Crónicas de la vida gay de los 80s en Estados Unidos, en un clásico de Edmund White

Publicado poco antes de que la epidemia del SIDA impactara de lleno en la comunidad LGBT, "Estados del deseo" (Blatt & Ríos), un diario de viaje (homo)sexual de uno de los mejores escritores norteamericanos, es finalmente editado en Argentina. Infobae publica un extracto

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En la ruta del sexo…
En la ruta del sexo… Edmund White

Desde que este libro fue publicado por primera vez en 1980, el mundo de los gays ha evolucionado más que ningún otro en tiempos de paz desde los comienzos de la historia. La violencia y la guerra han efectuado cambios repentinos y usualmente desastrosos, pero los cambios que ocurren pacíficamente son a menudo lentos y sedimentarios. En efecto, este libro muestra un mundo pasado conservado en ámbar, a pesar de que ese mundo estaba lleno de planes, impregnado por lo que imaginaba como un futuro utópico.

En ese entonces, la mayoría de los gays que eran visibles y se manifestaban eran de izquierda o como mínimo progresistas. Los gays burgueses sabían perfectamente que si salían del clóset arriesgaban sus posiciones. La mayor parte de los líderes de la liberación gay habían participado activamente en otras causas progresistas, como el movimiento por los derechos civiles y el movimiento anti-guerra. Los primeros días del movimiento gay estuvieron atravesados por "sentadas", "acciones", "manifiestos", "sesiones de concientización", "comunas", todas instituciones y prácticas heredadas de otros movimientos como el de los hippies o el de los maoístas. Habíamos escuchado la retórica del feminismo y las Panteras Negras; de hecho, en Stonewall, los gays se llamaban a sí mismos "las Panteras Rosas" y el nuevo eslogan "Lo gay es bueno" era obviamente un eco de "Lo negro es hermoso".

Uno de los primeros grupos, la Alianza de Activistas Gays, no era lo suficientemente progresista para un puñado de activistas radicales, y entonces ellos fundaron la Alianza por la Liberación Gay. Como los viejos militantes de los derechos civiles, organizaron sentadas, por ejemplo en la Estación de Policía del Condado de Suffolk, dado que la policía de ese área se la pasaba vigilando y arrestando a los gays que iban a Fire Island. Así como el levantamiento de Stonewall había sido desatado por una razia policial en un popular club de baile del Greenwich Village, del mismo modo los gays más radicalizados estaban indignados de que hubiera repetidas razias policiales en el gueto rico de Fire Island.

Pero no eran los jóvenes blancos privilegiados de Fire Island los que se estaban rebelando. Eran los negros y los puertorriqueños que tomaban la línea A del subterráneo desde Harlem, jóvenes que ya estaban acostumbrados a pelearse con los policías, y los estudiantes radicales blancos que venían de todas las causas de los sesenta. Recuerdo estar en Stonewall hablando con algunos yippies heterosexuales que veían en esta protesta gay el comienzo de una nueva lucha contra el sistema. Estaban más excitados que nosotros; nosotros apenas podíamos creer que fuéramos una "minoría" y no un diagnóstico.

Y luego vino el sida. Sean cuales sean sus viejas raíces en África, el sida apareció en nuestras conciencias en 1981. Ese fue el año en el que Larry Kramer nos invitó a su glamoroso departamento de la Quinta Avenida para que el Dr. Alvin Friedman-Kien nos contara sobre esta nueva y extraña enfermedad, Inmuno Deficiencia Asociada con los Gays (GRID, por sus iniciales en inglés), como se la llamaba entonces. Rápidamente todo el mundo empezó a llamarla "el cáncer gay".

Como es obvio al leer este libro, que fue publicado un año antes de que la enfermedad fuera siquiera mencionada, en ese momento nos preocupaba cualquier cosa menos nuestros excesos. El Dr. Friedman-Kien nos recomendó que por el momento dejáramos de tener sexo, algo que escuchamos con solemnidad aunque pensábamos que era una idea ridícula. ¿No habíamos sido ya un diagnóstico médico antes de nuestra cacareada liberación, que apenas tenía más de una década? En el pasado los gays eran tan pocos que era difícil encontrar clientes; cada vez que abría un nuevo bar gay, los policías lo cerraban. Ahora los bares y los antros y las discos florecían; y nosotros identificábamos esa libertad sexual con nuestros derechos como minoría. No había forma de que dejáramos de tener sexo. Para muchos hombres de mi edad y más viejos la vida gay se trataba de estar disponible para el sexo. Las menciones a la política gay, la cultura gay o la historia gay eran en general respondidas con una sonrisa… ¡vamos, de lo que se trata es de ir a la cama!

La portada de “Estados del
La portada de “Estados del deseo” (Blatt & Ríos), de Edmund White

En los años siguientes, los gays más visibles –los más radicalizados, los más promiscuos– fueron los más golpeados por la enfermedad. Eran vulnerables precisamente porque estaban dispuestos a experimentar sexualmente y no estaban atados a viejas normas machistas, porque eran urbanos y valientes y orgullosos y promiscuos. Un segmento entero del mundo gay –los más valientes y menos convencionales– estaba condenado, junto con una infinidad de actores y artistas gays. Ellos habían sido los abanderados del movimiento, y fueron prácticamente liquidados. Todas las cuestiones progresistas discutidas en este libro, desde la idea de una alianza entre gays negros y gays blancos hasta la idea de moléculas sexuales y románticas poliándricas, desaparecieron con ellos.

Y fueron remplazados por gays normales y sin brillo que tuvieron que salir de sus clósets porque un amigo o un amante fue golpeado por la epidemia. El vacío de poder que dejó la muerte de los más radicales creó un espacio que esos gays normales llenaron con su riqueza y sus destrezas ejecutivas. Mientras que los hombres en mi libro debatían si los gays tenían un destino especial y una contribución única para hacer a la sociedad, o si son como todos los demás, ahora la discusión se saldó a favor de la asimilación y contra el excepcionalismo gay. Con la llegada del sida y el dominio de estos líderes conformistas, surgió un nuevo puritanismo. Se miraba mal la promiscuidad. Lo que correspondía ahora era establecerse con un compañero en los suburbios y adoptar una hija coreana.

Por supuesto, la tradición radical tuvo su continuidad en ACT UP. Estos militantes, con sus acciones (ponerle un preservativo a la casa de Jesse Helms; sus "muertes en público", sus protestas y marchas, su invasión de las reuniones de las autoridades médicas, su exigencia de que la FDA apruebe más rápidamente las nuevas drogas) estaban inspirados por los radicales de los setenta. Fue un movimiento joven y aguerrido que cohesionó y le dio dinamismo a la población gay más joven. También significó que la grieta entre gays y lesbianas, de la que se habla en este libro, fuera parcialmente saldada. Aunque muy pocas lesbianas eran HIV positivo, se convirtieron en miembros activos y a menudo en líderes en ACT UP gracias a una generosidad de espíritu notable.

Y luego vino el matrimonio gay. Al principio muchos gays de izquierda (incluyéndome a mí) vieron mal esta iniciativa, porque parecía otro ejemplo más de asimilación. Pero luego, cuando la derecha cristiana empezó a oponerse al matrimonio tan virulentamente, comenzamos a ver que se trataba de una causa por la que valía la pena luchar. Si los fanáticos se oponían al matrimonio gay tan vehementemente, debía ser porque el matrimonio era para ellos una institución definidora; los gays nunca serán plenamente aceptados hasta que puedan casarse y adoptar, como todo el mundo.

El punto de inflexión de esta larga lucha se dio en 2013, que podría ser llamado el Año del Gay. Un estado tras otro legalizó el matrimonio gay, a pesar de la intensa oposición religiosa. La Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA, por sus iniciales en inglés) fue dada de baja y se terminó con la política militar del "Don't Ask, Don't Tell" (No preguntes, no cuentes). Los Boy Scouts cedieron. En Francia, a pesar de una oposición sorprendentemente activa, la igualdad matrimonial fue legalizada, del mismo modo que en la mayor parte de los países de América del Sur. En los Estados Unidos, las parejas de un mismo sexo legalmente casadas, sin importar dónde vivían, pudieron rendir sus impuestos como pareja, incluso retroactivamente. Las pretensiones de la terapia de conversión, que había prometido transformar a los gays en heterosexuales, fueron abandonadas, y en algunos casos ilegalizadas.

Los gays nunca fueron tan visibles: en la política, en la televisión, en Facebook. Ya no era de buen tono discriminar a lesbianas o gays. Y los gays eran tantos que se volvieron más exquisitos y quisquillosos. La candidata a alcaldesa de Nueva York Christine Quinn, abiertamente lesbiana, perdió el voto gay contra Bill de Blasio (cuya mujer negra anunció orgullosamente que había sido lesbiana antes de su matrimonio).

Los disturbios en Stonewall motivaron
Los disturbios en Stonewall motivaron a la organización y lucha por los derechos LGBT

El sida había generado simpatía hacia los gays. Ya no parecían los caprichosos privilegiados que la población general miraba con desconfianza en los tiempos de los que habla este libro. La enfermedad había sacado del clóset a gays de todas las clases sociales y todos los colores. Mientras que en los años setenta sólo los hombres blancos jóvenes se habían atrevido a salir del clóset, ahora todos los gays eran visibles: gays pobres, gays viejos y gays del gueto, todos estaban sufriendo de una enfermedad mortal terrible. En 1996 aparecieron las terapias triples y la tasa de mortalidad del sida se desplomó. Si en los ochenta los hospitales estaban inundados de pacientes terminales y los nombres de los muertos por sida poblaban las páginas de obituarios, ahora parecía que eran pocos los que morían; al menos en el Primer Mundo, donde las nuevas drogas eran accesibles. En el Tercer Mundo la tasa de mortalidad de hombres y mujeres, héteros y gays, no paraba de crecer.

Si la legislación de los Estados Unidos empezaba a favorecer a los gays, especialmente a las parejas gay, en Rusia, en el mundo musulmán y en el África negra, la oposición a los gays se hacía más fuerte. En todos estos casos el fanatismo puede atribuirse a la religión, sea la ortodoxia rusa, la sharia o el cristianismo africano. Legisladores norteamericanos convertidos al cristianismo alimentaban el frenesí religioso de África (Uganda llegó a contemplar una ley que permitía el asesinato de gays). Deben haber reconocido que su plan maligno había sido derrotado en los Estados Unidos y que los conservadores religiosos africanos les daban la última oportunidad de realizar sus sueños fascistas. Digo "fascista" a conciencia, puesto que los nazis siempre hablaban de las virtudes de la virilidad y los peligros de la "decadencia" homosexual.

¿Cómo llegaron los Estados Unidos a aceptar el matrimonio igualitario? Los líderes gays fueron muy convincentes a la hora de explicar que las familias gays eran como las familias héteros y debían tener los mismos derechos. Invocaron el espíritu norteamericano de igualdad de oportunidades. Los gays habían convencido a la mayoría de las personas de que eran una minoría, como los judíos, los afroamericanos, los asiáticos. Era un tipo raro de minoría, a decir verdad, una minoría a la que no pertenecían nuestros padres y constituida por miembros que podían disimular su condición. Era más una identidad que una minoría, una identidad que se podía asumir a los seis años, a los sesenta o nunca. Gran parte de la aceptación de los gays dependía de la noción de que los gays no elegían su identidad sexual sino que era algo genéticamente determinado.

A la mayor parte de los gays que estaban fuera del clóset en el período cubierto por este libro les habría molestado el argumento genético: no queríamos pensar que nuestra orientación era glandular pero… ¿escogida?, ¿qué? No nos gustaba tampoco esa opción, no podíamos identificar el momento en que habíamos elegido ser gays. Habíamos decidido que todas las teorías sobre los orígenes de la homosexualidad eran prejuiciosas. Nadie teorizaba sobre cómo los niños se volvían heterosexuales, sosteníamos, algo que parecía igualmente misterioso. Decíamos que si se nos arrastraba a una discusión sobre lo que provocaba la homosexualidad, la naturaleza o la cultura, los gays siempre saldrían perdiendo.

Por más defendible que nos pareciera esa posición en ese entonces, la realidad es que el argumento genético ha persuadido a la mayoría de los norteamericanos de que tenían que aceptarnos. Si estos hombres no pueden evitar ser maricas, ¿por qué perseguirlos entonces? Se podría entonces perseguir a alguien por el color de su piel.

Al mismo tiempo, los límites entre los géneros se volvieron más y más porosos. Travestis y transexuales se volvieron más comunes; en Alemania se dictó una nueva ley que reconocía que se les puede asignar un tercer género a los bebés recién nacidos, un género intermedio. De un lado nuestra orientación sexual parecía estar determinada, mientras que por el otro nuestro género parecía cada vez más fluido, arbitrario y poroso.

Recuerdo que en los sesenta tenía un novio al que le gustaba tomarme de la mano en público, algo que me ponía sumamente incómodo, incluso en el Greenwich Village. Ahora es algo común y corriente.

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