"La palabra en acción": el discurso completo que pronunció Oscar Martínez en su ingreso a la Academia Argentina de Letras

El actor y dramaturgo asumió como académico de número de la AAL. Infobae Cultura reproduce su texto íntegro

Oscar Martínez (Gustavo Gavotti)

"Ahora que lo pienso…", decía de manera repetidamente graciosa un personaje al que me tocó interpretar y que apenas recuerdo, "Ahora que lo pienso…", y luego de una deliberada pausa para crear expectativa en sus interlocutores, terminaba diciendo con tono de reflexiva perplejidad, una obviedad sin atenuantes. Decía por ejemplo: "Ahora que lo pienso… hoy es jueves". Parafraseando el latiguillo de aquel jocoso personaje comienzo hoy como él.
Ahora que lo pienso… me he pasado la vida, mi vida entera literalmente, representando ficciones. "Realidades imaginarias", como las llamaba mi gran maestro Juan Carlos Gené en sus clases y como me gusta desde entonces llamarlas a mí también:
Realidades Imaginarias. Porque esa paradojal denominación expresa como ninguna otra la particular condición de las ficciones escritas para ser representadas.
Esa inclinación -probablemente patológica- a encarnar identidades ajenas en historias imaginarias, más tarde concebida pretenciosamente como vocación, comenzó de manera nada original en los juegos de la niñez. En ellos, como todo niño, era capaz de convertirme en un héroe, en un villano,
en un fugitivo de la policía, en un intrépido explorador, en Amadeo Carrizo si atajaba un penal o si ahogaba arrojado en el aire un grito de gol ya incipiente en la garganta de mis adversarios; en Marcos Ciani, mi ídolo automovilístico de la década del cincuenta, si participaba en una supuesta carrera de turismo de carretera, lanzando con mano maestra la réplica en miniatura de su auto para que se deslizara a toda velocidad en las pistas que dibujábamos en el asfalto… Y así, inagotablemente, en personajes de profesiones, aventuras y universos apasionantes de toda índole.
Como todo niño, dije, aunque tal vez –nunca lo sabré- me involucraba con una intensidad y una convicción mayores a la de los chicos normales, que no se comprometían tan concienzudamente como yo en el juego. De hecho, recuerdo incluso haber efectuado reclamos en ese sentido más de una vez, ante la desconcertada mirada de mis compinches de entonces.
Es que para mí, el juego era una cosa seria. Tan seria, que pocos años después de esas andanzas y sin haber abandonado por completo la infancia, a los ¡catorce años!, viviendo una experiencia epifánica y por lo tanto inolvidable, al ver jugando juntos en el escenario a Ernesto Bianco y a Osvaldo Miranda, comprendí con la certeza de una revelación inapelable, que debía dedicar mi vida a la poco honorable actividad que llevaban a cabo esos dos señores. Lo comprendí con el cuerpo, al punto de que mi impulso fue saltar al escenario con ellos. Y de algún modo eso fue lo que hice: inmediatamente me puse a estudiar actuación.
(Qué fue, lo que estando de vacaciones con mis padres en Mar del Plata, a los catorce años, me llevó una tarde a comprar dos entradas para asistir a la noche al teatro, solos, con mi hermana de nueve años, sin tener para nada ese hábito, es hasta hoy uno de esos pequeños grandes misterios que me sobrecogen y me confirman lo prodigiosa y mágica que es la vida. No puedo dejar de decir que estar aquí, esta noche, ante ustedes, es para mí, otra demostración de ese tipo).
Empecé entonces, decía, mi formación propiamente dicha; la etapa inaugural de mi aprendizaje, que como en toda disciplina artística, no tiene fin. Fueron siete años, muy fértiles por cierto, que me protegieron de las turbulencias y el caos emocional de la adolescencia y que me prepararon para debutar, siendo aún muy joven, en el circuito profesional: tenía entonces veintiún años.
Me apresuro a excusarme por esta cronología autorreferencial, aunque los artistas –o los que aspiramos a esa categorización- siempre somos auto referenciales, aún cuando creemos no serlo. (Madame Bovary soy yo, dijo Flaubert, para concluir de manera célebre con este recurrente malentendido).
En mi caso, no tengo otra alternativa. No solo porque me he dedicado mayormente a un quehacer como la actuación, en el que se es instrumento e instrumentista al mismo tiempo -lo que hace prácticamente imposible diferenciar entre lo personal y lo meramente instrumental- sino porque la travesía que emprendí sin saberlo siendo casi un niño, como queda dicho, implicaba una aventura inconcebible al embarcarme en ella y es, tal vez, más inabarcable hoy, después de cuarenta y ocho años de profesionalismo. Quiero decir, que todo mi escaso saber es empírico, puramente vivencial y evanescente; ya que proviene de la intención casi alquímica de experimentar por medio de la representación pero con el propio cuerpo, la infinita diversidad y complejidad de la criatura humana, en sus más variadas naturalezas y comportamientos.
Leí una vez lo siguiente: "El actor es un atleta del espíritu"; es una plausible definición. Porque debe asumir con la misma convicción las pasiones más nobles y las más miserables, el carácter más jovial y el más taciturno, la inteligencia más refinada y la más mediocre y vulgar, a un Rey y a un mendigo, a un temerario héroe y a un cobarde pusilánime… Y debe hacerlo no solo con la más honda convicción, sino con la destreza necesaria para crear la ilusión de que eso que como espectadores estamos viendo, ocurre por primera y única vez ante nuestros ojos.
"Ser o no ser… esa es la cuestión", dijo nuestro máximo Profeta. Si algo aprendí, es que en la actuación, ese apotegma es Ley. Porque, a no equivocarse: no se trata de parecer ni de aparentar, sino de ser.
El teatro consiste en un mutuo acto de fe en el hecho imaginario entre el espectador y los intérpretes; pero son los intérpretes los responsables de despertar en el espectador ese acto de fe y de velar por él. "El escenario hay que ganárselo", decía mi maestro.
Para que esa fe no se fracture, el actor debe hacer suya la pasión del personaje, asumiendo su alteridad como propia. Si él cree, si en lugar de simulacro hay compromiso real, el espectador creerá y la liturgia del fenómeno escénico se habrá cumplido y habrá tenido sentido.
Pero no seguiré extendiéndome en el tema del actor, porque no estoy aquí por mi condición actoral. Empecé por él, porque es lo que dio lugar a todo.
Si estoy llevando a cabo esta disertación para cumplir con el requisito protocolar que impone mi incorporación a la Academia Argentina de Letras, se debe a la benevolencia de mis colegas académicos para con mi obra escrita; sin la cual -lo dijo el entonces Presidente Doctor José Luis Moure al comunicar mi designación- no me hubiera sido posible tener el honor de ser invitado a integrarme al cuerpo académico.
Pero claro, sin el actor, tampoco hubieran sido posible esos textos que, impensadamente, me depositaron aquí.
Enumero brevemente: se trata de tres obras teatrales; Ella en mi Cabeza, Días Contados, y Pura Ficción; las tres estrenadas, y con éxito, afortunadamente. Las dos primeras editadas. Y representadas además en diversos países: Uruguay, Chile, Colombia, México, España, Israel…
Y a esa pequeña nómina de textos se agrega un libro editado por Planeta, hace dos años, bajo el sello Emecé, cuyo título es: Ensayo General (Apuntes sobre el trabajo del actor). Por lo dicho, todo indica que la palabra que se espera de mí en este acto, es la del dramaturgo, y en todo caso, en menor medida, la del ensayista.
Si comencé defraudando esa expectativa y hablando desde el actor, es porque tanto el autor como el modesto ensayista, son desprendimientos de él. Hijos tardíos, podríamos decir, aunque empezaron a gestarse muy tempranamente.
Fue promediando mi etapa formativa, a los diecisiete años –lo recuerdo perfectamente- que me enamoré de la palabra escrita; de la narrativa. Y me convertí en un ferviente lector de novela.
Estaba viva en mí la pasión por la actuación, pero convivía con mi pasión por la literatura, que me llevó incluso a tener la fantasía de convertirme en novelista. O sea que disfrutaba, sin demasiadas contradicciones, de una suerte de bigamia entre dos disciplinas apasionantes e igualmente atractivas, pero que me demandaban (como todo amor verdadero reclama para sí) entrega incondicional y absoluta.
Transcurridos los primeros años en los que sufrí algún que otro tironeo, decidí terciar entre esas dos posesivas amantes, casándome con la musa de la actuación y prometiéndole a la musa literaria que con el tiempo sería también dramaturgo. Eso me permitió seguir conviviendo con ambas.
Hoy, finalmente, puedo decir que salí airoso, porque esta noche están las dos aquí conmigo, en paz, y orgullosas de participar de esta ceremonia, en la que cada una conserva su lugar de privilegio.
Mi amor por la buena narrativa sigue intacto y me deleito, por citar solo algunos textos que leí recientemente, leyendo a viejos conocidos, como Auster o Murakami, o a nuevos talentos como David James Poissant (a quien por su primer libro de cuentos, ¨El cielo de los animales¨, ya lo comparan con Carver y con Chéjov, nada menos) o nuevos simplemente para mí, como John Williams, descubierto tardíamente después de su muerte, como uno de los más grandes novelistas norteamericanos del siglo XX. (Los creadores de primer agua pueden apelar a la posteridad; los intérpretes no podemos aspirar a tanto). E incluso recomiendo la buena narrativa a los jóvenes actores en formación. En mi libro, Ensayo General, después de privilegiar la línea de acción y de pensamiento como guía primordial para la construcción del personaje, les digo: Se podría argumentar, y con razón, que una persona (o un personaje) no se reduce a su pensamiento voluntario, o a sus actos. Y es cierto. (…) Dice Karl Jung en sus memorias: "Somos nuestros sucesos internos". A sus 83 años, con un pie en el más allá, el viejo sabio nos dice que el repaso de su vida es el recuento de sus vivencias, más que la revisión de las anécdotas o acontecimientos de su existencia. Y que la mayor parte de nuestra vida transcurre dentro de nosotros mismos. (…) Todos tenemos, paralelamente a nuestro accionar, un mundo interno en permanente actividad, compuesto por pensamientos, por sensaciones, por fantasías, que no siempre se manifiestan en la acción.
La novela es el género de la narrativa que mejor se ocupa de tratarlo. En ella, muchas veces es más importante la exploración y la exposición de ese mundo interno que los hechos o la narración de esos hechos. Lo que el personaje siente, lo que piensa y no verbaliza, lo que deduce, lo que anhela inconfesadamente, lo que sufre, lo que fantasea, lo que teme. Un instante puede ocupar páginas, y un día entero, dos frases. O sea, prevalecen los "sucesos internos" que define Jung como lo que somos.
Fui un fervoroso lector de novela, subyugado creo, por esa peculiaridad del género. Y siempre pensé que esa práctica (que todavía conservo) nutrió en buena medida mi imaginario como actor y hombre de teatro. Y la recomiendo. Pero la literatura dramática es exactamente contraria, como género, a la narrativa. Podría decirse que lo preponderante en el Teatro es la trama, mientras que en la novela es el revés de la trama.
Es por eso que el narrador cuenta con un montón de recursos literarios de los que carece el dramaturgo. Quien narre, ya se trate de un narrador omnipresente –el escritor mismo- o de un personaje involucrado en la propia historia que se nos cuenta, puede explicar y describir abundantemente a los personajes, los lugares, las situaciones, el mundo interno, subjetivo de los protagonistas… El por qué de sus decisiones y sus comportamientos. Es decir, puede echar mano a una infinidad de procedimientos mediante los cuales el universo entero de la historia, el central y el periférico, lo medular y lo aleatorio de esa trama -dependiendo, claro está, del talento del creador- pueden ser profusamente explicados y descriptos.
Todas cosas que un dramaturgo no puede hacer. Él cuenta solo con la palabra en acción, es decir, únicamente con la palabra escrita no para ser leída, sino para ser dicha por los personajes desplegados en el tiempo y en el espacio, y obviamente, con la acción misma, con las vicisitudes de los conflictos que esos personajes deben atravesar. Nada de comentarios, ni explicaciones, ni narradores omnipresentes. Los personajes. Con sus balbuceos, sus contradicciones y con lo que ignoran de sí mismos; arrojados a su propia problemática y sin que nadie nos aclare nada. Con sus palabras, pero también con sus omisiones; con sus silencios, que muchas veces dicen más que lo que son capaces de verbalizar.
El trabajo del dramaturgo, en suma, es plasmar en su obra "el horror de vivir en lo sucesivo", como tan magistralmente describió el inefable Borges la experiencia de la vida humana. En ello estriba su alcance, su condicionamiento a la hora de encarar la escritura de una pieza, y su peculiaridad específica.
Por eso, si bien no faltan narradores que incursionaron con éxito en la dramaturgia, muchos grandes escritores fracasaron escribiendo para el teatro o para el cine. Un ejemplo paradigmático es el de William Faulkner. Escuchemos sus propias palabras:
"Si yo no tomara, o pensara que soy incapaz de tomar, el trabajo cinematográfico en serio, no lo habría intentado por simple honradez con el cine y conmigo mismo. Pero ahora sé que jamás seré un buen escritor de cine, así que ese trabajo nunca tendrá para mí la urgencia que tiene mi propio medio de expresión".
Esta declaración es una manera implícita de reconocer dos cosas: su fracaso como guionista y que su modo de expresión, su oficio, aunque literario, es otro; diferente, a pesar de que en ambos se trabaje con la palabra escrita. Según su propio testimonio: otro medio de expresión; otro lenguaje.
Para hablar del placer y de la dificultad de escribir para el Teatro y de las diferencias entre el drama y la narrativa, voy a citar a dos escritores más autorizados que yo para hacerlo y que sí tuvieron éxito en ambas disciplinas: Thornton Wilder y Arthur Miller. Wilder fue de la narrativa a la dramaturgia y Miller hizo el recorrido inverso. Dice Wilder:
"Un dramaturgo es alguien que cree que el puro suceso, una acción que implica seres humanos, es más fascinante que cualquier comentario que pueda hacerse al respecto. En el escenario siempre es ahora; los personajes están colocados en ese filo de la navaja entre el pasado y el futuro que es el carácter esencial del ser consciente; las palabras llegan a sus labios con inmediata espontaneidad. Una novela, en cambio, es lo que aconteció; ningún alejamiento voluntario por parte del narrador puede ocultar el hecho de que escuchamos su voz contando, recordando sucesos que son pretéritos y que él ha seleccionado –entre innumerables otros- para exponerlos ante
nosotros presididos por su inteligencia".
Y agrega luego: "Yo considero al Teatro como la más grande de todas las formas artísticas, el medio más inmediato por el que un ser humano puede compartir con otro el sentido de lo que significa ser un ser humano. Esta supremacía del teatro se deriva del hecho de que en la escena siempre es ahora. (…) Vivimos en lo que es, pero encontramos mil maneras de no hacerle frente. El gran teatro fortalece nuestra facultad de hacerle frente a lo que es".
Y en relación a la dificultad que implica escribir dramaturgia y a la importancia de ser un conocedor de la experiencia escénica, (algo en lo que estoy absolutamente de acuerdo) y no un dramaturgo de "escritorio", dice Wilder, habiendo sido también novelista:
"Si un escritor joven quiere ser dramaturgo, me parece que estaría metiéndole el hombro a uno de los oficios más difíciles, mucho más difícil que el de la novela. Toda excelencia es igualmente difícil, pero considerando el puro oficio, yo siempre le aconsejaría a cualquier joven escritor teatral que hiciera de todo: adaptar obras, traducirlas, hacer vida de teatro, pintar decorados y hasta hacerse actor, si fuera posible. Escribir para la televisión o el cine es parte de ello. La manera de aprender a narrar una historia imaginada para los espectadores es un pozo sin fondo".
Y por otro lado, Arthur Miller, que también despuntó el vicio de la narrativa, pero que hizo historia por ser, sin duda, uno de los más grandes dramaturgos del siglo XX, si no el más grande, a secas, expresó lo siguiente:
"Solo rara vez siento, en el caso de un relato, que estoy en la cumbre de algo, como siento cuando escribo para el teatro. Entonces siempre me encuentro en un sitio de visión última… no puedo retroceder más. Todo es inevitable, hasta la última coma. En un relato, o en cualquier clase de prosa, no puedo evitar la sensación de cierta cualidad arbitraria. Los errores pasan, la gente los disculpa más que los errores en el teatro. Tal vez esto sea una ilusión mía. Pero hay otra cosa, todo el asunto de mi propio rol en mi propia mente. Para mí lo grande es escribir una buena pieza teatral, y cuando estoy escribiendo un relato es como si me dijera a mí mismo: -Qué estoy haciendo? Bien, estoy haciendo esto solo porque en este momento no estoy escribiendo una pieza teatral. Hay algo de culpa relacionada con eso. Naturalmente me gusta escribir un relato, es una forma bastante estricta. Pero creo que reservo para las piezas teatrales todas las cosas que exigen un esfuerzo tremendo. Lo que sale más fácil va a un relato".
Ahora sí, precedido por estos dos grandes maestros de incuestionable legitimidad, quiero referirme para concluir, a otros aspectos que diferencian de manera contrapuesta a la dramaturgia y la narrativa.
Decíamos que el dramaturgo cuenta solo con la palabra en boca de los personajes y con la acción. Ahora bien: salvo que se trate de personajes de refinada locuacidad, pocas veces pueden expresar verbalmente todo lo que piensan; y mucho menos aún, todo lo que sienten. Y debe tenerse en cuenta, además, no solo que no todos hablan con el mismo léxico, sino que puede tratarse muchas veces de personajes con escasos recursos lingüísticos. El narrador puede intervenir con su propia voz en el relato para paliar esas limitaciones; el dramaturgo debe utilizar esas limitaciones como parte de su lenguaje expresivo, como inherente a su obra. Un ejemplo extraordinario para ilustrar lo que acabo de exponer es "Esperando a Godot" la obra máxima de Samuel Beckett. Dos vagabundos, dos hombres elementales, mediante los cuales, sin embargo, Beckett construye la obra más emblemática del teatro moderno; de una hondura metafísica, una universalidad y una siempre renovada vigencia, que ya la han convertido –prácticamente desde su estreno, en 1953- en un clásico ineludible. Se dice que, desde aquella primera puesta en escena hasta nuestros días, no ha habido año en que, en algún lugar de nuestro planeta, no se haya representado Esperando a Godot.
El concepto de estructura, es también, si no contrapuesto, al menos divergente, entre dramaturgia y narrativa. En la dramaturgia la estructura se basa en la organización de módulos de acción dramática tendientes a fortalecer el conflicto central para la construcción del necesario crescendo antes del desenlace y la resolución final. De lo que se trata es de "tensar la cuerda" para que no decrezca el interés del espectador. Es una ley mayúscula de la estructura dramática. Se dice que lo que no sea útil a esos fines, no debe estar, no debe formar parte de la obra. Una conversación entre dos personajes, por ejemplo, una charla "amena" en la que no se esté dirimiendo nada, puede ser un pasaje afable para el lector de una novela, pero en un texto de la dramaturgia necesariamente debe haber algo en juego para que no decaiga la atención del espectador. Se debe estar dirimiendo algo.
Lo que se considera acción dramática, no es acción por la acción misma. Imaginemos en medio del escenario a un hombre sentado a un escritorio, pelando una manzana minuciosamente, concentrado obsesivamente en eso: carece absolutamente de interés. Está llevando a cabo una acción, pero es anodina en términos de lo que llamamos acción dramática. Pero si frente a él, escritorio de por medio, hay una persona desesperada que acaba de declarar por haber sido imputada por un crimen que no cometió, esperando ser condenada o absuelta, y este señor abre un cajón del escritorio, saca una manzana, extrae un cortaplumas de un bolsillo y en lugar de pronunciar su veredicto se pone a pelar una manzana con una parsimonia exasperante, la acción de pelar una manzana se vuelve en sí misma acción dramática. Es un ejemplo burdo, pero rotundo, para ejemplificar la diferencia entre "acción" y lo que consideramos acción dramática.
En cualquier tipo de dramaturgia, el personaje que es motor de la acción dramática, siempre tiene un propósito, un objetivo, que incide de manera directa en la realidad existente hasta ese momento. Acción, en términos dramáticos, es modificación de la realidad.
No es así en la narrativa.
Y por último, otra diferencia esencial: entre la obra de un narrador y sus destinatarios, los lectores, no hay intermediación alguna. El dramaturgo, en cambio, escribe un texto que debe esperar a ser interpretado por un director, por unos actores, por un escenógrafo, por un diseñador de luces… El teatro o el cine, son tareas grupales, creaciones colectivas, en las que si bien el texto escrito, la obra o el guión, son su fundamento, se re significan, y se enriquecen o se empobrecen, por la intervención de diversos creadores.
En general, los novelistas, cuando sus obras son trasladadas al cine o al teatro, terminan manifestando insatisfacción o disgusto. En la mayoría de los casos sienten que la versión, sea escénica o cinematográfica, ha traicionado el espíritu de su obra, a la que no reconocen en esas nuevas expresiones.
Me ha pasado como espectador, que rara vez una novela llevada al cine, haya satisfecho mis expectativas previas como lector. Son obras literarias. Uno ya se ha hecho su propia película al leerlas. Difícilmente el énfasis de los climas y las imágenes forjados en la lectura coincidan con lo que postreramente vemos en la pantalla.
El dramaturgo, a diferencia del narrador, sabe de antemano que su obra no es tal, hasta no ser representada. Acepta resignadamente esta fatalidad de escribir una literatura que no fue hecha para ser leída, sino re interpretada y representada por otros. Aún conociendo esa condición ineludible, y asumiendo el riesgo que supone para la posterior consideración de su obra, la dramaturgia es su elección. Por suerte, para aquellos que necesitamos de sus creaciones.
Voy a concluir aquí.
Como dije al comienzo, me he pasado la vida representando ficciones, realidades imaginarias, de modo que mi vida ha sido gobernada por una axioma al que no puedo renunciar: NO ABURRIR AL PÚBLICO.
Espero no haberlo traicionado. Muchas gracias.

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