Esta larga y enriquecedora charla con Infobae fue una de las últimas entrevistas que concedió el gran director argentino, quien estuvo activo hasta poco antes de su muerte.
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José Antonio Martínez Suárez tiene 93 años y una filmografía tan breve como ineludible en la historia del cine argentino. Hombre clave de la generación del 60, espectador apasionado y desde 2008 presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, recibe a Infobae Cultura en un despacho modesto que tiene en un edificio de Avenida de Mayo al 1200. A su alrededor, en las paredes, hay imágenes de Charles Chaplin y David Lean y carteles de sus películas Dar la Cara y Los muchachos de antes no usaban arsénico. También está el afiche de Soy lo que quise ser, el documental de Mariana Scarone y Betina Casanova que repasa su vida y obra y que se estrenó esta semana. "He tratado como siempre de darle un tono humorístico a la cosa, no dramatizarlo, ¿lo conseguí?", rompe el hielo Martínez Suárez.
Nació en 1925 en Villa Cañás, provincia de Santa Fe, y dice que la afición por el cine lo acompaña desde que tiene uso de razón. Tiene sentido: creció con una sala frente a su casa. "El dueño era el mejor amigo de mi padre, los hijos del dueño eran mis mejores amigos y era nuestro sitio de juegos", explica. Y se entusiasma: "El cine solo funcionaba sábados a la noche, domingos a la tarde y domingos a la noche, así que el resto era para nosotros. La cabina de proyección, la platea, el escenario, el trasfondo, los patios…. Era un sitio nuestro, un sitio de nuestra diversión, de nuestros encuentros. Nuestro segundo hogar".
Habla de su infancia, de que la salida del pueblo fue muy dura -"muy dura, muy dura, muy dura", dice- y de cómo su padre murió en una operación a la que se sometió en Buenos Aires cuando él tenía 11 años. Cuenta que después del fallecimiento la madre los llevó a él y a sus hermanas Rosa y María Aurelia a ver al médico que le practicó la intervención. "Doctor Jáuregui, vengo a presentarle a los tres huérfanos que usted acaba de hacer", le dijo. Los tres vivieron en Rosario aunque, comenta, iban y volvían todo el tiempo a Cañás. Él todavía vuelve. Hace pocos meses lo invitaron, también junto a sus hermanas, y descubrió que a ese cine que tanto visitó le pusieron su nombre. "Cómo era posible eso, me daba vergüenza… Pero es así", dice tímido.
En Buenos Aires Martínez Suárez fue al colegio, alimentó su devoción por Racing con visitas al Cilindro de Avellaneda y aprendió a tocar el piano. Mientras repasa sus años en la Capital se distrae con una anécdota del día en que conoció a Carlos Gardel en el hall del extinto cine Sena, en la Avenida San Martín al 3000."Teníamos prohibido cruzar porque era peligroso verdaderamente para un niño, pero sí, cruzamos y lo vimos a Gardel, que estaba conversando con dos o tres personas más", recuerda.
Martínez Suárez asistió por primera vez a un rodaje gracias a su hermana Rosa, que en ese entonces tenía 14 años y ya usaba el nombre artístico del que no se despegó nunca: Mirtha Legrand. La había convocado Lumiton para filmar Los martes, orquídeas, de Francisco Mugica, luego de que el diario Crítica publicara una foto de ella disfrazada en un carnaval porteño, y un José adolescente la acompañó al estudio, ubicado en Munro. Una vez que entró, fue difícil salir. "Ahí comencé a mirar lo que tanto había admirado desde afuera sin saber lo que era", dice.
En algún momento, las horas invertidas por curiosidad se transformaron en jornadas laborales. El límite fue difuso: no supo que era un empleado hasta que, después de un mes de cumplir cuanta orden le impartieran, le entregaron un sobre con 60 pesos. En Lumiton pasó los que dice que fueron los mejores años de su vida: "Los más felices, donde más aprendí. Lo hermoso es que hacía de todo. Por ahí estaba en la administración respondiendo cartas, pero también haciendo guiones. Eso me daba conocimiento. O estaba en el laboratorio. O estaba en utilería. O estaba en rodaje haciendo pizarra, que ya era el colmo de haber llegado", relata. En ese estudio, además, conoció a quienes fueron sus maestros. Nombra a Carlos Christensen, Augusto César Vatteone, Lucas De Mare, Daniel Tinayre y Enrique Cahen Salaberry.
—¿En esos años usted ya sabía que quería ser director?
— No, no. Yo no quería ser director, yo quería trabajar en cine.
—¿Cómo llegó a dirigir El crack, su primer largometraje?
—Me enteré de casualidad. Yo estaba dando clases en la escuela de [Fernando] Birri en Rosario, Santa Fe, y alguien me dijo: "Señor, ¿usted va a dirigir una película?". Digo: "No". Y me dice: "En La Nación de hoy hay un recorte que acá le traje". Y yo digo no, esto es mentira, lo dicen porque así los productores pueden conseguir algún capital diciendo que ya tenemos la película en marcha, que ya estamos adelantados y qué sé yo. Pero no, era que Alberto Parrilla, un hombre que era socio mío en los documentales que filmábamos, o en las publicidades que se empezaban a hacer en ese momento, se enteró de que estaban buscando un director con un tema y dijo que yo tenía un tema que me gustaba, que era una obra de Solly. Así que cuando llegué, hablamos y nos pusimos de acuerdo. Era una película que creo que salió 95.000 pesos en total.
—La película pone el foco en los negocios del fútbol, un tema que sigue muy vigente…
—Sí, sí, nos quedamos cortos, de todas formas, porque faltaba. Pero lo que se ve que se hacía en la película, las trampas, son las trampas que se siguen haciendo hoy. Los pagos a jugadores para que vayan a menos, todo eso está. Dirigentes manolargas. Sí, todo eso está en la película. Quedó bien.
—¿Cómo fue trabajar con David Viñas en Dar la cara?
—Ah, fue muy agradable. Le cambié el nombre, la película se llamaba Salvar la cara. Y después de haber hablado con David y con Wilson, que era otro de los productores, le dije: "Mire, David, el título está equivocado, Salvar la cara significa que quito la cara para que no me peguen; no, yo dejo la cara porque soy guapo y porque me las aguanto". Y me dijo: "Tiene razón, José". Así que le cambiamos el nombre. (N. de la R.: la novela de David Viñas con el mismo nombre se publicó luego del estreno del filme, en 1962.) La película se estrenó en malos tiempos políticos, había un fato. La película era breve, dura 92 minutos, pero después se hizo un cocktail, una bebida, y cuando al volver a mi casa vi que había soldados que habían tomado Radio Rivadavia, supe que la cosa venía embromada. Con David nos solíamos encontrar en el bar que tenía la librería Losada en la calle Corrientes y siempre fue nuestra esperanza contar qué pasó con esos tres personajes protagónicos, pero nunca nos decidimos a sentarnos y hacer un boceto.
Cuando terminó la película salí inmediatamente sin saludar a nadie, y me vine caminando hasta casa llorando.
—¿Por qué no le gustó Viaje de una noche de verano?
—En un momento, el autor del guión, una excelente persona que se llamaba Rodolfo Manuel Taboada, me ofreció esa película y a mí no me gustaba. Le dije: "No, mire, no la sé hacer, este tipo de películas yo no las sé hacer". Entonces me pidió una cosa a la cual no me pude negar, me dijo: "Por qué no me hace una cosa, José, elija uno de los seis sketches y ya con eso en la mano es posible que yo encuentre gente nueva". Que encontró, lo encontró a [Fernando] Ayala, que pidió que se lo retirara de los títulos. Y la hice con Atahualpa Yupanqui. No me quedó demasiado bien la película, culpa mía.
Y cuando se pasó en privado, una noche yo fui con alguien, alguien me llevó, pero cuando terminó la película salí, salí inmediatamente sin saludar a nadie, y me vine caminando hasta casa llorando. Desde la plaza que tenía frente a mi casa vi que había un auto detenido frente a la puerta de Arenales y Malabia, eran las 3 de la mañana. Era Carlitos Rinaldi que había hecho uno de los sketches y había montado la película, él era montador. Y dice: "Qué te pasa, José". "Que hemos hecho una metida de pata grande como una casa". "No, estás equivocado". Trató de calmarme, qué sé yo, se condolió de mí pero no, tenía razón yo, fue una floja película. Estaba Cavallotti, estaba Ayala, estaba Kuhn, un elenco de directores tenía… Pero nos salió mal.
—¿Y por eso se fue a Chile?
— Sí. Yo pagué por mi culpa, porque yo pensaba que si viene un chico y me pide que le lea su guión para que le dé mi opinión, me puede decir: "Perdón, ¿usted no es el que hizo uno de los sketches de Viaje de una noche de verano?". Le digo: "Sí". "Ah, no, disculpe, entonces no, no se lo doy para leer". Me podían hacer eso y tenían razón. Era exceso de exigencia. Daniel [Tinayre] y Chiquita me llevaron a Ezeiza un 15 de septiembre de 1965. Y hasta el 15 de septiembre de 1966 hice 210 cortometrajes para Emelco, que era la empresa que me había contratado. Era la única empresa que hacía publicidad y le fue muy bien. Me quedé seis años allá.
—Usted trabajó con Norberto Aroldi la idea de Los chantas, ¿cómo recuerda esta experiencia?
—Sí, Aroldi vino a casa un día, yo no tenía teléfono, era un tiempo que no se tenía teléfono. Vivía en Juncal 2940. Y me dejó una nota por debajo de la puerta, que si me podía ver. Lo llamé y se vino a casa. Me dice: "José, ¿me hacés una gauchada?". No éramos amigos. Le digo que sí. "¿Me podés leer este libro y decirme por qué me lo rechazan?". "Bueno, dejámelo, vení mañana". Lo leí esa noche, eran 90 páginas. Lo leí esa noche y al día siguiente viene: "Te lo rechazan porque está mal escrito, flaco. Está mal, está mal este libro. Este libro lo hiciste en dos días, y no se hace un libro en dos días". Entonces fue al capitalista a decirle que yo le rechazaba el libro. El capitalista me llamó y me dice: "¿Usted no trabajaría con Aroldi?". Yo estaba dando clases de cine en la Universidad de Córdoba en ese momento. Vivía a gatas, no se pagaba mucho. Iba semana por medio. Entonces empezamos a trabajar con Aroldi, pero era imposible trabajar con el flaco. Era imposible. "Mirá, flaco, no puedo trabajar contigo. Tendría que buscar a otro y dejarte afuera", le digo. Me dice que es actor. "Pero si el libro está escrito para vos, no hay nadie que pueda hacer el papel que no seas vos. El personaje sos vos, pero el libro no. El libro es la base pero no la estructura". Bueno, y así que lo llamé a Giustozzi, a quien conocía (N. de la R.: se refiere al conocido guionista Gius, cuyo nombre era Augusto Giustozzi). Me gustaba mucho lo que hacía. Yo no soy hombre que ve televisión, pero me habían gustado mucho todos los capítulos de Yo soy porteño. Así que trabajamos con Giustozzi y el flaco como actor. La película quedó bien, agradable, es un boceto de época. Está bien.
— Los muchachos de antes no usaban arsénico es una película que se estrenó pocos días de la irrupción de la dictadura y que se refería a la desaparición de personas…
—No solo eso, fue seleccionada para el Oscar.
—¿Cómo ocurrió?
—Porque no supieron ver la película. Hay un momento que no sé qué personaje hace un gesto de que alguien desapareció, no está. El mismo gesto que había hecho el presidente Videla. Desapareció, no está, no está más. Luego nos dijeron que llegó hasta el puesto 17 de 130 y tantos preseleccionadas para el Oscar. Quedaron 20 para definir las cinco finalistas y llegó hasta el 17. Es una buena película. Humorística. Insólita. Y me dieron la oportunidad de dirigir a Mario Soffici, a Narciso Ibáñez Menta, a Arturo García Buhr, a Mecha Ortiz y a Barbarita Mujica. Ese es un regalo, el mejor regalo de Reyes que puede recibir una persona y yo lo recibí.
—Uno ve que estrenó su última película en 1984 y se pregunta por qué no hubo más.
—¿Por qué dejé de filmar?
Dejé de filmar porque no me gusta hacer sala de espera, no voy a que me hagan esperar. Yo espero que vengan. A veces vinieron, vinieron ocho o nueve oportunidades, y lo que me ofertaban no era bueno
—Sí.
—Porque no me gusta hacer sala de espera, no voy a que me hagan esperar. Yo espero que vengan. A veces vinieron, vinieron ocho o nueve oportunidades, y lo que me ofertaban no era bueno y yo no discutía de corregir la cosa y qué sé yo. No insistieron demasiado y se me ocurrió una buena acción: enseñarles a los jóvenes lo que sabía yo, lo que había aprendido yo cuando era pequeño, cuando era menor. Pero con una variante: las charlas eran individuales, no eran en conjunto. Y me dio muchos resultados, salieron chicos de primera categoría, salieron chicos buenísimos de allí. Estuve 22 años.
—¿En qué consistía el taller?
—Era exigente porque el director merece exigencia. No tomé a todas las personas que tocaron el timbre: quien no había visto El ciudadano teniendo pantalón largo no entraba. Le decía: "¿Usted quiere saber de cine y no vio El ciudadano?". Tenía una nómina a mi izquierda, una lista de 100 películas. "Vea estas 100 películas y después…". "¡¿100 películas?!". "Sí, 100 películas. Véalas y después me viene a ver". Saqué buenos alumnos, muy buenos alumnos (N. de la R: Lucrecia Martel, Juan José Campanella y Gustavo Taretto fueron algunos de ellos). Algunos siguieron la carrera, otros no.
—¿Cuál diría que fue el mejor momento del cine argentino?
—Los años 40 y 50 fueron buenos. Prisioneros de la tierra, Hugo del Carril, Borcosque en su mejor momento, Tinayre en su momento, Saslavsky, La dama duende…
En los 60 cometimos el error de no ser unidos. No fuimos unidos. Tendríamos que haber hecho un día de encuentro, sábado, domingo, jueves, y conversar. Pero teníamos recelos
—¿Cómo analiza los cambios que se produjeron en el cine de los 60?
—La generación del 60 lo que hizo fue utilizar los medios que teníamos a nuestro alcance. Antes teníamos que entrar a un estudio y parecer una confitería, un dormitorio, qué sé yo, ahora nos íbamos con la réflex, que la llevábamos en la mano, podíamos llevar dos réflex si se nos ocurría y nos íbamos al café a hacerla. La hacíamos en el bar, la hacíamos en la calle, la hacíamos en el teatro, la hacíamos donde fuera. La generación del 60 surgió porque llegó la réflex; me acuerdo el día que llegó a Lumiton la réflex y la estuvimos viendo en el patio y nos quedamos asombrados porque abajo tenía un botón colorado que no sabíamos para qué era. Ese botón colorado era una cámara de guerra, desprendía, hacía saltar por medio de un resorte el registro que había hecho la cámara, así que el camarógrafo se la ponía bajo el brazo y salía disparando porque venían encima los rusos. Y empezamos a trabajar con la réflex, una cámara que yo respeto, quiero y añoro, y podíamos entrar a cualquier parte. La sorpresa que me llevé un día que íbamos a trabajar en un subterráneo y el iluminador dijo: "Che, corten luz que tenemos demasiada". Así se fue formando la generación del 60. Cometimos el error de no ser unidos. No fuimos unidos. Tendríamos que haber hecho un día de encuentro, sábado, domingo, jueves, y conversar. Pero teníamos recelos. El único momento en que nos veíamos eran los lunes en el cine que estaba en la calle Córdoba al 1400, donde estaba Núcleo. Ahí nos veíamos. Fue un buen momento la generación del 60.
—A partir de sus películas uno puede comprender momentos y aspectos de la sociedad argentina de esos años…
— Absolutamente sí. Y yo creo en el lenguaje. Era muy cuidadoso, era muy atento a la nueva modalidad del lenguaje. Por ejemplo, en un momento de Los chantas, Cacho Espíndola cuando está alentando unos barquitos de papel que están corriendo por el agua de una terraza dice: "Vamos, todavía". Y yo le digo: "¿Qué dijiste, Cacho?". "No, estaba alentando…". "No, no, pero qué dijiste". "Vamos, todavía". "¿Qué es eso?". "No, es una expresión nueva que se usa en el Hípico". "Ah, bueno, ponelo bien cuando está en silencio así se escucha bien". Cuidaba mucho las palabras correspondientes al momento.
—¿Cómo ve a la Argentina hoy?
—Y, cada vez estoy más desilusionado.
Creo que los tres mejores gobiernos que tuvimos fueron los de Frondizi, Illia y Alfonsín.
—¿Por qué?
—Primero, porque no se cumplió lo que se prometió. Segundo, porque hay mucha hambre. Tercero, porque hay mucha delincuencia. Cuarto, porque hay mucha droga. Quinto por… Hay muchas razones que están a la vista. Hay muchas marchas que son un impedimento de trabajo y la gente quiere trabajar. ¿Qué están haciendo en la calle a las tres de la tarde? ¿Qué están haciendo? No, esa gente tiene que estar trabajando. Debe estar trabajando. Tenemos que estar produciendo, si lo que nos falta es producción. Creo que los tres mejores gobiernos que tuvimos fueron los de Frondizi, Illia y Alfonsín.
Tenemos que ser más exigentes con los guiones que acepta el Instituto, muy exigentes. Porque se está gastando mucho dinero.
—¿Cómo analiza el presente del cine argentino?
—Nos está dando hermosas sorpresas pero son sorpresas para poca gente. Por ejemplo, hay una película que se llama El custodio, de Rodrigo Moreno, que a mí me gusta muchísimo, me parece una obrita de arte. No lo conozco a Rodrigo, nunca se lo pude decir. Creo que se está haciendo demasiado cine, no tenemos necesidad de tener cuatro películas por semana. Cuatro películas por semana las metemos en el Gaumont y después nunca más las encontramos. Hay películas como De martes a martes, que es excelente, que no se ha visto por ninguna parte. O la que nombré recién, El custodio. Nadie sabe que se hizo, habrá tenido 25.000 espectadores y ojalá que más pero no creo. Tenemos que ser más exigentes con los guiones que acepta el Instituto, muy exigentes. Porque se está gastando mucho dinero. ¿Por qué los franceses permitieron que su cine se llamara "cine de calidad"? Porque solo dejaban salir al exterior las películas que eran notables. Nosotros en el Gaumont pasamos a veces cosas que no se deben pasar, no se han terminado todavía, están a medio cocer. Con "c", cocer. Tenemos que ser más cuidadosos, me parece. Eso lo discuto bastante con la gente del Instituto pidiendo que sean exigentes en el guión, en el elenco, en el equipo artístico y técnico. Pero bueno, ellos siguen creyendo en eso y opinan así.
—¿Por qué entiende que creen en eso?
—Supongo -supongo y no omita la palabra supongo- que porque creen que la cantidad hace a la calidad. Claro, si usted hace mil películas es posible que 15 o 18 sean buenas. ¿Pero cuánto gastó en el resto que no fueron buenas? Mucho.
— Hablamos recién de que usted dejó de filmar hace mucho tiempo. ¿Hay algún proyecto que le haya quedado en carpeta?
—Mire, yo tuve en mis manos La tregua, y todavía tengo una postal de [Mario] Benedetti que estaba en París cuando yo estaba en Chile y me dice: "¿Y, José, para cuándo?". Porque tardaba en conseguir capitales, no sé conseguir capitales. Me hubiera gustado mucho hacer De dioses, hombrecitos y policías, de Humberto Costantini.
—¿Hoy estaría dispuesto a filmarla?
—No creo, no tengo salud suficiente me parece. Pero en una de esas es un buen remedio que me la oferten y me siento mejor, no lo sé. Creo que no. Sería lindo. Pero hoy se filma muy distinto, yo volvería al viejo truco. Cuando fui a la filmación de Juan José [Campanella], que estaba en los últimos días de El cuento de las comadrejas, no podía creer que los actores estuvieran allá y él estuviera mirando acá. Yo no puedo filmar una película así, no puedo filmar. Oír, escuchar, ver, notar, advertir.
—¿Le gustó lo que hizo Campanella?
—Me gustó mucho. La vi tres veces completas. Me gustó mucho.
—¿Por qué?
—Porque él hizo una película argentina moderna y notable. Y yo hice una película argentina antigua y a la manera de los Estudios Ealing, las películas que hacían los ingleses en la posguerra. Ese tipo de cine, un cine fino, sarcástico, con humor. Los directores que tenían que eran geniales. Hicimos películas de distinto estilo con Juan. A mí me gusta mucho la de él; a él le gusta mucho la mía.
—Desde 2008 preside el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. ¿Qué se propuso hacer cuando llegó y qué balance hace de su gestión?
—Quise hacer un festival argentino en el mejor sentido de la palabra, barato, barato pero que no se notara que era barato, y que entrara la mayor cantidad de gente aunque no pagara la entrada. Y entró la gente gratis. Yo creo que es por eso que me quiere la gente.
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