Por Juan Pablo Bertazza
Cuando en 2017 me enteré de que había ganado la beca Praga ciudad literaria para escribir una novela en la capital de República Checa durante dos meses sentí -además de alegría, por supuesto- el tic tac de un reloj que empezaba su cuenta regresiva. ¿Qué tipo de historia debía contar y cómo hacer para escribirla en solo sesenta días? ¿Tenía que tener un plan determinado o lanzarme al devenir de la escritura?
La única condición de la beca era que la historia transcurriera en Praga, lo cual por supuesto no era un problema ya que es una ciudad que me fascina. Pero se acrecentaba esa sensación del reloj que, tal vez, tenga que ver con toda experiencia de viaje: como si visitar una tierra lejana implicara recorrer la mayor cantidad posible de lugares en el menor tiempo posible. Tachar sitios de una lista. Una carrera contrarreloj. Un error.
Por suerte, después me enteré de que no tenía que terminar la novela en esos dos meses pero sí tenerla lo suficientemente avanzada como para poder leer un fragmento, al final de la beca, ante público checo.
Decidí que antes de viajar debía tener claro por lo menos el tema y, de ser posible, el inicio del libro. Tenía una pequeña ventaja: había escrito sobre un primer contacto con la ciudad durante un viaje anterior a Praga y me parecía adecuado como comienzo. Ahí contaba las difíciles primeras impresiones que suelen aparecer en una ciudad como Praga: la dificultad y extrañeza del idioma, la supuesta frialdad de la gente, la poca voluntad de algunos para ayudar a los turistas que, por supuesto, invaden día a día la ciudad. Eso también es lo que me gusta de Praga.
A diferencia de ciudades más convencionales como Londres o París ejerce una especie de in crescendo en el disfrute. Es como un libro con el que, al principio, quizás cuesta engancharse un poco pero que después no se puede soltar, es la ciudad de las bienvenidas hostiles y las despedidas desgarradoras. Seguían pasando los días y la cuenta regresiva del reloj.
Caminando un día por la calle Humberto Primo se me vino una imagen con forma de pregunta: ¿qué pasaría si, por alguna razón, conociéramos la fecha exacta de la muerte de nuestros seres queridos, de nuestros vecinos, compañeros, y de todas las personas en general? ¿Cambiarían en algo los vínculos? ¿Cambiarían las relaciones, las costumbres, lo cotidiano?
La idea me gustaba pero pensé que podía resultar difícil hacer una novela sobre ese tema. Corría el riesgo de que quedara algo demasiado abstracto, lejano, irreal. Poco antes de viajar recordé algo que había escuchado sobre los guías en Praga, una de las ciudades más turísticas del mundo en la que, sin embargo, los guías no necesitan licencia. Es decir, más de un improvisado puede armar tours acerca de una ciudad que no conoce del todo o casi nada dando lugar a muchos malentendidos que, en mi opinión, son uno de los grandes motores de la literatura.
El trabajo de los guías de turismo en Praga me permitía no solo contrastar con algo bien concreto la parte más "metafísica" de la novela sino también iniciar una especie de investigación de campo durante mi estadía de dos meses, algo que en general me gusta hacer antes de ponerme a escribir.
Además de unirme a varios tours por la ciudad que, en cierta forma, aparecen en la novela también tuve muchas entrevistas con guías de turismo y promotores que me contaron varios secretos del oficio como los esguinces recurrentes que ocasiona el empedrado de la ciudad o algo que me impresionó aún más y es que, al parecer, no hay nada que odien más los guías de turismo que tener entre su público a parejas que llevan muchos años juntos. Eso me lo dijeron varios y tardé en entender que era porque, en general, son parejas que ya no comparten nada (de día cada uno está en su trabajo, de noche inventan cualquier compromiso para evitarse) y, de repente, se ven obligados a compartir un montón de tiempo juntos en las vacaciones. El problema de eso, según los guías, es que no pueden decidir nada solos y les consultan absolutamente todo a ellos, a los guías, como si los usaran de intermediarios: dónde caminar, a qué hotel ir, qué comer, dónde volver, etc, etc, etc. Me llamó la atención que varios guías se quejaran de lo mismo.
Creo que esa investigación le dio a la novela un toque de verosimilitud dentro de un contexto algo raro que es el que describe: una Praga asediada no solo por turistas sino también por una extraña epidemia, más metafísica que médica, en la que a los checos comienza a salirles en la frente un número que adelanta la fecha de sus muertes. Es muy difícil de adjetivar o sintetizar una ciudad como Praga pero sentí que el tema iba bien con su atmósfera, teniendo en cuenta algunas de sus leyendas célebres como la del gólem y su creador, el rabino Löw, a quien la muerte lograra vencer, después de muchos fracasos, convertida en una rosa.
La única metodología que seguí para escribir era la siguiente: recorrer y conocer todo lo que pudiera durante el día y escribir a la noche casi sin filtro, sin corrección, sin dormir si fuera necesario, acumular páginas como se acumulan los turistas en el centro de Praga.
Por suerte uno de los primeros días se me apareció el formato del diario que también tenía sus riesgos y podía traer algunos problemas pero, a la vez, me resultaba muy práctico: era un organizador de la propia escritura porque me servía para contabilizar cada día que pasaba en Praga y, a la vez, me permitía jugar con la tensión y el misterio. La estructura del diario me daba, en definitiva, una especie de cuenta regresiva pertinente para contar la agonía de esas muertes anunciadas. Y, por supuesto, fue también una forma de contrarrestar los efectos del tiempo, de aplacar un poco la ansiedad por ese tic tac del reloj que apareció cuando me enteré de que había ganado la beca y que empezaba a sonar cada vez más fuerte a medida que pasaban mis días en Praga. De alguna forma, escribir es también hacer del defecto virtud.
Pasaron los días, los capítulos y los turistas. De repente la beca estaba por terminar y yo ya tenía alrededor de doscientas páginas escritas. En la lectura con el público checo me pasó algo en principio no muy agradable que, en cierto punto, significó una buena noticia. Entre los fragmentos que había elegido para leer estaba el de un tour en el que el experimentado guía español Jan Hus invitaba a su grupo de turistas a tocar el pene de una escultura que está ubicada en uno de los patios del castillo. A medida que leía el texto escuchaba murmullos que cada vez se hacían más fuertes y que, poco a poco, se convirtieron en gritos. La gente estaba molesta, incómoda. De repente, me interrumpieron para decirme que no, que estaba equivocado, que eso no podía ser en Praga. Yo les aclaré que sí, que había visto esa estatua que estaba en uno de los patios del castillo, de verdad, estoy seguro. Después de un verdadero debate que se armó en torno a ese fragmento al fin una señora checa que, por alguna razón, había hecho uno de esos tours para extranjeros recordó la existencia de esa estatua y el ritual de tocarle el pene. Todos se tranquilizaron y yo me convencí de que uno de los puntos fundamentales de la novela tenía que ser justamente ese: mostrar cómo el turismo inventa ciudades dentro de una ciudad, un mundo aparte.
Con cierta dificultad terminé de corregir la novela en Buenos Aires, más o menos tres meses después. Al principio tenía la idea de publicarla solo en República Checa, me daba la impresión de que a nadie en Argentina le podía interesar una novela que transcurriera íntegramente en Praga. Sin embargo, la editorial Adriana Hidalgo, que me encanta, decidió publicarla y la novela empezó a circular entre algunos lectores y tuvo comentarios muy inteligentes como el de Fernando Bogado en Radar o el de Beatriz Sarlo que dijo que es una novela ingeniosa, que describe muy bien Praga, que puede funcionar de hecho como una guía de turismo y, lo más importante para mí, que se trata de una novela profundamente argentina porque cuenta la historia de un chanta que pretende ser guía de turismo en una ciudad que no conoce. Algo similar dice en el comienzo de la contratapa Rodrigo Fresán citando a Cortázar: "ser argentino es estar lejos".
Me gustó esa paradoja: que una novela, una primera novela en este caso, que transcurre en su totalidad en una ciudad tan alejada del país sea "profundamente argentina" y, a la vez, tiene toda la lógica del mundo.
Hace unos días volví de presentar en la última edición de la Feria del Libro de Praga la traducción al checo de la novela y fue realmente hermoso. Una de las presentaciones la tuve en el Museo Lapidario, un lugar que, de hecho, aparece en la novela y es muy interesante porque reúne algunas esculturas emblemáticas de Praga que incluso estuvieron en otro tiempo en la ciudad.
Fueron cuatro días muy lindos pero si tengo que quedarme con un momento fue cuando una señora me pidió que le firmara el libro pero diciéndome qué es lo que tenía que poner. ¿Qué?, le pregunté. Una frase que dijiste recién en la presentación, me respondió: "Las diferencias culturales son lo que nos acercan".
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