Pronuncia la frase del título e inmediatamente advierte, con una sonrisa: "Lo digo para que si alguien se quiere enojar, se enoje". Es que así como el feminismo significó una ola de debates y peleas que nos ampliaron las posibilidades a la hora de ver y pensar el mundo, también es cierto que hay determinados temas en torno a los cuales los tonos pueden subir, las discusiones se pueden acalorar y, por suerte, las diferencias pueden aflorar.
Para Tamara Tenenbaum, las opiniones masculinas pueden entrar en esa bolsa de temáticas en relación a los cuales no tenemos -y no debemos tener- acuerdos. "El patriarcado nos oprime a todas, a todes y a todos, y a mi me interesan mucho sus experiencias", explica la autora de El fin del amor. Querer y coger (Ariel ediciones, 2019), un libro de ensayos que además de esta, abarca cuestiones que van desde el llamado amor romántico, los vínculos en la era de las aplicaciones para las citas y los escabrosos debates en torno a la maternidad.
La autora hilvana con delicadeza estos y otros temas con su crianza en una familia judía ortodoxa del barrio de Once y su salida al mundo, cuando comenzó a cursar en una escuela secundaria laica. Reflexiona sobre las condiciones que forman parte de la actualidad afectiva de una generación de mujeres, de chicas jóvenes, y de las más jóvenes entre las jóvenes, pero para eso se apoya sobre las espaldas de generaciones de mujeres gigantes que, antes que ella, vivieron, hablaron, pensaron y escribieron sobre estos temas. Por eso es que su libro, que algún distraído podría ubicar en el estante de la autoayuda, está tan plagado de citas de autoras clásicas del feminismo -y no solo-, referencias y pies de página como una tesis de grado.
"Las mujeres salieron al mundo hace mucho tiempo, y como mucho lo que estamos viviendo ahora es lo que espero que sea el último capítulo de esta historia. Nuestras madres -e incluso nuestras abuelas- salieron al mundo cuando se incorporaron al mercado laboral, de formas muy espectaculares. Nosotras nos montamos sobre esa experiencia, sobre revoluciones y rebeliones enormes: en el mundo laboral, con la anticoncepción, con el divorcio vincular; ellas hicieron de todo", explica la autora para ubicarse, y ubicar también al lector, a la hora de entender desde dónde escribe y para quién.
—Vos decís que tu libro forma parte de una gran conversación que estamos teniendo como sociedad. ¿Qué lugar tienen los varones en esa conversación?
—Si hablamos de feminismo los varones tienen un lugar importantísimo, igual al nuestro. Aunque creo que hay espacios que tienen que ser exclusivamente femeninos, en el sentido de incluir a todas las personas que se autoperciben mujeres, también es necesario que tengamos espacios de discusión y de militancia en los que los varones sean recibidos, y bien recibidos. Tienen preguntas, tienen opiniones, tienen cosas que decir. Ellos también tienen una experiencia con el patriarcado que a mi me parece interesante. Y, además, es importantísimo porque estamos viendo algo preocupante que es este revival del machismo y de la llamada ideología de género, todo de la mano de una vuelta de las derechas. Lo pienso particularmente con los varones más jóvenes: si nosotras no los incluimos en la conversación, alguien más los va a incluir. Y si nosotras solamente tenemos para decirles "callate, varón", alguien más les va a decir "varón, vos sos importante, vos valés, contame lo que tenés para decir".
—¿Por qué decís particularmente lo de los más jóvenes?
—Porque entiendo que en todo este proceso a las mujeres más jóvenes hoy sí se les está ofreciendo -por suerte- nuevos relatos identitarios, modelos que las empoderan, redes, etc, y no se si a los varones les estamos ofreciendo algo tan claro. Pienso en chicos de 18 o 19 años, que están saliendo al mundo en todo sentido y con todo lo que eso implica, y nosotras les decimos 'bueno, sumensé acá, pero a veces no, acá sí, pero acá no tanto'. Entonces mejor sumarlos y hacerlos sentir parte, que sepan que sus opiniones también valen. En caso contrario esas conversaciones las alimenta gente muy peligrosa.
—Cuando hablás de violencia sexual, al escrache a los violadores le contraponés la cultura del consentimiento. ¿De qué se trata?
—Tiene que ver con un enfoque no punitivista de la violencia sexual. Porque no vamos a construir una cultura en la cual se viole menos generando más castigo. Además de que lo que queremos no es más castigo, sino que se viole menos, eso es lo importante. De la misma forma que no estamos buscando venganza, y no nos interesa que cada uno tenga lo que se merece; al menos yo no comulgo con esa idea y me resulta un poco arcaica. Hasta ahora, esta idea de la amenaza permanente de 'ahora no podés hacer esto o aquello porque te escrachan' no viene funcionando. Como sabemos que no vamos a lograr menos violaciones con más castigos -hablando también de los penales, que en algunos casos van a ser imprescindibles- y tampoco con los sociales, ¿qué queda? Ahí entra lo de la cultura del consentimiento. Es lo contrario a que crezca una generación de varones que sientan miedo. A mi no me interesa que un varón tenga miedo, en lo más mínimo. Lo que me interesa es que no tenga ninguna gana de acostarse con una mujer que no quiera acostarse con él.
—En un momento incluso hablás de erotizar el consentimiento.
—Pensemos que las mujeres en general no tienen ganas de acostarse con tipos que no quieren acostarse con ellas. ¿Por qué? Porque no se nos cría para eso. A los varones sí se los cría para 'a toda costa', tenés que ir y conquistar. Entonces lo que tenemos que cambiar es esa crianza, esa idea de masculinidad en la cual es hot que un tipo que no te conoce venga y te ponga contra la pared y que te busque así. Porque además, ¿es hot para quién? Yo no conozco muchas chicas a las que las divierta que los tipos las pongan contra la pared en un boliche. Debe haber, pero no son tantas. Cambiemos nuestra idea de qué es lo que es aceptable y, más aún, qué es lo que es deseable. Que lo deseable sea el consentimiento. Que lo hot no sea que te arrinconen sino te conocen y no saben lo que vos querés. Sino que te pregunten qué querés y que eso suceda. Eso queremos decir con erotización del consentimiento, que el consentimiento no aparezca simplemente como una cosa legal, de 'bueno, pero ella me había dicho que si', sino que sea algo realmente deseado. Que los varones solamente quieran estar con chicas que quieran estar con ellos. Y que las chicas solamente quieran estar con chicos que se comportan de esa manera. Otra cosa son las fantasías, que no estamos para juzgarlas. Ni las fantasías ni los juegos, no se trata de eso, ni de que se acabe la intriga. Es simplemente pensar en erotizar la idea de que dos personas se deseen.
—A lo largo de tu libro hay una exploración de lo que significa el deseo, de dónde viene y hacia dónde va. Y hay una frase en relación a ciertas formas de abuso que dice: 'Lo mismo que nos hace sentir violentadas nos hace sentir deseadas'. Te pregunto, entonces, ¿cómo se vive hoy el deseo?
—Creo que el deseo hoy se vive de muchas maneras. Por supuesto que creo que es algo profundamente complicado y opaco, en el sentido de que no es transparente. Creo que por suerte los argentinos -no solamente los porteños, como se piensa- estamos muy psicoanalizados, y sabemos que el deseo no es algo que uno necesariamente conozca con claridad. Es algo profundamente complicado. Lo que quise decir con esa frase es que hay en nuestra educación emocional una relación muy clara entre deseo y violencia, en el sentido de que la masculinidad que se nos enseña como deseable es, de vuelta, la del macho que te pone contra la pared. No estoy diciendo que esa sea la idea de todas las chicas, para nada, pero sí que es algo que se enseña a que sea sensual. Cierta idea del macho amenazante aparece como deseable. Entonces no se trata solamente de pelear contra la violencia reclamando que una mujer tenga a dónde ir, por ejemplo, si es golpeada por su pareja, sino también que pensemos hasta dónde internalizamos como deseables cosas que después no nos hacen sentir tan bien.
—Si el deseo es cultural, ¿se puede cambiar?
—Bueno, eso también es complicado. La asociación conceptual es medio problemática: si el deseo es cultural, digamos, algo aprehendido, entonces puede ser cambiado voluntariamente. Esto no es cierto necesariamente. Una cosa es reconocer las determinaciones culturales y otra es poder cambiarlas. Es muy difícil y es algo que no creo que se pueda dar a nivel individual. No se trata de que yo mañana decida quién me calienta y quién no. No es así. Sí se trata de que a medida que aparecen ciertas conversaciones, ciertos arquetipos se van desarmando sin que nos demos cuenta. Del mismo modo que la masculinidad que es hoy hegemónica no hubiera sido hegemónica hace 50 años.
Tamara Tenenbaum es licenciada en filosofía, también, y se nota en su libro cierta pasión por sistematizar los que aparecen como conceptos de una gran conversación. Porque puede pensarse como una recopilación de las charlas actuales entre amigas, es que algunos identificaron a El fin del amor… como un manifiesto generacional. Y porque, en efecto, hay una generación de jóvenes que está discutiendo temas como la poligamia, la pareja heterosexual, los mandatos -los sociales y los nuevos, los de las redes sociales- es que muchos de los comentarios de las primeras lectoras mostraban que la autora había logrado poner-en-palabras pero, también, dar contexto y contrastar con la teoría, muchas de las nuevas realidades, sensaciones y reflexiones que el feminismo les acercó en los últimos cuatro años.
A lo largo de sus páginas, sin embargo, hay más preguntas que respuestas, pero del tipo de preguntas que sirven para reflexionar. ¿Significa el fin del amor romántico el fin del amor? ¿Puede resistir la pareja como nuestro único puntal, en un mundo en el que pareciera que se derrumban la familia, las certezas laborales y las seguridades sociales, en suma, en un contexto de profunda precariedad de la vida? ¿Podremos, acaso, modificar individualmente el mercado del deseo? Y la 'última pregunta', como se llama también el último capítulo del libro, ¿podremos las mujeres dejar de lado los mandatos asfixiantes en torno a la maternidad y reemplazarlos, en cambio, por el liberador concepto de la 'madre mediocre'?
—Vivimos en una época de derrumbe de los paradigmas pero vos decís que hay una idea que persiste y que, paradójicamente, goza de buena salud: el amor romántico. ¿En qué consiste y cómo explicás su supervivencia?
—Su supervivencia la explico porque el amor romántico es muy parecido al amor a secas, y el amor a secas es algo que no se va a morir jamás. Cuando hablamos de amor romántico o de las construcciones que están cambiando en general nos referimos a cierta idea de la pareja tradicional. Pero la idea de matrimonio como una unidad familiar, en la cual se crían chicos, y la de la rutina, no tienen nada que ver con la del amor romántico. De hecho, fusionar esas dos cosas es una actitud bastante curiosa de los últimos 50, 60, hasta 100 años podría ser. Es novedoso y a decir verdad, bastante curioso. Porque, ¿qué tendría que ver la convivencia y la cotidianeidad, y lo gris que tiene la monogamia necesariamente con esa idea de pasión desatada que también queremos que tenga el amor? Son cosas prácticamente opuestas.
—¿Cuál es la idea del amor romántico que deberíamos desterrar, entonces?
—Me refiero a la idea de que el sentido de la vida de una mujer se tiene que ir en esa búsqueda de una pareja, de una pareja varón, que es además quien la sostiene económicamente y emocionalmente. Ya hace muchos años que los varones no nos sostienen económicamente, en el sentido de que ya hace mucho que no alcanza con un sólo salario para mantener una familia; no se cuándo alcanzó. Y aunque la parte económica fue cambiando, siguió existiendo la idea de que las mujeres teníamos que encontrar una pareja para ser completas. Eso me parece que persiste incluso en ambientes deconstruidos o progresistas en los cuales la pareja sigue siendo lo que se espera como normal, y lo que pase fuera de la pareja es una especie de transición y una espera. Y el problema que tiene eso es que si una piensa que la pareja es una condición sine qua non para ser normal, para ser persona, para ser mujer, es probable que se termine metiendo en cualquier pareja.
—Sobre esos vínculos sexo-afectivos que están entre la pareja y la soltería o sobre las relaciones casuales vos decís que hay una especie de vacío conceptual, no está muy claro cómo nombrarlos. ¿Por qué te parece que existe este vacío?
—Sí, ni en español ni inglés existe una palabra para nombrar ese tipo de vínculos. Y creo que tiene que ver con que no les damos demasiado peso a esas relaciones, nos parece que son relaciones de segunda categoría, de transición y que si no se convierten en otra cosa no valen nada. Esta idea es complicada porque, finalmente, es posible que estos vínculos terminen ocupando una gran cantidad de tiempo en la vida de una persona hoy. Tratarlos como si no existieran lleva a la idea de que si no tenemos un título claro entonces no tenemos ninguna responsabilidad.
—¿Te referís a la idea de la responsabilidad afectiva?
—Sí. Yo no uso tanto el sintagma de responsabilidad afectiva, pero no porque no me guste sino porque me parece que ya teníamos un sintagma para eso que era el de ser más o menos buena gente. Nadie pide más que eso con una persona que no es tu pareja, nadie pide ningún sacrificio -ni siquiera por tu pareja-. Pero sí creo que uno tiene que cuidar a las personas con las que entra en algún tipo de vínculo, porque siempre va a implicar algún tipo de responsabilidad. No digo usar esta idea de la responsabilidad para andar juzgando o armando los ránkings de la buena gente. No me interesa eso; pero sí pensar que por más que estos vínculos no tengan nombre, no tengan significados tan nítidos y nadie tenga demasiado claro cómo actuar en este tipo de relaciones, no es que no se espera nada. De un tipo que acabo de conocer espero que me diga 'por favor' y 'gracias', que sea más o menos cortés, espero que me salude, espero que, supongamos que estamos en un vínculo que no es un noviazgo, pero de pronto aparece un tema de salud, bueno, espero que me ayude.
—Hay también un planteo que tiene que ver con concebir los vínculos de amistad en términos más políticos, como redes, lazos, como algo más de largo plazo pero a su vez más flexible. En un momento en el que el concepto tradicional de la pareja se tambalea, ¿podría ser reemplazado por el de amistad?
—No diría reemplazar porque no creo que la pareja vaya a desaparecer, pero sí creo que las amistades son cada vez más imprescindibles, sobre todo en un contexto en el que desaparecieron lazos que antes funcionaban como redes de contención, como lealtades. Me refiero a las familias ampliadas, por ejemplo. En esos espacios existían en el pasado unas redes de cuidados que creo que sería interesante rearmar con las amistades, no solo pensando en las niñas y los niños o en las personas mayores. Todos en algún momento necesitamos cuidados, físicos y también emocionales. Y ya no queremos vínculos que sean heredados, no queremos llevarnos bien con alguien porque es así y no se puede cambiar, ni casarnos con alguien porque es así, ni queremos mantenernos casados con alguien que ya no nos bancamos.
—Pero eso no significa que queramos estar solos.
—No, y en general solos no podemos estar, al menos completamente solos. Solteros sí, por supuesto, pero solos no. Me parece que en la amistad lo que aparece es la reivindicación de los vínculos elegidos. De un vínculo que se elige, se construye, se alimenta de forma voluntaria, que en definitiva es un vínculo libre. Y uno puede armar los términos de una amistad: hay amigos con los que uno se ve muy seguido, amigos con los que no, y así. Es armar entre nosotros las reglas de nuestros vínculos, en lugar de heredarlas. Me parece un buen modelo.
—¿En qué consiste la reivindicación política de la amistad?
—Es una idea que por su puesto no inventé yo. Jacques Derrida, por ejemplo, la usa mucho en relación a la construcción de comunidad. La militancia tiene mucho que ver con eso, y no me refiero solo a la militancia feminista. Si estás en una agrupación política hay una idea de ayuda mutua, de acompañamiento, de estar atento a lo que les pasa a los demás. Y eso es lo que ha sido salvador, por ejemplo, en las comunidades Queer. Si pensamos que se trata de comunidades cuyos miembros generalmente se peleaba con su familia y eran excluidos de sus espacios de pertenencia, es lógico que se organizaran estas nuevas comunidades en las cuales la gente se cuidaba entre sí, se quería y cumplía ese rol. Por eso no se trata tanto de reemplazar a la pareja, sino de armar redes que no tengan solamente que ver con la pareja. Lo que sucede en el mundo contemporáneo es que como los otros vínculos se desarman y lo único que queda en pie es la pareja, se pone todo el peso ahí, de pronto tiene que cumplir con todos los roles. Y eso es imposible.
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