¿Qué sucede en el campo de quienes escriben cuando muere uno de sus pares? Las reacciones suelen ser dispares, desde la indiferencia y el olvido al llanto y la construcción de una memoria colectiva. Esto último es lo que sucedió con la noticia del fallecimiento de Leopoldo Brizuela, que provocó una andanada de recuerdos y anécdotas sobre el escritor platense, realizados en medio del estupor frente a un hecho que nadie esperaba. Es que Leopoldo Brizuela era un escritor muy querido. Mucho.
–¡Leonardo Brizuela! –exclamó el escritor y editor Antonio Santa Ana al reconocerlo en un asiento frente al suyo en un vagón del ferrocarril Mitre.
–Leopoldo –fue la respuesta seca, signo de que la cosa comenzaba mal. Sin embargo, las cosas se dieron de manera diferente.
"Ese mismo viaje, que sucedió en 2002, nos pusimos a hablar sobre literatura y sobre todo. Me dijo: 'Tenés que leer a Sara Gallardo, que es mi ídola'. Debo confesar –dice Santa Ana a Infobae Cultura– que yo no la había leído y que probablemente desconocía su existencia. Pero entonces la leí y la conocí. Hace poco lo invité a mi programa de radio y me dijo que se le complicaba ir los días de emisión debido a que se superponían con su tratamiento por su enfermedad. En una librería de viejo me topé con una primera edición de un libro de Sara Gallardo. Lo compré para Leopoldo, pensaba que lo vería cuando su tratamiento le permitiera visitarnos a la radio, o en cualquier otro momento. El libro está ahí. Envuelto para dárselo, sobre mi escritorio".
"Lo conocí hace veinticinco años en la ciudad que los dos habitamos, La Plata –cuenta la crítica y escritora Flavia Pitellla–. Con un compañero de la Facultad de Humanidades dirigíamos una revista de literatura en inglés. Ese compañero hacía talleres de escritura con Leopoldo y yo iba en un autito desvencijado a buscarlo y nos quedábamos charlando con Leopoldo sobre literatura, sobre la revista. Éramos todos muy chicos, pero nosotros nos lo representábamos con una seriedad y solemnidad porque era el profesor de escritura creativa de La Plata cuando no había talleres de escritura. Él le ponía a la literatura una cuota de solemnidad en el buen sentido. Se tomaba muy en serio la literatura. Se tomaba muy en serio escribir. Se tomaba muy en serio el trabajo de los demás. Era muy generoso. Muy exigente, pero en esa exigencia era generoso. Con el tiempo hicimos con un grupo de amigos de la facultad unos escritos comparando Inglaterra, una fábula con Inglaterra, Inglaterra de Julian Barnes. Le mandábamos los textos un poco para que los aprobara. Cuando leímos uno de los trabajos en un congreso, Leopoldo estaba sentado en la primera fila, era un gesto de aprobación. Era un hombre muy comprometido con la política, con sus ideas, un conocedor de la obra de María Elena Walsh increíble. Un señor que se tomaba la literatura en serio. Un gran señor". Pitella dijo: "No puedo decirte más porque estoy llorando".
Enzo Maqueira recordó: "Para mí Leopoldo fue muy importante. Lo conocí como lector al descubrir su prólogo a la obra de Sara Gallardo. En ese momento trabajaba en una revista literaria, Lea. Le pedí información para una nota. Se la mandé y me dijo: 'Te agradezco lo mucho que me plagiaste'. Yo quedé anonadado. Era así: chicaneaba mucho y se cagaba de risa. Cuando nos conocimos en una Feria del Libro me acerqué a él, me presenté y estábamos hablando cuando, de pronto, se dio vuelta y me dejó hablando solo. 'Ay, disculpá, lo hago siempre sin darme cuenta', me dijo cuando le escribí reprochándole. Luego me escribía, me daba consejos, se enojaba con mi exposición mediática y yo le decía que era para defender una posición política: 'No, es porque sos un pelotudo', me decía y nos reíamos. Era sobre todo generoso. Tenía diez mil anécdotas con escritoras mujeres y las contaba con admiración. Una vez me recomendó que leyera Dos veranos, de Elvira Orpheé. Es un libro que me marcó mucho y que influyó sobre mi escritura, él sabía que iba a actuar así. También recomendó mi novela a gente que me escribió diciendo que había llegado a Electrónica por recomendación de Leopoldo. Ahí se puede demostrar esa generosidad de la que hablaba".
Generoso es un adjetivo que se repite en los recuerdos. "Era generoso, para mí era como un hermano mayor que te brinda herramientas pero a la vez te caga a pedos –dice Gabriela Saidón–. Teníamos conversaciones de una hora, hablábamos sobre la enfermedad, no me sorprendió hoy, pero sí me llenó de tristeza. Trataba de brindarse. Estaba enojado con la cosa declamativa de las escritoras feministas, porque pensaba que decían mucho pero no leían a sus pares. En algún punto tenía razón. Él estaba escribiendo una novela que tiene que ver con su historia familiar, con su abuela sirvienta de un patrón del norte, y su abuelo patrón. Un proyecto que no podremos ver y me provoca ganas de llorar. Era un tipo muy generoso con su conocimiento. Me transmitía cómo leer a P. D. James no como literatura policial solamente, sino como literatura. Tenía un amor ácido. Era abierto en cuanto a lo que había leído. Tenía una gran dignidad. Tenía un gran amor a la vida, en medio de la enfermedad. Trataba de mantenerse en pie frente a ese decaimiento. Era una fortaleza del amor a la vida".
La primera periodista que lo entrevistó cuando ganó el Premio Clarín Novela por Inglaterra, una fábula fue Ana Laura Pérez, hoy editora de Penguin Random House. "Era un hombre muy serio respecto a la literatura. Estaba muy seguro de su posición, tenía gran solvencia para hacerlo. Cuando ganó el premio había mucha expectativa sobre sus posibilidades y él estaba muy seguro, transmitía esa seguridad. En aquel tiempo nos pasábamos El placer de la cautiva, una nouvelle que circulaba de manera secreta porque era inconseguible. Y era hermosa".
Desde México, el escritor Guillermo Martínez también acercó su recuerdo: "Lo conocí en el 92, en un encuentro de escritores jóvenes en España de toda Latinoamérica. (Junto a Pablo de Santis, Marcelo Figueras, Andy Nachon, Gustavo Nielsen, Marcelo Birmajer, Damián Tabarovsky). Nos hicimos muy amigos: compartíamos la admiración por Henry James y por Vlady Kociancich. Cuando mencionaba a Henry James se ponía de pie: el maestro. Me invitó a su taller con las madres de Plaza de Mayo, conocí a Hebe de Bonafini a través de él, estaba muy comprometido en una época con las organizaciones de derechos humanos. Cuando me fui a Inglaterra nos intercambiamos varias cartas de las de antes y nos leímos mutuamente los primeros libros que publicamos. Al regresar nos seguimos viendo por un tiempo: llegó incluso a quedarse con mi perra por un mes pese a que creía detestar a los perros. Pero después no quería devolverla y argumentaba que no era en realidad una perra sino un ser humano reencarnado. Era muy generoso con sus amigos, a veces de una forma que hacía difícil ponerse a la par. En algún momento empezamos a distanciarnos, nunca supe muy bien por qué. Últimamente apenas hablaba con él cuando nos cruzabamos.supe que lo hacía muy feliz su trabajo en la Biblioteca. Era un recomendador formidable de libros, sobre todo de mujeres. Rescató por sí solo con empeño e inteligencia varios nombres y argumentó de manera extraordinaria sobre el derecho a leer a las mujeres, en un artículo que publicó Eterna cadencia. Fue un escritor muy querido, que amaba conversar con escritores y contar anécdotas impensadas sobre el mundo literario. Tenía una maldad muy divertida. La gran conmoción que provocó su muerte prueba cuánto de lo quería en un ambiente no precisamente benévolo ni piadoso…".
"Te cuento que todo el año pasado, que estuve tan mal de salud, mi médica se la pasó aconsejándome que mi cuarto debía ser tan despojado 'como un consultorio o una carnicería: ni cortinas, ni alfombras… ¡¡¡ni libros!!!'": así comenzaba un mail dirigido a Hinde Pomeraniec, escritora, periodista y editora de Cultura en Infobae, a partir de una nota escrita por ella en contra de la "política del orden" de Marie Kondo con los libros. Y seguía:"Esa última orden es lo que me impide venerarla del todo, porque es una eminencia, dedicada a sus pacientes como ya nadie lo es, divina pero ¿qué idea de salud -o de mi salud, al menos- tiene alguien que me dice que no tenga libros? ¡Muero contento si es que me morfan los ácaros!", escribía con su clásico y luminoso humor.
Leopoldo Brizuela será recordado en la literatura no sólo como un gran escritor argentino, sino como un hombre muy querido por sus pares, sus amigos, sus colegas, sus lectores.
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