Va terminando el otoño y, en oportunas traducciones o reediciones, las mesas de las librerías se enriquecen con figuras de la Historia que retornan de la amigable mano de la ficción. Del irlandés John Banville, oculto bajo la máscara de Benjamin Black, nos llega una intriga policial ambientada en la Praga de fines del Renacimiento, en la corte fantasmagórica del emperador Rodolfo II. Un poeta argentino, Martín Gambarotta, traduce la "neuronovela" en la que el inglés Alex Pheby intenta captar una mente del siglo XIX en plena desintegración, la del juez alemán Paul Daniel Schreber. La chilena Cynthia Rimsky nos transporta al siglo XII con la evocación de la vida en el exilio del filósofo judío Maimónides, en un relato donde la autora también va intercalando la crónica actual de uno de sus viajes. Me pareció que esos libros tan diversos compartían el desafío de lidiar con los fantasmas de la historia: provistos de las armas de la ficción, módicamente triunfaban gracias al poder de la conjetura y la imaginación razonada. ¿Será verdad? Vayamos por partes.
Alex Pheby, Marionetas (Compañía Naviera ilimitada)
Marionetas es la segunda novela del inglés Alex Pheby y se basa en la vida de Paul Daniel Schreber (1842-1911), presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde y uno de los psicóticos más célebres de la historia. Sus Memorias de un enfermo nervioso (1903) pueden leerse como una confesión erótica, pero también como un tratado de teología, en donde el juez alemán relata su conversión en mujer y el modo en que sostenía relaciones sexuales con un Dios muy extraño a través de hilos que a la vez eran sus nervios.
La loca cosmovisión de Schreber conjuga elementos de la mitología persa y de la herejía gnóstica; es extravagante, pero no incoherente. Sigmund Freud admiró "la riqueza simbólica de las fantasías e ideas delirantes de este espiritual paranoico" y, en 1911, publicó un agudísimo ensayo donde analizaba su historial clínico. A mediados de la década del 50, Jacques Lacan le reservaría el tercer curso de su seminario, centrado en la imposible terapia de las dolencias psicóticas. No hace mucho, Jean Allouch publicó su estudio Schreber teólogo. Antes, revisaron sus teorías Gilles Deleuze, Félix Guattari y Elías Canetti, entre muchos otros. Y, en 1974, Roberto Calasso le dedicó una interesante novela ensayística que tituló El loco impuro.
En su novela, Pheby logra sacudirse de encima las interpretaciones que prodigaron el psicoanálisis y la psiquiatría. Más bien evoca las circunstancias de la vida del paciente confiando en los recursos de la ficción y apelando a una herramienta que cultivó, si es que no la creó, el siglo XIX: el estilo indirecto libre, esa voz en tercera persona que se adhiere a las vivencias del personaje como una pátina indeleble. En una narración que avanza en más de un plano, accedemos al círculo íntimo que forman su esposa Sabine y su hija adoptiva Fridoline, pero también el recuerdo ominoso de sus hijos muertos al nacer. Ya en el séptimo capítulo del libro, encontramos al juez internado en el asilo del cual no saldrá y en donde el doctor Rössler y el cuidador Müller se suman al elenco de sus fantasmas.
Entre las figuras que lo asedian, se destaca un misterioso caballero judío, tan vívido como imaginario, que no tarda en volverse su interlocutor privilegiado. A lo largo de la novela, van aflorando escenas traumáticas de la infancia de Schreber, en un relato que también capta el auge y caída de su mítico padre, fundador de la gimnasia terapéutica en Alemania.
¿Cómo acompañar los pensamientos de un soñador despierto? Esta novela plantea ese delicado problema al volátil lector de hoy. Conmueven, en particular, los momentos en que Schreber desconoce a sus familiares más cercanos, o no logra encontrar objetos que un instante antes tenía frente a sus ojos: la inolvidable historia de su enfermedad está puntuada por esos tristes pasos de comedia.
La novela de Pheby brilla al momento de captar los eclipses de ese mundo que, a falta de distinciones más finas, llamamos “objetivo”
En las páginas de Marionetas, la invención de detalles circunstanciales está al servicio de describir el momento en que la realidad cede para dejar paso a las formaciones del delirio. Más que en plantear una etiología novedosa de la psicosis, la novela de Pheby brilla al momento de captar los eclipses de ese mundo que, a falta de distinciones más finas, llamamos "objetivo". Así puede ocurrir que el tiempo se contraiga –pasan los años, pero no en la mente del paciente– o que lo real se vuelva insustancial y las personas adopten la consistencia del papel de seda: juguetes de un Dios chapucero, meros títeres al borde de la inexistencia.
Cynthia Rimsky, Los perplejos (Leteo)
Los perplejos es una larga meditación hecha novela, donde asoma la autobiografía de una lectora voraz que declaró la guerra al sentido literal de las cosas. Publicado originalmente en 2009, este libro de Cynthia Rimsky conjuga la personalísima crónica de un viaje con la reconstrucción de la vida en el exilio de Maimónides (1135-1204). Según su retrato, al filósofo andalusí lo movía la pasión por esclarecer los fundamentos éticos del judaísmo y por explorar, más allá de todo ritualismo vacuo, la inagotable riqueza alegórica de la Escritura. En las páginas de esta novela extemporánea, no es raro encontrar reflexiones sobre los padecimientos de Job, la Metafísica de Aristóteles o los protocolos del pensador judío al momento de ponerse a escribir esa gran compilación, prototipo de las grandes Summas medievales, que tituló Guía de perplejos.
La narradora se propone rehacer el camino del filósofo a través de Fez, Tierra Santa, Alejandría y El Cairo, hasta llegar a una ciudad a orillas del Nilo, allí donde Maimónides conocería a su único discípulo. Pero la travesía de la viajera, que parte de un congreso de filosofía medieval en Córdoba (España), se vuelve cada vez más errática mientras recorre los paisajes urbanos de Eslovenia, Serbia, Montenegro y Croacia. También es difuso el paralelismo entre los eventos, tal como la escritora se dedica a reconstruirlos ya de regreso a Santiago de Chile. El viaje de ambos personajes coincide en parte, pero se vuelve más sugestivo en la medida en que difiere. No es que una historia explique la otra: más bien las dos se entreveran según una clave recóndita.
Basten algunos ejemplos. En cierto momento, el relato de un turbulento viaje en avión se entremezcla con el de una travesía marítima en la que el filósofo casi naufraga. En otro capítulo, la escritora alterna un vagabundeo por la ciudad de Belgrado con la narración del periplo de Maimónides en Tierra Santa, donde a él le cuesta encontrar las huellas de los eventos divinos que habrían tenido lugar allí. Otro episodio incluye la visita de la narradora a Akko (Acre), destino israelí que converge con el recorrido del filósofo. Pero, ¿qué importa más? ¿La identidad de un punto en la geografía o los nueve siglos que separan, en la vastedad del tiempo, a la biógrafa improvisada y al insigne biografiado?
Sin llegar a ser críptica, la prosa de Rimsky coquetea con lo enigmático
Sin llegar a ser críptica, la prosa de Rimsky coquetea con lo enigmático. Es notoria su predilección por esas frases donde el adverbio "no" viene a interrumpir el fraseo, o a complicarlo. Pero el lector agradece toparse con este español enrarecido, por momentos muy parco, casi siempre elusivo. "Me aboco al penoso trabajo de llamar la atención sobre una palabra cuando en realidad hablo de otra, construyo las más rebuscadas explicaciones, me expreso de manera elíptica, confundo versículos, varío la ortografía, procuro que mis frases sean oscuras, cometo errores que podrían atribuirse al copista, juego con el doble sentido": aunque es Maimónides quien habla, su declaración también expresa la singular poética de la autora.
Benjamin Black, Los lobos de Praga (Alfaguara)
En música, se llama "lobo" a ese desagradable zumbido que se produce en algunos instrumentos cuando, en ciertas cuerdas, la frecuencia de una nota coincide a su vez con la frecuencia de resonancia de la madera. Ese chirrido se vuelve símbolo de un mundo siniestro en la décima novela policial que John Banville publica bajo el seudónimo de Benjamin Black. (Aclaremos que su título original es Noches de Praga, pero el libro se difundió en los EEUU bajo el nombre de El lobo en la cuerda; en la traducción española –Los lobos de Praga– se optó por una solución zoológica a mitad de camino, en la que se pierde a la vez la evocación nocturna y la metáfora musical.)
Estamos al filo del año 1600, en la mágica ciudad a orillas del Moldava, cuya corriente está helada cuando esta tétrica historia comienza. Un encuentro casual con el cadáver de rigor pone en marcha la acción. El cuerpo pertenece a la amante del emperador, en una intriga que gira en torno a la corte de Rodolfo II, cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico. El narrador se llama Christian Stern: es un erudito alemán, hijo bastardo de un obispo, que pretende convertirse en un segundo Erasmo.
Iniciado en los saberes de la "filosofía natural" –lo que hoy llamaríamos"física"–, también estudia las ciencias ocultas, de las que sin embargo descree. Un sueño profético del emperador azarosamente le abre las puertas del mundo cortesano y así, de la noche a la mañana, el sospechoso Stern se transforma en confidente real y jefe de la investigación destinada a esclarecer el asesinato de la muchacha.
En la trama de Los lobos de Praga los personajes históricos se codean con otros nacidos de la pura invención.
En la trama de Los lobos de Praga los personajes históricos se codean con otros nacidos de la pura invención. Del lado de la realidad documental, se ubican Rodolfo II, el científico Johannes Kepler, los espías y hechiceros ingleses John Dee y Edward Kelly, y la hijastra de este último, la poeta Elizabeth Weston. Del lado de la imaginación, desfilan un gran senescal luterano, un chambelán que simpatiza con los católicos, una sirvienta muda, un obeso nuncio papal y otra amante del emperador, la lujuriosa italiana Caterina Sardo. Pero, sobre todo, en las páginas de este thriller erudito retorna el personaje inquietante del enano Jeppe Schenkel, que Banville había presentado en Kepler (1981), la segunda novela de su refinada trilogía astronómica (las otras dos ficciones exploran las vidas de Copérnico y de Newton).
Por otra parte, en la escenografía de esta historia policial resuenan varios motivos que el autor ya había tratado en su poético libro de crónicas Imágenes de Praga (2003).
Desde 2006, John Banville se bifurcó entre un eficaz escritor de novelas policiales –"Benjamin Black"– y el gran autor manierista que escribe a golpes de estilo y tours de force verbales, como un mago que usa y dilapida sus recursos. Pero Los lobos de Praga viene a complicar esa distinción, al fusionar los presuntos estilos de "Banville" y "Black". Cualquiera sea el nombre bajo el cual se ampare, asombra cómo un escritor tan virtuoso se cuida tan poco del vicio de la sobreadjetivación o de idear, junto a comparaciones exquisitas, símiles muy banales (tormentas que rugen como gigantes enfurecidos, cielos de terciopelo tachonados de estrellas).
Este hechicero de las palabras parece tener ideas altamente convencionales sobre el tipo de artefacto que debería ser una novela. Sin embargo, también asombra la naturalidad con que respira bajo el corsé de géneros tan trillados. Detrás de la máscara de Black, Banville frota los muchos chichés de la intriga policial y del novelón histórico, y así procura encender el fuego de la gran literatura. ¿Lo logra? El libro es tan entretenido que uno casi no tiene tiempo de formular esa insidiosa pregunta.