Virginia Cosin, Águeda Pereyra, Alexandra Kohan y Martín Kohan
Qué sería de los lugares comunes sin la inercia, sin la pereza, sin ese amor al letargo que los hace surgir y establecerse, validarse y perdurar. Qué sería de los lugares comunes sin ese fervor de unanimidad, sin esa pasión por el consenso fácil, en el que abrevan infatigables (infatigables y fatigosos) los cultores de lo consabido con sus pretensiones de ecuanimidad y adhesión generalizada. La doxa libra su guerra sin cuartel contra el pensamiento crítico, pero cuenta con el camuflaje adecuado para hacerse pasar por él. Su fuerza es la naturalización: se nutre de lo aceptado y así es como se hace aceptar.
Alexandra Kohan reacciona contra los lugares comunes como si se tratara de la inmediatez de los reflejos físicos. Pero lo suyo son reflejos de pensamiento, activados por pura lucidez. Ahí, justo ahí donde los lugares comunes invitan a la modorra, ella da un respingo y despierta. Su escritura se suscita así, y así es lo que luego produce. Por eso ia href="https://www.infobae.com/grandes-libros/2019/03/08/miracomonosleemos-una-coleccion-de-libros-para-pensar-las-cuestiones-de-genero-en-la-argentina/" rel="noopener noreferrer" target="_blank"Psicoanálisis. Por una erótica contra natura/a/i (y contra natura significa ni más ni menos que eso: contra lo naturalizado, contra esa instancia fatal en que una ideología afianza su falsedad en su plena naturalización) convierte su reflexión en una intervención, la potencia como intervención en el actual estado de cosas.
Y es que los lugares comunes, que imperan por lo general, hoy se expanden como una epidemia: lo están tomando todo; incluso, y en especial, ciertas pretendidas disidencias, ciertas pretendidas heterodoxias. Los lugares comunes, erigidos en consigna y dogma, se esgrimen para determinar, bajo un gesto de censura latente en el mejor de los casos, qué puede decirse y qué no, quiénes pueden hablar y quiénes deben callar, y cómo deben hablar quienes hablan. Este texto de Alexandra Kohan, como texto de intervención, se vuelve entonces indispensable: indispensable para pensar, contra el efecto de lo ya-pensado que promueven de por sí los lugares comunes; indispensable para debatir, ahí donde los nuevos moralismos tapan bocas y cierran discusiones; indispensable para recuperar los tonos filosos y abiertos de los movimientos emancipatorios (por lo pronto, el feminismo), ahí donde, a veces en su nombre, se impone en cambio la represión en los discursos y en las prácticas.
Alexandra Kohan esgrime sus argumentos contra el imperio de la doxa (no "pega", critica; no "pelea", discute; no divide, suma en disenso), ante todo en el plano del decir: no sólo en lo que dice, sino además en las formas del decir. Porque en muchos casos se da por hecho que el discurso universitario no puede ir más allá de sí mismo, o que si lo hace, para la divulgación, ha de caer ineludiblemente en vulgata; o que la jerga oscura, presuntamente para iniciados, es lo propio del psicoanálisis, sobre todo si es lacaniano; o que los nuevos medios de expresión, habilitados por las nuevas tecnologías, sirven sólo para sacar a pasear los egos o para que puedan agredir los cobardes.
También hay doxas de las formas de decir. Y iPsicoanálisis. Por una erótica contra natura/i rompe con ellas: es consistente en sus saberes, y no supone que haya que rebajarlos (en el sentido en que se rebaja una bebida, aguándola) para dirigirse a un público general; no supone que un texto deba ser algo más baladí porque va a leerse en un teléfono y no en un libro (así como no supone que las violencias y las tonterías de twitter deban adjudicarse a twitter, sino a los violentos, cuando tuitean, y a los tontos, cuando tuitea); hace del psicoanálisis un instrumento para tratar de pensar mejor, y lo que por pensar mejor entiende es la práctica sostenida de desconfiar de las certezas.
La palabra "erótica", inscripta en el título, da una clave de los territorios que Alexandra Kohan disputa. Son los dogmas sagrados, los de las religiones, los que se debilitan con los disensos; los movimientos políticos, en cambio, y más cuando son liberadores, se fortalecen con ellos. Alexandra Kohan desacata el mandato de callar o de discutir tan sólo puertas adentro y bajo previa revisión anatómico-genital, y fortalece los feminismos del presente asumiendo posturas críticas. Se abre así a la lógica de la discusión; no a la lógica de la autorización (del decir) ni a la fiscalización (de lo dicho); se cuenta entre quienes pensamos que con un stalinismo ya ha sido suficiente, ya ha sido demasiado.
Erótica, dice Alexandra Kohan. Para recuperar del feminismo histórico su impronta de liberación sexual. Sobre todo ahora que, bajo el impulso ciertamente indispensable de luchar contra los abusos y las violencias, se arrasa aun con la seducción, se carga contra el deseo, se avanza en un disciplinamiento policial de los cuerpos, se promueve un puritanismo de neto corte represivo (no mirar, no acercarse, no desear; y siempre bajo la premisa, calcada de la visión patriarcal, de que la mujer es en todo esto pasiva, que está siempre a merced de los hombres).
Erótica, dice Alexandra Kohan. Para interceptar y contrarrestar la tendencia actual a aplastar las pasiones amorosas (sentidas como lo que son: un exceso, un desborde), en el afán por demás dudoso de alcanzar un ideal de desapego, de indolencia, de indiferencia, de prescindencia, de esmerada desatención al otro: con tal de no sufrir (como ofrecen algunas religiones), desistir de esas innecesarias debilidades, del amor y del deseo, del riesgo sentimental de que alguien nos importe y de que podamos importarle a alguien, en favor de un principio de autarquía personal que encaja a la perfección en lo peor del individualismo neoliberal, o de un contrato de responsabilidad limitada evidentemente inspirado en el formato de las compañías de seguros (sobre todo en su instancia mejor, la más alta, la más cara: "contra todo riesgo").
Erótica, dice Alexandra Kohan. Como diciendo: si hay un dios, o si tuviese que haberlo, que sea este, que sea Eros. Eros: dios del amor y la atracción, dios del deseo, que, entreverado con Palas Atenea, diosa de la inteligencia y, por extensión, de la admiración intelectual, no es en absoluto ajeno a este texto que estoy ahora mismo terminando de leer.
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