo contundente, El fantasma del paraíso. Obra maestra absoluta y no demasiado conocida del cine musical en la que De Palma mezcla relatos como El Fantasma de la Ópera, Frankenstein, El Fausto y El Retrato de Dorian Gray para hablar de la decadencia del rock y culpar abiertamente de eso a un público que considera despreciable.
Quizás en lo que sí termine pareciéndose mucho De Palma a Hitchcock es en la forma en el que este terminará encontrando el prestigio. Hitchcock fue, después de todo, alguien que sólo empezó a ser valorado con total justicia cuando su mayor creatividad como artista y su mayor posición dentro de la industria estaba ya apagándose. Así es como el respeto por su figura empezó a elevarse cuando ya había realizado sus films más importantes y ya era prácticamente un paria de una industria de Hollywood que durante años había aprovechado su enorme talento para hacer grandes éxitos y varias obras maestras. Fue, digamos, el precio que Hitchcock pagó por no querer hacer un cine abiertamente solemne y ambicioso, que se entregara a la reverencia y al respeto fácil.
Sospecho que a De Palma le terminará pasando lo mismo. Su cine rabiosamente desatado y divertido, entregado a la comedia o a los relatos de suspenso (o ambas cosas a la vez) incluso cuando tenía que exponer ideas políticas brutales y hasta incómodas, fue una de las causas por las que durante décadas le fueran negado el prestigio de los grandes premios y un lugar en esas listas caprichosas que establecen lo que supuestamente debería considerarse grandes films.
Así es como pasaron los 70, los 80 y los 90 haciendo varias películas brillantes que apenas si llamaron la atención del público y de ciertos sectores críticos en su momento. El SXXI lo encontró casi afuera de la industria de Hollywood, dificultado para hacer películas, buscando capitales fuera de las grandes productoras para poder hacer films personales como Femme Fatale, Pasión y la política y furiosa Redacted.
Su último film, Domino, es lamentablemente una decepción enorme y la confirmación de su mala posición actual dentro de la industria. Un thriller sobre terrorismo internacional donde el sello depalmiano, sus ambiciones como cineasta y sus todavía grandes ideas visuales quedan diluidas en un relato narrativamente caprichoso con tremendos problemas de edición, un hecho que muy probablemente haya sido consecuencia de los enormes problemas de producción y financiación que tuvo el film durante su rodaje.
Curiosamente, en este SXXI profesionalmente tan ingrato para De Palma es también donde las valoraciones críticas respecto de varios de sus films anteriores empezaron a resurgir, donde un cineasta joven y de prestigio como Noah Baumbach realizó un documental (llamado básicamente De Palma) íntegramente dedicado a recorrer su filmografía y donde otros directores de renombre como Guillermo del Toro y Quentin Tarantino hablan de su cine con respeto y reverencia.
Mi intuición es, básicamente, que el prestigio de De Palma no hará otra cosa que aumentar, y esperemos que esto no venga acompañado (aunque es muy probable) de una posición industrial cada vez más desfavorable para él. En todo caso, pase lo que pase, De Palma ya nos dio uno de los últimos grandes musicales del SXX en El fantasma del paraíso; algunos de los usos más hermosos que se hayan hecho de la pantalla dividida y la cámara lenta; el final desesperante y hermoso del thriller político Blow Out; a Al Pacino en interpretaciones magistrales y diametralmente opuestas en dos películas de gángsters magistrales y diametralmente opuestas como Scarface y Carlito's Way; la icónica escena de las escalinatas de Los Intocables; obras maestras casi desconocidas y que piden una revalorización urgente (por favor, vean esa gran película con Kirk Douglas llamada Home Movies); uno de los inicios más espectaculares del cine de los 90 en Ojos de serpiente, y una de las escenas eróticas más extraordinarias del SXXI en Femme Fatale. Nos dio, en suma, una de las filmografías más virtuosas que hayan existido y una de las mayores formas de intensidad que el cine haya dado nunca.
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