Por Sibila Camps
El 11 de junio de 2010, una de las noticias de primera plana de la Argentina fue la entrega de dos carpetas con documentación sobre el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de Tucumán. Esas 259 fojas con sellos, membretes y firmas eran las primeras constancias oficiales que emergían de los casi nueve años de Estado terrorista en todo el país.
Sobre la importancia de esos papeles –que incluían listas de personas que habían permanecido secuestradas y su posterior destino, en su mayoría la ejecución– hicieron hincapié los diarios y los canales de noticias. Pero a mí, lo que más me impactó fue la historia del testigo que presentó esos documentos, cuando ya estaba por concluir el primer megajuicio por delitos de lesa humanidad realizado en esa provincia.
Ex oficial montonero, había sido capturado, paseado por varios centros clandestinos y torturado en todos hasta quebrarlo, al punto de que varios sobrevivientes lo consideraban un traidor. Ya en libertad vigilada fue incorporado por la fuerza a la Policía provincial como administrativo; se atrevió a renunciar recién en marzo de 1984. Mucho antes, a fines de 1977, cuando los represores desmantelaban el centro clandestino, Juan Carlos "El Perro" Clemente comenzó a llevarse documentación a la casa paterna, donde iba a pasar la noche. ¿Cómo había hecho para vivir treinta y tres años durmiendo sobre los cadáveres?
Comenté este caso con una amiga de Tucumán, quien me contó otra historia sorprendente, de otra testigo de ese juicio. Esa mujer, ya desde la adolescencia había permanecido reducida a la servidumbre y soportado todo tipo de vejámenes en la casa de Roberto Heriberto El Tuerto Albornoz, el entonces jefe del Servicio de Informaciones Confidenciales de la Policía provincial. Todavía seguía buscando a una hija que le habían quitado a 15 minutos de nacer, a pesar de que ignoraba cuál de los violadores era el padre, si "El Tuerto" o su hijo mayor.
Como en un relámpago comprendí que en Tucumán, prácticamente toda la provincia había sido un campo de concentración (hubo 55 centros clandestinos, entre permanentes y transitorios). Y que las huellas del terrorismo de Estado –iniciado allí por el Ejército en 1975, con el Operativo Independencia– persisten hasta el día de hoy, algo que no ocurrió en ninguna otra parte del país.
Las primeras veces que fui a Tucumán –a fines de los 80 y principios de los 90-, para hacer notas sobre hechos de actualidad, había tenido siempre la sensación de sentirme como en la posdictadura. Y varias cosas del espacio público que entonces me habían llamado la atención, ahora comencé a recordarlas y a analizarlas a la luz de ese relámpago.
La primera había sido la sucesión de estatuas de militares y curas de la Avenida de los Próceres, en el parque 9 de Julio de la capital: la elección de los portadores de sables y crucifijos, tanto como la mala factura de las figuras, sólo podían deberse a un encargo castrense durante la dictadura. Me llevaría varios años dar con su génesis, escondida en un laberinto de sucesos que ya estaban formando parte de Tucumantes.
En uno de ellos terminé "cayéndome" yo misma –y no fue la única vez. Ocurrió al reconstruir la historia de la casa que alquilaban Diana Oesterheld y su esposo, Raúl Araldi, y que hasta 2009 fue usurpada por una mujer policía, amante del "Tuerto" Albornoz. Diana y Raúl fueron secuestrados, con un año de diferencia, y desaparecidos; después de varios intentos por parte de Elsa Oesterheld (madre de Diana y esposa del escritor) y de la madre y el padre de Araldi, consiguieron que les fuera entregado Fernando, el hijo de la pareja, entonces de un año.
Recordé un episodio que me había contado en 1994 el "Malevo" Ferreyra, el comisario torturador y asesino que se había "formado" en violaciones a los derechos humanos durante el Operativo Independencia, y resultó que había tenido una participación activa en el asalto a la vivienda de donde se llevaron a Fernando, y él mismo me había hablado del niñito.
Silencios y negaciones son denominadores comunes en muchos de los relatos. Por ejemplo, en el de un joven a quien nunca le llamó la atención el descubrir que tenía tres DNI con tres apellidos diferentes, ni que su hermana y su hermano fueran más de 30 años mayores que él. O en los 35.000 habitantes de Famaillá, que rara vez se acercan al espacio de memoria de La Escuelita, el primer centro clandestino del país, y que continuó funcionando como establecimiento educativo hasta mayo de 2016.
El terror, instalado y legitimado en el relato oficial y consolidado por los medios de comunicación, continúa amordazando a muchísimas personas en la provincia. Y también ha dejado cicatrices en el lenguaje, tanto en un vocabulario que reproduce la negación y el silencio, como en la sintaxis y en los tiempos verbales. Sin contar con los relatos de cemento que constituyen los cuatro pueblos fundados por Bussi, a semejanza de las "aldeas estratégicas" levantadas por la fuerza invasora estadounidense en la guerra de Vietnam, que llevan nombres de militares presuntamente muertos por la guerrilla y perpetúan así la versión negacionista, en una provincia que llora a más de 730 personas desaparecidas.
Tucumantes –participio presente de un verbo ficticio, con el que busqué expresar la persistencia de los efectos del terrorismo de Estado− toma al "Perro" Clemente como gran hilván, que va enhebrando otras historias y situaciones donde a menudo los personajes-personas se entrecruzan en espacios compartidos y casi nunca elegidos por las víctimas. Con una fuerte base de investigación periodística, la estructura y el estilo del libro sobrevuela la no ficción, lo que implica un desarrollo argumental que incluye una sorpresa cerca del final.
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